La Bruja, le decían, porque soñaba fuego solitario en cada uno de los rumbos de su cuerpo.
Iba caminando en silencio hasta llegar al páramo. Y de pronto sentía que sus manos ardían como soles. Un alud florecido quemaba la llanura.
Y «la bruja, la bruja», gritaban los niños.
A la orilla del aire lloraba lágrimas solas y candentes. Todas las tardes en el mismo sitio.
Llena de luz. La boca henchida de mansas oraciones mudas.
Y a la orilla del aire, todavía llueve lumbre cuando reverdece su memoria perdida; y «la bruja», murmuran las voces de los niños.