La eutanasia es, según la Asociación Médica Mundial, “el acto deliberado de poner fin a la vida de un paciente”, lo cual afirma que es “contrario a la ética”. Según la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, es la “conducta (acción u omisión) intencionalmente dirigida a terminar con la vida de una persona que tiene una enfermedad grave e irreversible, por razones compasivas y en un contexto médico”.
La defensa del derecho a morir no es nueva. Ya en la Grecia clásica, tanto los estoicos como los epicúreos afirmaban la capacidad de cada individuo para decidir sobre su propia vida. Y Platón, en su República, pone en boca de Sócrates una defensa de la cesación de asistencia médica cuando el paciente queda desahuciado. En la era moderna, la sociedad utópica de Tomás Moro facilitaba la muerte a aquellos que no pudieran cargar con su dosis de sufrimiento.
Pero no ha sido hasta el siglo XX que se inició el debate sobre el respaldo legal de la eutanasia. Y aquí se produce la necesidad de diferenciar entre eutanasia activa y pasiva, también conocida como suicido asistido: en la primera, el médico interviene directamente en la muerte del paciente; en la segunda, simplemente le asesora y facilita lo necesario para que muera en paz. Por razones obvias, la primera entraña una mayor complejidad, pues implica la participación directa del médico y, por ende, los debates sobre la objeción de conciencia.
Países más permisivos
Los pioneros en dar cobertura legal a la muerte voluntaria fueron Países Bajos y Suiza. En Suiza, se tolera el suicidio asistido, aunque la eutanasia activa está prohibida; en Holanda, ésta es legal desde 2001, pero ya existían acuerdos desde los años 80 para no perseguir a los médicos que la practicasen bajo determinadas condiciones. En 2002, Bélgica aprobó una ley similar a la holandesa, y en 2009 Luxemburgo siguió sus pasos. Otros países europeos, como Alemania, Francia e Italia, mantienen abierto el debate sobre las diferentes posibilidades de legislar la muerte asistida.
En España, donde 2000 enfermos al año solicitan la eutanasia a sus médicos, no hay ninguna disposición al respecto, salvo las iniciativas autonómicas de Andalucía, Navarra, Aragón y, recientemente, País Vasco, donde se contempla la necesidad de una muerte digna sin sufrimiento.
Diferentes posturas, diferentes defensas
En el debate sobre la eutanasia, todos los bandos coinciden en una cosa: la defensa de una muerte digna. Para unos, quitarse la vida es indigno; para otros, no existe dignidad alguna en mantener la vida de un desahuciado. Según los firmantes del informe La eutanasia: perspectiva ética, jurídica y médica, avalado por el Observatorio de Bioética de la Universidad Católica de Valencia:
Algunos sectores que tratan de imponer en la sociedad contemporánea una determinada idea del “progreso”, asociada únicamente al aumento del confort en el ámbito material o a una sofisticación tecnológica, la empujan, casi inconscientemente, a aceptar como “buenas” las actuaciones encaminadas a terminar con la vida de individuos cuyas condiciones vitales no sean consideradas suficientemente aceptables”.
Y más adelante:
Algunos reducen esta dignidad al disfrute de una calidad de vida, conciencia, o capacidad de autodeterminación. Por el contrario, otros entendemos la dignidad como el valor intrínseco que posee todo ser humano, independientemente de sus circunstancias, edad, condición social, estado físico o psíquico. La condición digna de la vida humana es invariable desde que se comienza a existir hasta la muerte, e independiente de condiciones cambiantes a lo largo de la existencia.
Pero, aunque es un buen recurso ese de denunciar a la sociedad contemporánea por los grandes errores que sin duda ha cometido en su interpretación de la existencia, el asunto no es tan sencillo. No sólo el debate se aleja en la historia más allá de la sociedad contemporánea, como se ha mencionado, sino que ni siquiera puede relacionarse ingenuamente con una visión materialista del mundo. Renunciar a la vida en determinadas condiciones no es una cuestión de insensibilidad a los asuntos trascendentales que nutren la naturaleza más profunda del ser humano; por ejemplo, los cátaros de la Provenza altomedieval, una de las sociedades más espirituales que jamás haya podido existir en Europa, practicaban el suicidio asistido, la “endura”, cuando consideraban que ya habían cumplido su propósito de santidad en la Tierra.
Los opositores a la eutanasia suelen alegar que la sedación paliativa –la administración de calmantes para aliviar el sufrimiento del paciente terminal mientras aguarda la muerte— es una alternativa digna para ayudar al individuo en sus últimos estadios de vida. Pero este argumento se limita a casos terminales, y rechaza desde un principio ampliar el debate a situaciones más complejas. En este sentido, los defensores de la muerte asistida niegan que la sedación paliativa pueda ser un sustituto de la eutanasia. Según explica el investigador médico César Rivera Benítez:
…si bien ayudan a muchos pacientes en fases avanzadas de la enfermedad, algunos dolores terminales y algunos otro síntomas estresantes no pueden ser controlados completamente con los mejores cuidados. Sin embargo, es la calidad de vida, más que el dolor, la razón más frecuente por la que el paciente solicita la ayuda para morir. ¿Por qué tendremos que forzar a algunos a vivir los últimos días o semanas de su vida en esas condiciones; no es indigno? La eutanasia voluntaria, ante todo, es una elección personal.
En España, por otra parte, la mitad de los enfermos terminales no reciben cuidados paliativos, a pesar de que es un tratamiento reconocido por la Organización Médica Colegial y a que la ley contempla la sedación paliativa como un derecho de los pacientes.
Decidir por uno mismo
Otra objeción más utilitaria y menos dada a filosofar es que resulta imposible determinar con seguridad que el individuo está en condiciones óptimas para decidir por sí mismo. Pero es por esta razón que existe un periodo de reflexión y evaluación antes de aceptar la decisión del paciente. En cualquier caso, aquí el debate suele esconder un prejuicio de fondo, y es que es habitual pensar que nadie mentalmente estable puede preferir morir a vivir.
En el mismo sentido, existe el miedo a que la regularización de la eutanasia pudiera desencadenar una evolución del debate hacia derroteros cada vez más resbaladizos, de modo que la legalización de los casos más extremos sea una puerta abierta a la inclusión progresiva de estados de sufrimiento menos aparatosos, e incluso a cruzar el límite entre la eutanasia, que es un acto voluntario, y la muerte asistida sin consentimiento del paciente.
Pero el argumento es insostenible desde el momento en que el celo no implica necesariamente la prohibición, sino el estudio de medidas de control eficaces. Las objeciones prácticas tienen un campo de pruebas que desmienten el miedo al abuso y a la falta de honestidad; a saber, los Estados en que ya se ha pasado de la teoría a la práctica, los cuales son el foco perfecto para estudiar si las consecuencias sociales de legalizar la muerte asistida pueden llegar a ser tan nefastas.
En cualquier caso, con argumentos así se desvía la atención hacia aspectos que nada tienen que ver con la base elemental del problema: el derecho de cada ser humano a decidir sobre su propia vida.
Todo pasa por la aceptación de la autonomía del individuo para ejercer su libertad hasta las últimas consecuencias, o no permitírselo por considerar que el ser humano, en su mayoría, todavía es una criatura inmadura que no está capacitada para manejar los asuntos últimos de la existencia, o bien tales asuntos son tan trascendentales que la vida en sí no pertenece al individuo que la manifiesta.
Según el informe del Observatorio de Bioética antes mencionado:
Todo ser humano posee una dignidad intrínseca e inviolable, que no es susceptible de gradaciones, y que es universal e independiente de la situación de edad, salud o autonomía que se posea.
Esa dignidad es inherente a toda vida humana, le confiere el derecho irrenunciable a la vida y es un deber inexcusable del Estado protegerla, incluso cuando la persona, su titular, pueda no valorarla.
Frente a la consideración de la vida como valor absoluto, la especialista en Derecho Eugenia Maldonado Rodríguez explica:
A ello se contrapone el principio de calidad que parte del supuesto que la vida es un valor relativo que comprende todos los datos de la experiencia y comunicación humanas, y no sólo una visión acrítica de la vida como simple realidad biopsicológica. La calidad no se refiere a la consideración de la vida como inviolable, sino a algo graduable cualitativamente, no excluyente a priori de toda ponderación de otros intereses, como el valor de la vida misma, de las relaciones familiares, la responsabilidad social, etcétera, en la cual el dolor y el sufrimiento no son mesurables objetivamente ni están sujetos al tipo de juicios necesarios para dar forma a una política pública.
Aunque alimentarse de ideas abstractas es necesario para un pensamiento crítico y saludable, se antoja que limitarse a tales abstracciones es un error de partida. Decidir que la vida de otros ha de ser blindada y protegida, incluso frente a sí mismo, se sustenta en un milenario debate sobre la ley natural: la vida es digna en sí misma, independientemente de cualquier circunstancia temporal, de modo que, en cuanto que la dignidad se convierte en ley natural por encima de cualquier ley creada por los hombres, está por encima de las decisiones del individuo.
Asumiendo el riesgo de caer en simplificaciones, el mero hecho de que exista el debate delata estos asuntos del derecho natural como cualquier cosa menos algo natural. La naturaleza es cualquier cosa menos digna, y la dignidad varía con las épocas y los lugares.
Declaración de derechos
Para comprenderlo con algo más de perspectiva, podemos recurrir por unos párrafos a Hannah Arendt, quien denunció en su día la absoluta falta de realismo que había en la Declaración Universal de los Derechos Humanos: se basan en el “Hombre Universal”, por lo que jamás podrán ser aplicables al hombre concreto, demasiado frágil para tales abstracciones, como han demostrado las décadas posteriores a su firma; haría falta un ser humano mucho más desarrollado moralmente para que tal sueño se hiciera posible. Según explica Julia Honkasalo en un breve ensayo sobre el tema, esta es la esencia de la que se derivan todas las denuncias de Amnistía Internacional y Human Right Watch:
La política no puede tener un fundamento natural, ya que los seres humanos no son iguales debido a algunas características naturales que posibiliten una igualdad. Por el contrario, ellos se transforman en “humanos” e “iguales” al convertirse en miembros de una comunidad política que garantiza derechos para sus integrantes. Esta es la razón por la que Arendt sostiene que el más básico sustento para los derechos humanos debe ser el derecho a pertenecer a una comunidad política.
Los derechos no son leyes naturales, sino el fruto de una comunidad que, según su madurez, decide el grado de libertad y respeto con que se tratarán los individuos que la integran. Toda convicción ética es el resultado de un discurso humano y, como ya dijera Wittgenstein, no hay ninguna conexión posible entre el lenguaje y la realidad absoluta, sea lo que sea ésta, pues difícilmente un ser humano llegará alguna vez a atisbarla siquiera. La única realidad sobre la que pensar los problemas es aquella sometida al tiempo y a los caprichos de la historia, con sus circunstancias específicas y su trasfondo humano, demasiado humano para pretender que un pensamiento dado procede de voluntades divinas o, en el contexto racional humanista que se le opone, leyes naturales y pretendidamente objetivas.
De todo ello resulta que, cuando se alude a la universalidad de la dignidad humana, por ejemplo, siempre aparecen excepciones que hay que admitir y que por tanto demuestran la falsedad de la universalidad. Como afirma Arendt, la única reconciliación posible es la “excepción universalizada”: solamente el tratamiento de cada caso particular permite tratar todos los casos particulares de manera universal.
Mientras tanto, y por culpa de ello, se hace inevitable la existencia de códigos ocultos; es el “código rojo” de los marines estadounidenses que el filósofo esloveno Slavoj Zizek pone como ejemplo para entender el funcionamiento de toda sociedad: el código rojo es la ley no escrita que permite a los soldados humillar a los más débiles de su grupo mientras hacen gala pública de honor y caballerosidad, o la cruel vía de escape al rigor de los clásicos internados ingleses, ejemplos de la formación más exquisita en valores mientras en su interior tienen lugar las más atroces vejaciones.
Doble moral
Es por todo ello que, volviendo al tema que nos ocupa, la ausencia de debate real en torno a la eutanasia sólo trae consigo prácticas ocultas que no parecen existir hasta que se hace público algún caso que pasa por extraordinario; por ejemplo, prácticas en que la sedación paliativa se convierte en sedación terminal, como se descubriera en el Sistema de Salud del Reino Unido o, en España, en el caso finalmente archivado del Doctor Luis Montes.
En relación a los límites de la sedación, existe además cierta ambigüedad que invita a una reflexión mucho más profunda que la permiten estos párrafos: es la doctrina del doble efecto, aquella que considera permisible administrar drogas con intención de aliviar el dolor aun sabiendo que tales medicamentos acortan la vida del paciente, pero que no tolera el empleo de los mismos en dosis elevadas que acaben de un tajo con la agonía.
Sea como sea, y como siempre ocurre con cualquier asunto, sólo aquellas personas con los medios económicos necesarios pueden ahorrarse el debate y recurrir a una salida más “digna” que la compasión velada y puntual del personal médico, que no es otra que viajar allí donde es posible la asistencia al suicidio.
Uno de los casos más peculiares en este sentido de la doble moral bien podría ser el del británico Tony Nicklinson quien, al estar parapléjico, solicitó ayuda para suicidarse con dignidad: el mismo Tribunal que le negó asistencia médica para suicidarse permitió que otra persona, a quien la prensa llamó Martin, fuese asistida por un sanitario para viajar a Suiza y quitarse la vida. Algo llamativo en un país, Reino Unido, donde la asistencia o la promoción del suicidio se castigan con penas de hasta catorce años de cárcel, sin importar las razones.
Según Fernando Pedrós, filósofo y miembro de la asociación Derecho a Morir Dignamente:
A simple vista y haciendo uso de un sensato sentido común resulta incoherente que los jueces no permitan que un enfermo reciba la ayuda de un médico para poder suicidarse en su propia casa y, sin embargo, se considere oportuno que tome un avión y se exilie con intención de encontrar un lugar donde el suicidio asistido sea legal y pueda morir.
Suiza es el único país donde un extranjero puede beneficiarse de la asistencia a una muerte digna. Según un estudio de la Universidad de Zurich, 611 personas de 31 países diferentes acudieron a morir a Suiza entre 2008 y 2012.
En relación al mencionado estudio de la Universidad de Zurich, donde se recoge que sólo ocho españoles viajaron a Suiza en los cinco años contemplados, Pedrós explica:
Son pocos, en buena parte por desconocimiento, y también por los costes que conlleva el viaje y la estancia en la clínica y porque hay enfermos que por sus circunstancias extremas no pueden emprender un viaje de estas características pues no se puede convertir un avión comercial en un hospital adecuado.
Vacíos legales
El caso de Suiza es paradójico, pues este país es un ejemplo de tolerancia al derecho de decidir sobre la propia muerte, pero no como consecuencia del debate democrático de sus ciudadanos, sino a causa de un vacío legal. Según el artículo 115 del Código Penal suizo, incurrirá en un delito “cualquiera que, por motivos egoístas, induzca a otra persona a cometer suicidio o ayudarle a ello”. Es decir, cualquiera que colabore en el suicidio de otra persona, si sus intenciones son altruistas, no egoístas, no está cometiendo delito alguno.
Debido a esto, en 1998 se pudo fundar la asociación Dignitas, que cuenta con más de cinco mil socios de sesenta países diferentes. Para ser socio, es necesario ser mayor de edad, estar en plena posesión de facultades mentales y disponer de un mínimo nivel de movilidad física, pues es el propio paciente quien debe administrarse la medicación. A la hora de morir, la persona ha debido pasar por diversos controles médicos y psicológicos, siempre en instituciones suizas autorizadas, que certifiquen que padece una enfermedad terminal, o una discapacidad extrema que la impide llevar una vida autónoma, o un dolor incontrolable e insoportable.
Respeto a los pacientes
Cada vez son más los médicos dispuestos a respetar la decisión de sus pacientes, pero por encima de ellos aún quedan muchas mentes temerosas de todo lo que implica el concepto de libertad. Las estructuras sociales son, en su forma tradicional, paternalistas, encarnan al gran padre que toda cultura necesita para crecer y madurar. Generalmente, son las instituciones religiosas las más infladas por esta figura, pero no son en ningún modo las únicas, como los políticos de turno se encargan de recordarnos con un discurso perezoso que sólo busca calmar por un rato al hijo enrabietado.
Mientras esas mentes presuman de valores universales, puesto que lo universal no existe en el ámbito humano, siempre habrá de existir el oculto complemento obsceno que da rienda suelta a las excepciones veladas, sin las cuales la maquinaria social jamás podría funcionar, las reglas no escritas que jamás se airean públicamente porque atentan contra el código de conducta de la comunidad, y que, sin embargo, todos conocen.
Mientras tanto, los custodios de la sociedad de turno debaten de vez en cuando, en las ocasiones en que un caso llega a los medios de comunicación y se viste con las galas de la emocionalidad pasajera. Ajenos a ello, unos pocos afortunados superan los muros impuestos y logran pagar por acabar con su dolor de manera decente. El resto, como suele ser habitual, habrá de buscar la dignidad, su dignidad, entre la más oscura y sofocante agonía.
Para acabar, un dato que se antoja inspirador: sólo una pequeña parte de quienes contactan con la suiza Dignitas decide llegar al final del proceso. La gran mayoría de sus socios muere por causas naturales después de haber aceptado con mejor ánimo su condición. Y esto es así, explica el folleto de la asociación, porque el simple hecho de que el enfermo sepa que tiene una puerta abierta para morir voluntariamente lo alivia de la angustia con que contempla el futuro, haciendo más llevadera su carga de sufrimiento una vez que siente que tiene el control sobre su propia vida.
Quizás, y sólo quizás, este dato debiera bastar para afrontar con ojos más valientes el debate sobre la eutanasia.