Hace unos cuantos días, en la entrada del desplome del aire acondicionado hice una vaga referencia a una camisa de infausto recuerdo.
Creo que ha llegado la hora de relatar la historia.
Todos tenemos un lado oscuro y cuando somos jóvenes e impetuosos ese lado está a pleno rendimiento, menos mal que la vida se encarga de domesticarlo.
Ya es conocida por todos ustedes la tendencia del Consorte a la conservación indefinida de las cosas. Esta tendencia abarca también a las prendas de vestir. No importa lo viejas ó deterioradas que estén, las manchas que coleccionen, no importa que hayan caído en desuso ó que no puedan jamás enmarcarse en la categoría “vintage”, porque simplemente son viejas, él se resiste a desprenderse de ellas.
Hace muuuuchos, muchos años, cuando éramos jóvenes e impetuosos, el Consorte viajaba sin descanso alrededor del mundo, así que yo me pasaba la mitad del tiempo lavando ropa y haciendo maletas.
Un día vi que había una gran cantidad de camisas que estaban realmente deterioradas y que tenían que ser sustituidas. Salí y le compré las suficientes para que se pudieran desechar las que peor estaban.
Por supuesto, cuando se lo comenté, tuve que hacer acopio de toda mi habilidad dialéctica para convencerlo de que no podíamos guardar en aquellos pequeños armarios de nuestro apartamento en Madrid, aquel arsenal de camisas nuevas y viejas.
Al final se avino a despojarse de aquellas que estaban en peor estado, pero haciendo una salvedad muy clara:
“Tira las que te dé la gana, menos la color vino con rayitas beige. Que esa me la compré en Rodeo Drive en rebajas y me encanta”
Él se marchó al día siguiente a Roma y yo me quedé en Madrid haciendo limpieza de armarios. Empecé a meter en una enorme bolsa todas las camisas para tirar y al llegar a la famosa de rayitas beige, hice memoria de la última vez que se la había visto puesta y la cosa se iba hasta hacía cinco años atrás.
Hay que decir que el Consorte tiene y siempre ha tenido MUCHAS camisas. Cuando digo muchas son muchas. Así que inmediatamente pensé:
-Bah, ésta no se la vuelve a poner en la vida, es puro sentimentalismo, además aquí es imposible que la encuentre entre esta cantidad infernal de ropa.
Dolega procedió a meter la camisa en la bolsa con el resto de las condenadas a la extinción y tirarla a la basura.
En aquel entonces en Madrid no existían los contenedores de ropa y en nuestro edificio había en cada planta una especie de tolva donde uno echaba las bolsas de basura, que acababan en unos enormes contenedores en los sótanos del edificio.
Dolega se olvidó del asunto hasta que dos semanas después, un domingo de esos tontos en que decides salir con la niña al parque y tu marido dice aquello de: “Venga, que os acompaño”
-¿Dolega, dónde está mi camisa color vino con rayitas beige, la que me compré en rodeo Drive?
Ya, ya sé que es la Ley de Murphy. Hacía cinco años que no se la ponía, que encima estaba hecha una mierda, pero ese domingo se había acordado de ella.
Vale. Hoy en día, con toda seguridad, hubiera contestado “La tiré, para que mentirte” y hubiera aguantado estoicamente el chaparrón de “claro, siempre haces lo que te da la gana, te da lo mismo lo que piense, a ti que te molesta una maldita camisa de más, etc, etc…”
Pero en aquella época era joven, muy joven e impulsiva y no solo me gustaban las cosas difíciles, sino que disfrutaba con el triple salto mortal invertido con doble tirabuzón y sin red.
¿Así que qué fue lo que dije?
-Te la metí para el viaje a Roma. Me dijiste que te metiera algo de sport, por si querías salir a dar una vuelta alguna noche.
-¿Esa camisa? Esa no estaba en la maleta en Roma. Te equivocas.
Mientras ocurría esta conversación el Consorte miraba una por una sus infinitas camisas en su armario…
-Me lo vas a decir a mí, lo recuerdo perfectamente. Te la metí en el fondo de la maleta, debajo del traje gris.
-Que no Dolega, que no. Recuerdo perfectamente cuando deshice la maleta y esa no estaba.
Había terminado el recuento pormenorizado de las camisas del armario…
-¿No me la habrás tirado, verdad?
Fue mi última oportunidad de quedar bien con mi karma y no desafiar a la suerte, pero al ver que la cosa tomaba unos derroteros peligrosos, decidí hacer bueno el refrán aquel que dice: “No hay mejor defensa que un buen ataque”.
-¡¡¡Cómo que no está la camisa!!! ¡Dónde has perdido la camisa!
¡¡¡Dónde has estado tú en Roma para perder la camisa!!! Porque me acuerdo perfectamente que la metí en la maleta, así que ya estás diciendo porqué no ha vuelto la maldita camisa.
El Consorte se defendió como gato panza arriba, diciendo una y otra vez que él no la había perdido porque nunca estuvo en la maleta. Que él no había ido a ningún sitio a quitarse una camisa que él no había llevado.
A base de puro insistir, la duda de que a lo mejor se había quedado en el hotel, a pesar de no recordar que la había sacado de la maleta, empezó a calar en él, pero tal era su convencimiento que al día siguiente llamó al hotel a ver si la habían encontrado.
El caso es que la maniobra de distracción surtió efecto y la cosa quedó en que yo decía que “vaya usted a saber dónde has perdido la camisa en Roma” y en que él decía que jamás había llegado la camisa a Roma, pero no se volvió a hablar más del tema y se dio por perdida definitivamente.
Al cabo de un año, más ó menos salimos a cenar con unos amigos que vivían en la misma planta que nosotros. Habíamos ido a un restaurante cercano y veníamos los cuatro vacilando, con dos copas de más a las tres de la mañana por la calle Orense de Madrid.
De repente, bajo las farolas de la acera e inclinado en una de las papeleras que había colgada de ellas, veo a un hombre mayor rebuscando.
-¡¡Oye esa camisa es mía!!
Grita el Consorte. Yo enfoco la camisa del hombre y no doy crédito a lo que veo: Allí estaba ese mendigo con la camisa color vino con rayitas beige adquirida en Rodeo Drive. Seguro había llegado a sus manos la bolsa con más de diez camisas y a él esa noche se le había emperejilado ponerse esa. Así es el karma…
A mí me empiezan a temblar las piernas mientras el Consorte se dirige al hombre, gritándole como un energúmeno:
-¡¡¡¡Ehhhhh, Ehhhhh, esa camisa es mía, me la compré en california, venga aquí!!!!
El hombre que ve que se le viene encima aquel tío, empieza a correr calle Orense adelante mientras mira hacia atrás para asegurarse de que el Consorte no lo alcance. Mientras tanto yo estoy llorando de risa parada en la calle junto a mis amigos.
El ataque de risa era producto un 20% de las copas de más que llevaba en el cuerpo y un 80% del ataque de nervios que me estaba entrando.
-¡¡¡Ehhhh no corra, no corra, venga aquí!!!
Seguía gritando mientras corría detrás del mendigo. De repente el Consorte se para en seco, aprieta los puños, se gira y me mira fijamente a los ojos. Yo estoy con las manos en la cara y lágrimas en los ojos de risa y de nervios.
-¡¡¡Así que la había perdido en Roma!!!
¡¡¡Así que me había ido de juerga y la había dejado “quién sabe dónde” en roma!!!
Gritaba a pleno pulmón por la acera mientras venía hacia mí sin dejar de mirarme.
A estas alturas de la película nuestros amigos flipaban porque no sabían qué demonios estaba pasando, así que nos tuvimos que ir a uno de esos locales que abren hasta más tarde a contarles la historia y yo a pedir perdón de rodillas en un tugurio con una alfombra roja que tenía unas enormes manchas que no quiero pensar de que eran.
A partir de ese día me convencí de que no estoy hecha para la mentira y a día de hoy, todavía tengo que aguantar esta historia como prueba de mi poca fiabilidad a la hora hablar de que no he tirado cosas.