Martin Heidegger escribió buena parte de sus obras en una pequeña y austera casita de madera en Todtnauberg, a dieciocho kilómetros de Friburgo, en las montañas de la Selva Negra alemana. Durante cincuenta años mantuvo una intensa relación con el edificio, que se convirtió en mediador imprescindible para su trabajo. Más allá de la tradición de pensadores con cabaña – Heráclito, Lao-Tse, Thoreau, Wittgenstein- , el caso de Heidegger es especialmente significativo por toda la documentación y referencias que existen sobre él. La casa además sigue en pie y hoy es una suerte de lugar de peregrinaje que ha obligado a sus actuales propietarios -los familiares del filósofo – a pedir expresamente el respeto de su privacidad.
Heidegger nació en 1889 en una pequeña ciudad de provincias del sur de Alemania, cercana a la Selva Negra. Tras unos primeros años en el seminario, estudio filosofía en la Universidad de Friburgo y allí empezó a enseñar, tras la I Guerra Mundial, como asistente de Edmund Husserl. Por aquél entonces ya se había casado con Elfride Petri, con la que tendría dos hijos, en 1919 y 1920. En 1923 es nombrado catedrático de Filosofía en la Universidad de Marburgo. Ese mismo año comienza a usar la cabaña como lugar de vacaciones. Allí inicia los primeros apuntes de Ser y tiempo, que publicará en 1927 y cuya repercusión le ayudará a volver definitivamente a Friburgo, en 1928, para sustituir a su maestro Husserl, recién jubilado.
Tras su regreso, Heidegger usará con mucha más frecuencia la cabaña, donde va a pasar largos periodos trabajando. Hay poca información sobre el origen del edificio y algunos autores pensaban que era una construcción existente puesta a disposición del filósofo por el rectorado de la Universidad. Sin embargo, a raíz de las investigaciones de Adam Sharr, publicadas en su magnífico libro La cabaña de Heidegger.Un espacio para pensar (Gustavo Gili, 2006), se sabe que fue construida en el verano de 1922 para y por la propia familia. No se conoce si hubo un arquitecto detrás del proyecto, pero sí que Elfride, la prusiana esposa del pensador, organizó y supervisó la obra. El libro de Sharr -arquitecto y profesor- es el estudio más completo publicado hasta ahora sobre la cabaña. Es un texto riguroso y ágil con bastante material gráfico, incluidas muchas de las espléndidas fotografías que Digne Meller-Marcovicz realizó en 1966 y 1968 para el semanario alemán Der Spiegel, algunas de las cuales ilustran este artículo.
La cabaña, ubicada a 1100 metros de altitud, en una pronunciada ladera y con cubierta a cuatro aguas, mide en planta 6 x 7 metros y consta de una zona de estar con cocina, un dormitorio con cuatro camas, un cuarto de trabajo y una zona trasera con secadero y retrete. Tanto en la cocina como en el estudio existe una cama adicional. La casa está orientada prácticamente según los puntos cardinales y, a excepción de un muro central de mampostería, está construida toda ella en madera, con una austeridad absoluta que se refleja en la inexistente decoración. Por no haber no había ni libros en el estudio. Es curioso cómo Heidegger tenía su biblioteca en la casa de la ciudad, pero donde realmente trabajaba a gusto era en la montaña, sin un sólo libro. Si bien la casa de Friburgo, con su amplitud, su distribución tradicional y su mobiliario Biedermeier, respondía a las lógicas prioridades funcionales, sociales y estéticas asociables a la figura de un catedrático, es cierto que Heidegger no escribió nunca sobre ella, algo que sí hizo, y mucho, sobre la cabaña y sus experiencias allí. A esta distinta relación que el filósofo mantenía con las dos casas dedica Sharr un capítulo de su libro: “La falta de escritos de Heidegger sobre la casa de Friburgo parece indicar sus sentimientos ambivalentes hacia el edificio y hacia su vida familiar, que es notable en contraste con su manifiesto entusiasmo por la existencia solitaria en las montañas y con su percepción allí de resonancias filosóficas”.
Heidegger no escribió nunca de forma explícita sobre arquitectura. Rara vez aparece esta palabra en sus textos. Pese a ello, su obra ha influido enormemente sobre el pensamiento arquitectónico y sigue haciéndolo hoy más que nunca, aunque a muchos les cueste reconocerlo. Ese es, en mi opinión, el gran valor de su aportación: hablar de lo arquitectónico sin hablar de arquitectura, hablar de habitar sin hablar de edificios. La cabaña de Heidegger no existe como objeto particular, es genérica, no tiene forma. Es lo que Michel Onfray llamaría, citando a Deleuze y en referencia al Jardín de Epicuro, “un personaje conceptual, una figura, una oportunidad de filosofía y de filosofar, (…) una idea que se ha vuelto volumen”. La cabaña de Heidegger no es ninguna y es a la vez todas las cabañas, es un ámbito de mediación entre el paisaje y quien lo habita. No se trata de esa cabaña concreta, sino de las circunstancias que rodean a cualquier cabaña habitada en mitad de una naturaleza en continuo cambio y regeneración. Dice Sharr: “Por mediación de la cabaña, Heidegger convertía el paisaje en lenguaje, dentro del marco de aquella mutabilidad que él experimentaba en continua soledad. En realidad, la cabaña y sus circunstancias parecen haber sostenido la posibilidad de una presencia casi hipnótica para el filósofo”
En 1934 se le ofrece a Heidegger la cátedra de filosofía de la universidad de Berlin. A pesar del prestigio de la plaza, la rechaza y escribe a modo de justificación el texto Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en la provincia? En él comienza describiendo con un par de frases cortas la cabaña y enseguida entra en lo que realmente le interesa: la íntima vinculación de su trabajo filosófico con la experimentación solitaria del paisaje –“yo nunca contemplo el paisaje, experimento sus cambios”, decía- y con el trabajo de los campesinos, con los que a menudo se identifica. Muchos le han tachado de hipócrita por esta comparación, pero el provincianismo funcional de Heidegger es sincero. Tras sus inevitables actividades docentes y sociales en la ciudad -a la que llamaba el engañoso mundo de abajo- necesitaba subir al mundo de arriba, sencillo y honesto, donde obtenía la estimulación intelectual necesaria para poder trabajar de verdad. Su comportamiento no era el de un ciudadano al que le gusta salir al campo, sino el de un pensador que encontraba en las montañas y junto a los labriegos los contenidos esenciales de la existencia, la materia bruta sobre la que moldear su discurso filosófico, como si de un oficio manual se tratara. La cabaña le proporcionaba el cobijo necesario.
En 1951 Heidegger asiste en Darmstadt, junto a Ortega y Gasset, a un encuentro entre arquitectos y filósofos. Allí leyó su famosa ponencia titulada Construir habitar pensar (así, sin comas, expresando la inseparable relación entre las tres acciones), quizás uno de los textos filosóficos de todos los tiempos que más ha influido sobre el pensamiento arquitectónico posterior. Sin embargo en él sólo aparece una vez la palabra arquitectura y es precisamente para indicar que no se va a hablar de ella -algo sin duda lleno de significado en un espeleólogo del lenguaje como era Heidegger-. En lugar de eso lanzó a los arquitectos -que por entonces seguían reconstruyendo Alemania- una exhortación a reflexionar sobre el sentido profundo del construir, que él identificaba con el habitar, que es la forma que el hombre tiene de estar en el mundo y cuidar la tierra. Heidegger estaba hablando, no sólo de la reconstrucción material y espacial de Alemania, sino también -y sobre todo- de su reconstrucción moral y espiritual, tras un pasado ignominioso del cual él mismo estaba intentando desvincularse para lavar su imagen. Reivindicaba una vuelta a la autenticidad y dignidad de los orígenes, frente a una concepción meramente utilitarista o funcional del progreso como la que defendía el Movimiento Moderno. Iñaqui Ábalos, en el capitulo que dedica a la cabaña de Heidegger dentro de su libro La buena vida (Gustavo Gili, 2000), dice al respecto: “Lugar, Memoria y Naturaleza, se contraponían frontalmente a Espacio, Tiempo y Técnica, por primera vez de una forma completamente articulada, dando lugar a un giro que prácticamente podría describir todos los cambios de valores que han ido sucediéndose en el panorama arquitectónico desde finales de los sesenta hasta fechas recientes”.
Esa conversión del espacio en lugar -que es una de las claves de lo arquitectónico y que sólo puede realizarse a través de la mismidad del hombre- es esencial para entender la visión poética del habitar sobre la que Heidegger se extenderá tres años más tarde en el texto Poéticamente habita el hombre (1954), donde a partir del análisis de un poema de Hölderlin, acabará concluyendo que “el poetizar construye la esencia del habitar, (…) es la capacidad fundamental del habitar humano”. Esta concepción poética del habitar, que Heidegger opuso al positivismo tecnológico de la modernidad, y que tres años más tarde recogería Gastón Bachelard en su obra seminal La poética del espacio (1957), está detrás de la crucial revisión postmodernista de los setenta y del cambio de paradigma que han supuesto libros fundamentales como La casa de Adán en el Paraíso (1972), de Joseph Rykwert, The Architectural Uncanny (1992) de Anthony Vidler, Arquitectónica (1999), de José Ricardo Morales o Los ojos de la piel (2005), de Juhani Pallasmaa, entre muchos otros.
Lo arquitectónico es aquello que transforma el espacio en lugar. Esa transformación es la esencia del habitar. “El espaciar origina el situar que prepara a su vez el habitar”, escribe Heidegger en El arte y el espacio, un texto aforístico que escribió hacia 1959 y que publicaría en 1969 ilustrado por litografías de Eduardo Chillida, a raiz del encuentro que ambos tuvieron en 1968 en la galería suiza Erker. Jesús Aguirre -que hacía como que odiaba a Heidegger- llamó al texto mera cháchara, muy de las suyas, en un artículo de El País de 1989 donde, para justificar su improbable alianza creativa, insinuaba una cierta química nacionalista entre el filósofo y el artista vasco.
A la figura de Heidegger le perseguirán siempre sus claroscuros personales. Lo más inquietante de él no es lo que sabemos sino lo que imaginamos, lo que intuimos en su rostro o tras las extrañas fotos de Meller-Marcovicz en la cabaña, esa ambigüedad apelmazada que nos permite imaginarlo como el abuelito de Heidi y a la vez torturando a Dustin Hoffman con un torno de dentista, al mismo tiempo como un pater familias cursilón y un donjuan comealumnas. Un “filósofo estafador de novias” y un “ridículo burgués nacionalsocialista en bombachos”, como lo llamaba Thomas Bernhard. Hasta para afiliarse al partido nazi cometió la extrañeza de elegir una facción maldita.
Parece que perdonamos a los escritores sus veleidades personales y políticas pero no así a los filósofos. Pero debería ser igual. La filosofía también produce construcciones literarias, no reglamentos ni catecismos; levanta teorías, no ideologías. Heidegger no cae bien. Valoramos la marginalidad en los intelectuales, disfrutamos imaginando a Wittgenstein o Thoreau solitarios e intempestivos en sus cabañas, a Heráclito comiendo raíces y diciendo cosas incomprensibles, a Benjamin y sus derivas hasta la última noche en Portbou, como la última noche de André Gorz y D. en su casa de Vosnon. Pero Heidegger era tradicional, conservador, burgués y hasta nacionalsocialista.
Muchos de nuestros jóvenes estudiantes de arquitectura siguen rechazándole a priori. Sin embargo es el filósofo más profundamente arquitectónico que jamás ha existido. Y además, vigente. Pese a quien pese, su filosofía fundamenta muchos valores que hoy están redefiniendo la práctica arquitectónica en campos como el procomún, el diseño sostenible o la conservación medioambiental. Si no hubiera tenido ese calentón nazi, Heidegger probablemente sería el ídolo de los antisistema. Ted Kaczynski, el Unabomber, también tenía una cabaña.
La Cabaña del filósofo. Texto: Emilio López-Galiacho. Publicado en FronteraD.
Ficha del Libro: Editorial GG.