La calma - Attila Bartis

Publicado el 31 enero 2017 por Elpajaroverde
"Uno no puede pasar toda su vida hablando sólo con una persona." Ni viviendo, ni enjaulado con ella, ni volviendo siempre a ella. Uno no puede pasar toda la vida atado, encadenado, sin querer o atreverse a utilizar la llave que pondría fin a su cautiverio. Uno no puede negarse a salir, dar un portazo y no echar la vista atrás. O sí. Cuando uno no sabe, cuando no conoce, cuando no ha vivido otra cosa. Las cadenas no son lineales, no son una simple concatenación de eslabones que basta con soltar uno para su escisión. Son una maraña de tentáculos que chupan y asfixian, agarran, absorben y terminan por convertir a ese uno en parte del monstruo que las alimenta; monstruo siamés de dos cabezas, engendro enraizado con los más bajos instintos, los más opacos silencios, el más nocivo de los engaños.
"A veces el odio actúa como un lazo muy potente."
El protagonista de La calma sí puede vivir sólo para una persona, aunque ni él mismo sabe cómo lo soporta. Comparte un piso convertido en mausoleo redecorado con piezas de antiguas representaciones teatrales con su madre, actriz retirada que lleva quince años sin pisar la calle. Quince años, los mismos desde que enterró literalmente en el cementerio el recuerdo de su hija huida; quince años, los mismos que lleva carteándose con ella aunque es su hijo quien escribe esas cartas. Un hijo que se comunica con ella dejando a su vista los relatos que escribe para que ésta los lea cuando él se ausenta; un hijo que cuando toma un tren para viajar a los lugares en los que ha sido contratado para dar lecturas, saca siempre el billete de sólo ida. Pero regresa, siempre regresa. Y da los dos golpes convenidos a la puerta, y allí sigue su madre, mantenida por los alimentos que él le compró antes de irse, con la sempiterna cantaleta asomando a sus casi inertes labios: dondehasestadohijomio. Y él, como siempre, contesta con evasivas, porque sabe ya que si hace quince años no tuvo el valor de irse para no regresar, no lo va a tener ahora; sabe ya que nunca podrá hablare a nadie de su madre, aunque los vecinos ya no preguntan porque ya ni se acuerdan de ella; sabe ya que nunca podrá decirle a nadie que su madre está loca. Pero entonces conoce a alguien roto como él, a otro ser herido. Y habla, y le cuenta, cómo sólo se cuenta a las personas con las que no hacen falta las palabras, con las que sólo es necesario un ven o un vamos. Pero se equivocan. Las palabras no dichas se enquistan, lo que no se verbaliza se pudre, lo que no se nombra no existe y, si no existe, no se puede erradicar y construir algo nuevo sobre ello. Se equivocan pero, mientras tanto, nos regalan diálogos tan hermosos como éste:
"Ahora debería echar raíces, pensé, como los robles, pensó, o como el cedro más bien, que vive más tiempo, pensé, te quiero, pensó, calla, pensé, sólo pensaba, pensó, te va a matar, pensé, no importa, pensó, así no se puede vivir, pensé, yo sí quiero, pensó, calla, pensé, no callo, pensó, contrataré a una enfermera para que la cuide, pensé, será el último día que me veas, pensó, lo sé, pensé, sólo pensaba, pensé, si estás tumbado a mi lado no te atrevas ni a pensarlo, pensó, no te enfades, pensé, no me enfado, pensó, entonces abrázame, pensé, te estoy abrazando, pensó, me quiero quedar aquí, pensé, lo sé, pensó, en un solo lugar, como los robles, pensó, con raíces que se aferren a ti, pensé, pues aférrate, pensó, tu cintura ya se ha puesto azul, pensé, no importa, pensó, te quiero, pensé, entonces viviremos así, pensó, así no se puede vivir, pensé, sólo así merece la pena, pensó, siento miedo por ti, pensé, ya no hay nada que temer en mi caso, pensó, lo pienso, pensé, ya amanece, pensó, en vano llevas un mes callando, pensé, has de marcharte, pensó, tienes más miedo tú que yo, pensé, no es cierto, pensó, pues sí, pensé, en serio, has de irte, que en seguida se despertará, pensó, ya lo sé, pensé, pues ve, pensó, y a besos quitó de mi frente el sudor de la delicia."
Me gustaría deciros que todo en este libro es igual de hermoso que este trocito pero no es así. O sí, tal vez sí, tal vez sea hermoso, lo que no es es limpio. Todo en este libro es decadente, como los muebles de ese piso-mausoleo, como el decrépito cuerpo de esa madre enajenada y encerrada aunque a veces aún deja entrever la bella mujer que fue, como la atmósfera que lo impregna todo.

Tea time. Fotografía de francois schnell

Estamos en Hungría, en los años del fin del comunismo, y ese ambiente de opresión, de no poder tomar las riendas de la vida, se mimetiza a la perfección con esta historia. Actúa como telón de fondo, como un escenario de excepción para todos los personajes, principales pero también secundarios que nos dejan en ocasiones maravillosas microhistorias. O no, tal vez no, tal vez Attila Bartis, magnífico guionista y brillante director de escena, juegue a contarnos con sus personajes la historia reciente de su país de adopción. Un país en el que hubo años de muertos en vida, de silencios, de autoengaños, de no ver más salida que los objetos afilados, léase hoja de afeitar, léase cuerda de violín, no importa, cualquiera lo suficientemente incisivo como para producir un corte de cuajo, la única vía de escape cuando los tentáculos aprietan tanto que no dejan aire para respirar, cuando están tan enredados que ya no se pueden desenmarañar.
"-Mira, seguirás vivo mientras puedas mentir sin pestañear a la cara de cualquiera. Y si ya no puedes, vas y coges la hoja de afeitar.-Es una tontería.-Escucha, en todo este cementerio no encontrarás ni un solo cadáver que no viviera como candidato potencial al suicidio. Lo que pasa es que entretanto te apareció un cáncer, un bombardeo o una debilidad senil. Y no tuviste tiempo para mentir la dosis entera que te correspondía y sentir asco de ti mismo."
Mentir a los demás no es más que mentirse a uno mismo y, cuando uno ya no es capaz de creerse sus propias mentiras, es cuando llega el sentimiento de culpa, el asco por uno mismo, la náusea que produce el vómito cuyo olor lo impregna todo, olor que produce otra arcada-eslabón de esa cadena infinita. Así vive nuestro protagonista, sin atisbar otra salida que la violencia como catarsis, como una locura de expiación que inicia una nueva culpa. Y, sin embargo, no nos repugna la visión de ese deplorable espectáculo, al contrario. Hay algo en él que, al igual que esa calma del título, transmite serenidad; hay algo en él de purificador.
Sabéis de mi predilección y especial debilidad por los autores que son capaces de extraer belleza de lo más sórdido. Attila Bartis, sin duda, es uno de ellos. Todo fluye en su prosa, nada es forzado y, a la vez, es preciso, exacto, majestuoso y con un toque de ensoñación. Algo que nos adormece pero que, en lugar de llevarnos a la pesadilla en la que viven instalados sus personajes, produce en nosotros un efecto reparador. El escritor rumano pule y pule dando brillo y lustre a su historia y despojando a sus personajes de todo lo superfluo, desnudándolos cual niños recién nacidos o ancianos moribundos en los cuales el llanto a la vida y el último suspiro se funden en un único alarido. Alegría y tristeza, miedo y esperanza, placer y dolor, dos caras de un todo indivisible. Será que no se puede sentir uno sin lo otro, será que tiene que existir lo otro para que exista lo uno, el caso es que en el frenesí de la vida ambos extremos se tocan y es, de ese punto álgido de autenticidad, del que se desprende la belleza. Tal vez por eso esa belleza sea  tan fácil de confundir, tan cercana a equivocar; qué alivio saber que alguien conoce las palabras que la vienen a dignificar.
"...y después del gemido del animal herido ya tenía la sensación de que el suplicio se ve obligado a convivir con el placer. Que el placer es, en el fondo, un dolor ennoblecido."

Sometimes the song picks you... Fotografía de Michel Curi


Ficha del libro:
Título: La calma
Autor: Attila Bartis
Traductor: Adan Kovacsis
Editorial: Acantilado
Año de publicación: 2003
Nº de páginas: 336
ISBN: 978-84-96136-16-8