Yo me crié en un barrio muy pobre. Un lugar con necesidades, un barrio feo. Pero allí todos soñábamos. Los forasteros lo llamaban el barrio de Los Sueños.
Escondidos y sin confesarlo hasta el barrio llegaban los señoritos de la capital a soñar. Nuestro barrio estaba mal visto. Tenía el estigma de ser la zona de los defenestrados, de los muertos en vida. ¡Pero que felices éramos! O creíamos ser. El poco dinero que ganábamos lo gastábamos en la botica. Yo nunca le dije a mi padre que había entrado a ese lugar. Mi padre era un hombre trabajador y sin sueños. Una vez sospechó que había entrado en ese territorio y en casa se armó la Batalla de las Termópilas. Allí solo entraban los mayores y los que tenían dinero. Yo solo era un niño grande, que le hacía favores a viejos guarros a cambio de unas monedas. Estos viejos no soñaban, pero ese dinero a mí me permitía comprar en la botica sueños placenteros donde no vivían viejos guarros.
El boticario era el que mandaba en el barrio. Tú le pedías siempre en baja voz el sueño que querías y él te hacía pasar a la trastienda. Allí te acostabas, te inyectaba y lo vivías. Los sueños eran la única propiedad que podíamos tener en el barrio. Eran nuestros. Cuando salías de la botica continuabas bajo los efectos de la quimera un tiempo, necesitando rápidamente dinero para comprar un nuevo sueño. Aunque te encontrabas en la trastienda con la mayoría de los vecinos, tú nunca los habías visto, no los conocías y ellos tampoco a ti.
Aún recuerdo el día que mi madre me dio dinero para que le comprara un detalle por su cumpleaños. Fui a la botica y lo gasté en soñar que le podía regalar una casa en otro barrio.
Texto: Francisco Concepción Alvarez Narración: La Voz Silenciosa.
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