La búsqueda de petróleo y el sentido de la vida

Publicado el 08 junio 2014 por Rafael García Del Valle @erraticario

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En las últimas semanas, los medios de comunicación se han hecho eco de las protestas contra la búsqueda de petróleo en Canarias. Los expertos científicos afirman que no hay motivo para tanto alboroto, y que todo está bien. Los expertos son  geólogos.

En términos políticos y sociales, predomina la cuestión de si el asunto es bueno o no para la economía; si afectará al turismo o si creará empleo y tal. Lo demás se antoja secundario. Ya se sabe, los animalitos y demás…

Pero, como este artículo va de ciencia, aunque no lo parezca y con permiso de los expertos científicos y del Ilustre Colegio Oficial de Geólogos, pues habrá que enfocarlo desde el tema de los animalitos, en cuyo reino se incluye, que se sepa, el homo sapiens. Y es por ello que, en las mismas leyes naturales que pretendemos que no nos afectan, está inscrita nuestra propia extinción, si no como especie, sí como civilización.

Empecemos por los animalitos y acabemos por las exaltaciones de la acción civilizatoria que nos ha de condenar.

Un estudio publicado en octubre de 2013 por la Comisión Ballenera Internacional, IWC (International Whaling Comission) concluía que la tecnología usada en la búsqueda de nuevos yacimientos submarinos de gas y petróleo fue la responsable de la muerte de un centenar de delfines de cabeza de melón en las costas de Madagascar en verano de 2008.

Según la investigación, la petrolera ExxonMobil usó un tipo de sónar de alta frecuencia para cartografiar el fondo marino en el Índico que interfirió los sistemas de orientación y comunicación de los cetáceos. El sonido los hostigó hasta el punto de hacerles abandonar su hábitat en mar abierto y buscar refugio en aguas menos profundas.

El uso de ecosondeos de alta frecuencia se ha convertido en uno de los mayores obstáculos para la protección de los mamíferos marinos, dice Michael Jasny, analista del Consejo de Defensa de los Recursos Naturales, de Estados Unidos.

Ésta práctica se suma así a otros métodos ya denunciados por los grupos de protección de defensa medioambiental, como las inspecciones sísmicas, los sónar de largo alcance o el tránsito de barcos por las zonas de concentración de ballenas y delfines.

El ecosónar de ExxonMobile puede ser oído por los delfines en un área de cientos de kilómetros cuadrados, y el problema es que no existe control alguno sobre el uso de estos aparatos.

Resulta inevitable pensar en la cantidad de casos de ballenas y delfines varados en masa a lo largo y ancho del planeta para los cuales no existe ninguna explicación concreta. Un ejemplo al vuelo tomado de una búsqueda en Google es el que tuvo lugar en Islandia el 7 de septiembre de 2013, poco días después de que otro grupo de ballenas arribaran a las costas del norte de Escocia. Según la información referida, ambos episodios habrían tenido una causa común: las inspecciones sísmicas llevadas a cabo en el Atlántico Norte, pues tales actuaciones se caracterizan por provocar el caos en los grupos afectados y condiciones de pánico en los animales, que es lo que los biólogos observaron en Escocia e Islandia.

Un poco de contexto

La naturaleza se rige según las leyes de los sistemas dinámicos complejos, lo que más comúnmente se conoce como “efecto mariposa”: en condiciones iniciales de un determinado sistema natural, la más mínima variación en ellas puede provocar que el sistema evolucione en formas totalmente diferentes e inesperadas.

En los años noventa, el águila calva de América del Norte estuvo al borde de la extinción por culpa de la caza de ballenas en Japón, en un enredo planetario que afectaba a varias especies animales. Como ejemplo de que la metáfora no se debe tomar tan a la ligera, sirva el siguiente artículo, escrito hace unos cuantos años por John Lienhard, profesor emérito de la Universidad de Houston, y que me he tomado la licencia de traducir:

Las nutrias marinas están desapareciendo de las aguas de Alaska. Las nutrias son animales inteligentes y juguetones. Se las considera capaces de usar herramientas, pues se colocan una piedra en el pecho y luego abren las almejas y los mejillones al golpear contra ella.

El New York Sciences Times cuenta ahora una preocupante historia de detectives en torno a la disminución de la nutria marina. Casi exterminadas por los comerciantes de pieles del siglo XIX, desde entonces su número había aumentado de manera constante. Todas las poblaciones de animales fluctúan, por lo que los ecólogos marinos del Servicio Geológico de EE.UU. no se alarmaron cuando la población de nutrias decreció en 1990.

Pero la repentina disminución demostró ser mucho más que ruido estadístico. En 1993 la población de nutrias en Alaska se redujo a la mitad, y hoy es sólo una décima parte de lo que era antes de 1990. ¿Por qué?

En 1991, los investigadores observaron algo inesperado. Una orca, la ballena asesina, fue vista devorando una nutria. Supuestamente, las orcas y las nutrias conviven juntas. Más avistamientos de este tipo confirman la terrible verdad. Pero ¿por qué las ballenas se han vuelto de repente contra las nutrias?

Además, los ecologistas descubrieron que la población de percas marinas y de arenques también estaba en declive. Las orcas no se alimentan de estos peces, pero sí lo hacen focas y leones marinos. Y focas y leones marinos suponían hasta entonces la cena de las orcas. Y efectivamente, la población de focas y de lobos marinos también había disminuido.

Así que las nutrias han desaparecido porque los peces que no eran su alimento se han desvanecido. Ahora, propaguemos la onda: las nutrias ya no están allí para comer los erizos que hay en el fondo marino, por lo que la población de erizos de mar se ha disparado. Los erizos de mar viven de los bosques de algas que crecen en el lecho marino, por lo que están acabando con ellas. Las algas, a su vez, han sido el hogar de los peces de los que gaviotas y águilas se alimentan. Al igual que las orcas, las gaviotas pueden encontrar otros alimentos, pero las águilas no pueden, así que tienen un problema.

Ahora bien, todo esto parece haber comenzado con el declive de la perca marina y del arenque, pero ¿por qué están muriendo? Pues bien, los balleneros japoneses han estado matando a la variedad de ballenas que se alimenta de los mismos organismos microscópicos de los que se alimenta el abadejo. Con más para comer, el abadejo se multiplica rápidamente. A su vez, ataca a la perca y al arenque, que eran el alimento de focas y leones marinos. Así que todo este caos se reduce a la masacre de las ballenas.

Dos décadas después, el mayor enemigo de los cetáceos no es el ballenero, sino la tecnología al servicio de la exploración petrolera, cuyos efectos a largo plazo se ignoran pero sin cuyo éxito a corto no es viable el actual ritmo de vida de las sociedades desarrolladas, que entienden la existencia en términos de consumo y no de cobertura de necesidades.

¿Dónde está el límite entre necesidad y capricho? Ya Ortega y Gasset se hizo esta pregunta hace algún tiempo, en Meditación de la técnica. A ella se refería como “la reforma que el hombre impone a la naturaleza en vista de la satisfacción de sus necesidades”. El problema, diría Ortega, es determinar cuáles son las necesidades elementales y cuáles las superfluas.

En un ser cuyo fin no es estar en el mundo, sino estar bien a pesar del mundo, ese límite entre necesidad y desvarío apenas sigue existiendo. Según se extrae de la ideología predominante, es necesario conservar el sistema aunque éste haga desaparecer el espacio vital que hace posible cualquier sistema.

De qué va eso de la vida

El ecólogo Jaume Terradas, catedrático emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona, acuñó en su día el denominado “síndrome de Faetón “para describir la situación en que nos encontramos actualmente: Faetón quiso conducir el carro del Sol confiando en su fuerza y juventud, pero los caballos se desbocaron y el hijo de Febo perdió el control, de modo que el carro solar comenzó a incendiar los territorios por los que pasaba.

En un ensayo firmado por Terradas y Josep Peñuelas, los autores consideran la necesidad de integrar la cultura, en cuanto que resultado natural de la evolución de la vida, en las teorías ecológicas, si es que acaso queremos sobrevivir, que no parece claro; es decir, aplicar un marco biológico a los estudios sociales y económicos, en un intento por cambiar la percepción de la biosfera y la manera en que es explotada.

El desvarío de Faetón acabó con su muerte. Zeus tuvo que fulminar el carro solar para evitar que la catástrofe fuese a más. Al igual que el efecto mariposa, no estamos ante una simple imagen literaria. Cuando en un medio surge una amenaza, las mismas leyes naturales que hacen posible la vida determinan su extinción. Es una sencilla cuestión de economía para regir sistemas complejos.

Por ello, hemos de ver la vida como un fenómeno complejo y diverso que se rige por unas pocas leyes físicas que originan tres procesos fundamentales: combinación, innovación y muerte. A través de ellos, la vida se puede entender como la extracción y acumulación de la información contenida en el caos entrópico.

El proceso de combinación crea átomos por agrupación de partículas, moléculas por unión de átomos, y permite la transferencia genética por la que las especies acumulan información y generan nuevas herramientas para la vida.

Los organismos vivos almacenan y copian información, y las copias se modifican a través de mecanismos genéticos y otros procesos de mutación. Este es el proceso de innovación por el que se amplía la variedad en cada nivel de vida. La complejidad surge de unas pocas piezas y sus innumerables posibilidades combinatorias, al estilo de un alfabeto de veinticinco letras del que emerge toda la cultura de una civilización.

En el caso de la vida, hablamos de un alfabeto de más de cien elementos químicos, por lo que las posibilidades resultan inabarcables para la mente humana.

Los ecosistemas no son entornos cerrados, dependen del traspaso de energía de un sistema a otro. Por ejemplo, la evaporación y la transpiración extraen el agua del interior de la tierra y la devuelven al ciclo de intercambio, y la radiación solar introduce energía permanentemente en el hábitat planetario.

La vida depende del flujo energético que alimenta el metabolismo: el inicio de la cadena se encuentra en la fotosíntesis de las plantas, proceso por el cual la luz se introduce en la cadena alimentaria de los seres vivos. Los ecosistemas son redes jerárquicas formadas por especies interrelacionadas en un entorno físico-químico que disipan el flujo de energía en una serie de pasos progresivos.

Cuanto más complejo es el sistema, mayor cantidad de información contiene. A día de hoy, el gran reto de las ciencias biológicas es comprender cómo la información se acumula en los organismos y ecosistemas, antes de que sea demasiado tarde.

Porque la acumulación de información es un proceso continuo salpicado por destrucciones discontinuas.

Frente a la complejidad que es la vida como organizadora del caos, los procesos destructivos dispersan muy rápidamente la información acumulada y, debido a lo irreversible del proceso entrópico, la reconstrucción en igualdad de condiciones es imposible. Exige un comienzo desde cero que deriva en resultados muy diferentes debido a lo impredecible de las variantes.

Cuando algo falla, la solución más económica, en términos de las leyes de la termodinámica, es la muerte. Es lo que ocurre en todo ecosistema que precisa de una restauración. La Tierra parece  ajustarse a ciclos periódicos de destrucción, al igual que ocurre con las estrellas y, por qué no, al igual que podría decirse del Big Bang como proceso regenerador de universos.

Toda la vida responde al proceso termodinámico donde la entropía aumenta hasta que el sistema colapsa. Se trata de una protección natural que evita el estancamiento y asegura el movimiento permanente, el flujo de energía necesaria para que el trabajo continúe.

En la historia de la Tierra, tras las grandes extinciones, los organismos supervivientes se expanden y evolucionan rápidamente en una nueva distribución de la energía que permite el desarrollo de potenciales vetados en el sistema anterior, como ocurrió con la eclosión de los mamíferos tras la extinción de los dinosaurios, cuyo dominio del territorio había impedido el crecimiento y desarrollo de los posteriores dominadores del planeta.

Es así, mediante el barrido general, como la vida evoluciona hacia estructuras más complejas y heterogéneas. Y esto incluye, según defienden Peñuelas y Terradas, los aspectos culturales de toda civilización.

Cómo se sabe que una civilización se está muriendo

En un artículo de la revista New Scientist publicado en 2012, el antropólogo Luke Premo, de la Universidad de Washington State, se atrevía a afirmar que existe una alta probabilidad de que la historia del ser humano haya contemplado más pérdidas de conocimientos que ganancias. El artículo menciona los estudios de Peter Richerson, biólogo de la Universidad de California, quien muestra que el progreso tecnológico no es una curva en ascenso exponencial, sino que se rompe en escarpadas caídas y muestra retrocesos radicales.

La versión antropológica tradicional suele considerar que una cultura evoluciona gracias al aprendizaje social, es decir, la transmisión de conocimientos a los nuevos miembros de la comunidad, y la imitación de comportamientos hasta reproducirlos con fidelidad.

Sin embargo, existe otra idea que parece cobrar fuerza: la innovación. Se trata de la aplicación de la teoría de las mutaciones al aspecto cultural: la introducción de “errores de copia”, intencionados o no, que terminan proporcionando alguna ventaja adaptativa y sobreviven a las costumbres anteriores.

Siguiendo el artículo citado, la relación entre medio ambiente y creatividad del ser humano es el aspecto fundamental para el progreso. Al principio, una tecnología simple, como un hacha de sílice, no permite grandes mutaciones, pero es obvio que el potencial para innovar crece cuando la complejidad permite aplicar variaciones más numerosas en las herramientas. Esto quiere decir que la clave no está en la evolución de la creatividad humana, sino en las posibilidades que el medio ofrece para exteriorizar esa creatividad.

Hace 12.000 años, Tasmania perdió contacto físico con Australia por la subida del nivel del mar. Los restos arqueológicos de la época muestran una cultura capaz de pescar con redes, cazar con boomerang o tejer ropas preparadas para soportar temperaturas muy bajas. Sin embargo, cuando los europeos descubrieron la isla, se encontraron con una de las culturas más atrasadas del planeta.

Según Stephen Shennan, director del Instituto de Arqueología de la Universidad de Londres, el aislamiento provocó la incapacidad para seguir innovando. La baja densidad de población y las escasas opciones para intercambiar conocimientos fueron las principales causas del paso de una tecnología superior a otra inferior.

¿Qué tiene que ver todo esto con el mundo de hoy?

La tecnología no es más que la consecuencia de unas circunstancias favorables. En el tiempo presente, las condiciones ofrecidas para el progreso tecnológico parecen insuperables, pero hay otros aspectos que no se pueden ignorar y que hacen que la situación sea más compleja de lo que parece bajo una mirada superficial.

La incapacidad para seguir innovando tiene mucho que ver con las ideas y creencias, pues ellas también forman parte del medio. En la Edad Media, era el temor a morir en la hoguera. En la actualidad, es el miedo a dañar la reputación el que hace que muchos se nieguen a cuestionarse públicamente campos marcados con fuego por el sistema establecido.

Alex Mesoudi, antropólogo de la Universidad de Durham, ha estudiado la evolución de las publicaciones científicas y patentes. Su conclusión es que los estudiantes han sacrificado la capacidad innovadora por tiempo para asimilar el conocimiento acumulado por las generaciones previas.

A ello se suma un fenómeno más para garantizar el declive tecnológico: la excesiva especialización. Que uno sepa construir coches no implica que sepa cómo funcionan, sólo conoce la posición en que se colocan las piezas, de manera que su experiencia es inútil frente a cualquier cambio en las circunstancias que obligue a una forma diferente del proceso creativo.

Los japoneses forjaron durante siglos sus espadas samuráis bajo la misma técnica, no por orgullo tradicional, sino porque el coste de la forja era tan elevado que no animaba a experimentar con ella y cometer errores.

Si el aspecto coste/beneficio adquiere importancia, el estancamiento tecnológico es inevitable, dice Stephen Shennan. El pretendido progreso tecnológico depende de la creatividad y de la relación con el medio ambiente; ninguno de estos dos factores es tenido en cuenta hoy en día. A pesar de las apariencias de una mirada superficial, estamos estancados en una tecnología que no cumple ningún propósito de evolución. Todo lo contrario.

Nuestra civilización no desarrolla tecnología para prosperar como seres humanos, sino para aumentar los márgenes de beneficio, con lo que se sacrifican todos los demás aspectos que permitan una verdadera evolución.

En la Grecia clásica, la tekhné era una combinación de tecnología y arte gracias a la cual el demiurgo creó el Cosmos. Es decir, la técnica asociada al amor por la vida. Cuando la tecnología queda disociada de la tekhné, deriva hacia un tipo de proliferación maníaca que responde al concepto griego de hybris, un orgullo desmedido por el que los humanos se creen dioses.

Al creerse dioses, la vida es lo de menos. Prevalece la “la lujuria del poder”, por usar las palabras de Raimon Panikkar. La relación entre ciencia y poder es la que la orienta hacia el beneficio personal, hacia la rentabilidad y utilidad de sus productos.

Entonces, en los debates imperan las leyes de la economía y las ciencias se reducen al apoyo de tecnologías muertas y ya “no nos conformamos con beber la leche del pecho de la Madre Tierra, queremos explotarla desde el momento en que tenemos el poder de hacerlo”, dice Panikkar.

Cuando se llega a este punto de estancamiento en que se impide el correcto flujo de la vida/información, el barrido es inevitable.

Lo dicen las leyes de la termodinámica.
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