Para comentar el caso de Juan y Eva, Eva y Juan, yo voy a tomar prestada una expresión del lenguaje de las matemáticas y decir que son como dos ángulos suplementarios, distintos pero que, juntos por los vértices, forman un ángulo perfecto de 180º. Así, Juan Ignacio se toma la vida un poco de coña y Eva se la toma más en serio; como Juan se toma en serio la caza y Eva se la toma a broma. A Juan le sobra la jeta que le falta a Eva, y a Eva posee el orden del que presume Juan. Eva es una mujer joven con un actitud madura, mientras que Juan Ignacio es un hombre madurito eternamente joven.
De hecho, en una fotografía que conservo, tomada allá por los ochenta, aparecemos varios amigos de la juventud. Algunos ya no tenemos pelo; otros lo conservan, pero lleno de canas; y Juan Ignacio, como es patente, ni lo tiene blanco ni se le ha caído. ¿Genética? ¿Actitud ante la vida? ¿Las meigas? Quién sabe, pero corre una leyenda según la cual en uno de sus viajes a lo largo y ancho de este mundo, siendo oficial de la marina mercante, Juan Ignacio dio con la fuente de la eterna juventud y, precavido y práctico, llenó una cantimplora que guarda celosamente en su armero bajo siete llaves y cinco cerrojos, junto a su Winchester Magnum, su 375 Exprés y su Seis por sesenta y ocho.
Bueno, ya más en serio, debo confesar que cuando supe que tendría que decir unas palabras en el evento, se me vinieron a la mente muchas frases hechas, los típicos dichos y refranes que el lenguaje popular reserva para estos acontecimientos, y pensé en echar mano de ellos para salir del compromiso.
Entre los amigotes, o amiguetes, cuando alguien anuncia que se casa, no falta quien diga (o piense) la frasecita burlona de: hombre casado, hombre capado (que seguramente en el fondo tiene mucho de envidiosa).
Hay también un refrán, algo más fino, para advertir del error al hombre que se va a casar, que dice: el buey solo bien se lame, en alusión a un animal cuyo destino natural es estar atado al yugo pero que, cuando está suelto alcanza a lamerse por todas partes, es decir, sin ataduras de ninguna clase y sin tener que depender de nadie. La frase, por tanto, señala lo apreciable de la libertad, en especial de la persona soltera, que no tiene las ataduras del matrimonio.
Pero yo creo que este refrán, aunque popular y de uso muy extendido, no va con la personalidad de Juan Ignacio. Más bien sería merecedor del refrán contrario: El buey suelto bien se lame, pero mejor se lame el uno al otro.
Respecto a Eva, ¿qué voy a decir que no sepan quienes la conocen?, porque, como pregona el refrán, El buen paño, en el arca se vende, o lo que es lo mismo, que lo bueno no necesita propaganda. Cuando existen unas cualidades personales por encima de modas y modos, la excelencia siempre es reconocida sin necesitar difundirse expresamente, en contra de lo que diden los publicistas del nuevo siglo y los genios del márketing moderno, que afirman rotundamente que el buen paño en el arca «no» se vende si no existe un enfoque de venta agresivo que lo dé a conocer y lo haga desear. .
Hay muchos otros refranes matrimoniales, más o menos conocidos, menos o más acertados, que podrían mencionarse, como Antes de que te cases, mira lo que haces, que invita a meditar bien los asuntos graves antes de tomar una decisión; más o menos chistosos: Bodas hacen bodas; Casarás y amansarás; Compañía de dos, compañía de Dios; El casamiento y el melón, por ventura son; Dos que duermen en un colchón, se vuelven de la misma condición; Marido celoso no tiene reposo, y un largo etcétera con el que no voy a aburriros.
Pero, de las sentencias, adagios y refranes que he oído y leído, el que me parece más significativo para esta boda y con que me gustaría cerrar estas palabras es la frase: Cruzar el Rubicón, expresión que proviene de una anécdota histórica. El Rubicón era un pequeño río al norte de Roma donde acampaban los ejércitos que volvían victoriosos de una campaña militar. Ningún general romano podía cruzar este río junto a su ejército sin el permiso expreso del Senado. Sin embargo, César, a quien se le había ordenado dejar el mando y licenciar a sus legiones, después de unos momentos de reflexión acerca del peligro que entrañaba franquear dicho río, se decidió a vadearlo y marchar sobre Roma pronunciando la famosa frase: Alea jacta est (la suerte está echada).
Cruzar el Rubicón es, pues, una metáfora acerca de continuar más allá de un punto de no retorno. Y me parece oportuno mencionarla aquí porque se refiere a las decisiones importantes que tomamos en la vida, esas que no tienen vuelta atrás. Señala el punto exacto en donde podemos decidir entre aferrarnos a lo que hay o seguir más allá, asumiendo los riesgos y las consecuencias.
Nadie obligó a César a cruzar el Rubicón, como nadie obliga a Eva y a Juan Ignacio a contraer matrimonio. Atravesar el río implica un salto al vacío, un ejercicio sin red, una decisión comprometida y arriesgada, con unas consecuencias positivas o negativas que se deben aceptar. Hoy, Eva y Juan, Juan y Eva están delante de su particular Rubicón, dispuestos a cruzarlo, asumiendo las consecuencias de su decisión, sus alegrías y pesares, sus peligros y sus promesas.
Y a mí sólo me queda deciros: adelante, pareja.