La calle ha muerto

Por Calvodemora


Un niño durará lo que duren sus juegos. Lo dijo Cortázar. Los juegos acaban cuando hay que explicarlos y las reglas que los gobiernan importan más que el desempeño mismo del juego, su inercia amable. Veo a diario cómo juegan los niños y sé que dejan de hacerlo cuando las palabras cobran la importancia que antes tenía el cuerpo. Quizá el deporte sea una extensión de esa infancia bruscamente interrumpida: tal vez jugar sea aplazar el ingreso completo en la realidad. Es el lenguaje, con sus trampas, con sus peajes, con su batalla dura por dentro, el que toma el lugar del cuerpo. Y hay niños que solo juegan en el patio de la escuela, y niñas, no me hagan creer que no lo sospechaban. Se les ha encomendado una labor tan ingente - tareas, clases extraescolares - que no cabe una labor más, ni siquiera la de jugar, la de no contar salvo con las propias reglas, las del juego que eligen. Si dejan de jugar, empiezan a crecer más rápido. Tal vez sea eso lo que se ande buscando: que ingresen más pronto que tarde en la rueda de la sociedad y empiecen a dar las vueltas que damos nosotros, queremos más gente girando, más comprando, más vendiendo, más gente poniendo cara de pocos amigos, más gente agria y enferma y triste, enemistada con casi todo lo que se le ofrece, hostil, muy hostil a veces. Y todo por no dejar que los juegos duren un poco más. Todo por dejar que el lenguaje ocupe el lugar en donde reinaba el cuerpo. Hemos matado al cuerpo, lo estamos matando a diario. Y yo sé qué horizonte hay: el de la abolición de la calle, sustituida por una pantalla multimedia, conectada a la red, lista para navegar y perderse en ella. La calle, ah la calle, el imperio del bien puro y del mal puro, el lugar en donde están los sueños cuando dejan de estar dentro de nuestras cabezas.