La campana de cristal - Sylvia Plath

Publicado el 27 abril 2020 por Elpajaroverde
«-¿Recuerdas -le dije- la vez en que viniste en autoestop conmigo hasta el colegio después de aquella función de teatro?
-Lo recuerdo.
-¿Recuerdas cómo me preguntaste dónde me gustaría vivir, si en el campo o en la ciudad?
-Y tú dijiste...
-Yo te dije que quería vivir en el campo, y en la ciudad también.
Buddy asintió.
-Y tú -continué con una repentina fuerza- reíste y dijiste que yo tenía el perfecto síndrome de una verdadera neurótica, que la pregunta provenía de un cuestionario de la clase de psicología de aquella semana.
La sonrisa de Buddy empezó a apagarse.
-Bien; tenías razón.
[...]
Si ser neurótica es decir dos cosas mutuamente excluyentes en el mismo momento, entonces soy endemoniadamente neurótica. Estaré volando de una a otra cosa mutuamente excluyente durante el resto de mi vida».
Neurosis aparte, es hermoso el anterior pensamiento. El solo hecho de poder volar de una cosa a otra implica liberación. No es pensable una campana de cristal sobre quien vuela.
Es Esther Greenwood quien mantiene esa conversación con Buddy, su ya no sé si seguir calificando de novio en ese momento en el que se produce la rememoración de ese viaje en autostop. Es a Sylvia Plath, sin embargo, a la que oigo, a la que imagino, a la que siento. Me ha ocurrido así a lo largo de toda esta novela.
Esther Greenwood se sienta fuera de su casa en Boston y comienza a escribir una novela. La protagonista se llama Elaine y a Esther le gusta ese nombre porque tiene seis letras como el suyo y porque Elaine es como su alter ego literario. Pero Esther apenas consigue avanzar en su novela. Siente que necesita más experiencia para escribir.
Esther Greenwood tiene una especie de nombre de guerra. Quién no ha usado esa treta en algún momento en su juventud. Un falso nombre que surge de nuestros labios cuando, por ejemplo, en una salida nocturna con amigas un desconocido se nos acerca e inquiere cómo llamarnos. El juego de no ser uno; tal vez de ser esa versión de nosotros mismos que no nos atrevemos a ser. Elly Higginbottom, brota de los labios de Esther.
Sylvia Plath escribe una novela sobre su juventud, sobre su primera gran depresión y su primer intento de suicidio y se hace llamar en ella Esther Greenwood, así cómo cambia nombres de personajes y lugares.
Qué importan los nombres, me digo. Qué importa dónde termina la realidad y comienza la ficción, menos aún cuando tantas veces la ficción permite desempañar mejor que la realidad esa campana de cristal que nos cubre.
La campana de cristal es una novela autobiográfica. Y no sé si es el hecho de saberlo y de tenerlo tan asumido o aquel otro de que el nombre de su protagonista tarde en salir y se pronuncie pocas veces el responsable de que las seis letras del nombre de Esther se difuminen y se conviertan para mí en las de Sylvia. Yo solo veo a Sylvia. Solo puedo imaginar su rostro, su cabello, su mirada. Solo puedo sentir a Sylvia y comprender sus sentimientos y morirme de pena e impotencia por no poder levantar la campana de cristal que la aprisiona.
Es demoledor saber real aun tamizado por la literatura todo lo que se narra en esta novela pero sería injusto reducir su valor tan solo a lo testimonial. La campana de cristal se publicó por primera vez bajo seudónimo en 1963, poco antes de la muerte de su autora. No fue demasiado bien apreciada y fue catalogada como literatura para adolescentes, cayendo en ese error a veces tan común de reducir a eso los libros con protagonistas de cierta edad. Afortunadamente, con los años se ha ido enmendando esa primera impresión, pues esta novela no solo cuenta las idas y vueltas de una muchacha de diecinueve años, sino que retrata la experiencia de una enferma mental y la situación de los sanatorios mentales en los primeros años cincuenta del pasado siglo, amén de plasmar la realidad de las mujeres en un lugar y una época. Todo ello, además, con una incuestionable calidad literaria y cargado de potentes imágenes pues, quien es poeta, es poeta escribiendo en verso o en prosa. Plath es considerada una de las máximas exponentes de la poesía confesional y ese tono íntimo también lo imprime a esta novela.
La novela no comienza con el diálogo con el que abro esta reseña. Tampoco en Boston, en la casa en que la joven Esther vive con su madre y en el verano en el que se le cruza por la mente escribir una novela. La novela comienza justo antes de ese verano en Nueva York, donde Esther, que ha recibido una beca, se encuentra colaborando en una revista femenina. Esther acude con otras jovencitas también becadas a multitud de actividades a las que han sido invitadas y comparte hotel con ellas. Se trata de un hotel solo para chicas. Supongo que esto era así porque, como nos cuenta Esther, «cuando yo tenía diecinueve años, la pureza era el gran tema». Así que las chicas (por muy becadas y buenas estudiantes que sean) tienen que preservar su pureza para ser dignas de la pureza de ese hombre que las aguarda (tantas buenas calificaciones para no ejercer más profesión que la de esposa, madre y ama de casa) y que probablemente no se haya molestado en conservar su propia pureza para ellas.
«Me subí a la mesa de reconocimiento pensando: «Estoy trepando hacia la libertad, libertad del temor, libertad de no casarme con la persona inadecuada [...] sólo a causa del sexo; libertad de los Hogares Florence Cretteden, adonde van todas las muchachas pobres que debieron haber sido ayudadas como yo, porque lo que hicieron, lo harían de todas maneras, sin hacer caso...
[...]
Había aprovechado bien mi permiso para ir de compras, pensé. Era dueña de mí misma».
A Esther le incomoda esa hipocresía. Ella quiere empaparse de Nueva York y beberse la vida a grandes sorbos pero, ya desde las primeras páginas, se percibe su incapacidad para encajar en el mundo.
«El silencio me deprimía. No era realmente el silencio. Era mi propio silencio.Sabía perfectamente que los coches hacían ruido y la gente que iba dentro de ellos y la que estaba detrás de las ventanas iluminadas de los edificios hacía ruido, y el ruido hacía ruido, pero yo no oía nada. La ciudad colgaba en mi ventana, chata como un cartel, brillando y titilando, pero muy bien podía no haber estado allí, por lo que a mí concernía».

Shadow's shadow, fotografía de Robert Couse-Baker
«I thought the most beautiful thing in the world must be a shadow» - Sylvia Plath, The Bell Jar


Ya de regreso a su Boston natal tendrá que enfrentar un verano que será un punto de inflexión en su vida. Esther siempre ha sido una estudiante brillante. Le espera un futuro prometedor en la universidad. Ella solo sabe (y quiere) estudiar, leer y escribir. Se siente inútil respecto a cualquier otra actividad y renuente a aprender cualquier cosa destinada a un oficio que no se vea realizando. Le asusta pensar en el fin de su época de estudiante. Lo quiere todo y a la vez no se ve capaz de nada.
«Me vi a mí misma sentada en la bifurcación de ese árbol de higos, muriéndome de hambre sólo porque no podía decidir cuál de los higos escoger. Quería todos y cada uno de ellos, pero elegir uno significaba perder el resto, y, mientras yo estaba allí sentada, incapaz de decidirme, los higos empezaron a arrugarse y a tornarse negros y, uno por uno, cayeron al suelo, a mis pies».
Esther no es aceptada en un curso de escritura en el que había solicitado participar y que «se había extendido ante mí como un seguro, brillante puente sobre el sombrío golfo del verano. Ahora lo veía tambalearse y disolverse, y un cuerpo con una blusa blanca y una falda verde se precipitó al vacío». Si es el desencadenante ese rechazo de la depresión que comienza a carcomerla no lo sabemos a ciencia cierta. Si llevaba tiempo latente en ella, tampoco se puede dilucidar con certeza. Esther nos dirá: «pensé en lo extraño que era el que nunca se me hubiera ocurrido que sólo había sido puramente feliz hasta cumplir los nueve años». Yo pienso en que a esa edad Sylvia Plath perdió a su padre, pero lo que verdaderamente ocupa mi pensamiento es acompañar a esa Esther-Sylvia vestida con blusa blanca y falda verde por su espiral de caída o, quizás sería mejor decir, por su parálisis.
«Vi los años de mi vida dispuestos a lo largo de una carretera como postes telefónicos, unidos por medio de alambres. Conté uno, dos, tres... diecinueve postes telefónicos, y luego los alambres pendían en el espacio y por mucho que lo intentara no podía ver un solo poste más después del decimonoveno».
Esther no come, no duerme, no lee. Comer y dormir lo haría en algún momento, pues nadie puede sobrevivir tras cierto período de tiempo sin lo uno ni lo otro. Respecto a lo de leer, tal vez tuviera razón y solo fuera capaz de leer y retener cualquier cosa referente a gente loca como ella. «El pensamiento de que podía matarme cobraba forma en mi mente fríamente, como un árbol o una flor» y en cada rama e inflorescencia que una situación común le presentaba ella veía una salida y un fin. Se frustraba con esa resistencia, ese instinto de supervivencia del cuerpo, y quería burlarlo pues sabía grave su estado y no quería ir descendiendo en el escalafón de los sanatorios mentales, ni lastrar la economía familiar, ni soportar la mirada de las cada vez menos comunes visitas buscando en ella los restos de su yo anterior, ni enfrentarse al olvido definitivo, pues «cuanto más incurable se vuelve, más lejos lo esconden a uno».
Sí, yo acompaño a Esther-Sylvia por el tránsito de ese año de su vida que nos cuenta, por sus idas atrás en el tiempo, por su narración a veces confusa. Le aferro la mano pero ella no lo aprecia porque se siente sola. Me gustaría tirar de ella y elevarla nuevamente a la superficie. Quisiera levantar su campana de cristal y oxigenarla
«¿Qué había en nosotras, en Belsize, que fuera tan diferente de las muchachas que jugaban bridge, chismorreaban y estudiaban en la universidad a la cual yo iba a regresar? Esas muchachas también estaban bajo campanas de cristal de cierta clase».

The silence depressed me, fotografía de Alex Apprich
«The silence depressed me. It wasn't the silence of silence. It was may own silence». - Sylvia Plath, The Bell Jar


¿Qué hay en Esther tan diferente a cualquier chica de diecinueve años que se adentra con miedo en la edad adulta? ¿qué tan diferente a cualquier mujer que reivindique vivir más allá del determinismo social?
Entre las pocas cosas que Esther es capaz de leer está la sección de sucesos del periódico. Allí se encuentra con la noticia de una muchacha muerta. Estrella sucumbe al cabo de sesenta y ocho horas en coma, reza el titular. Esther busca en su bolso una instantánea que se ha tomado esa misma mañana. La compara con la fotografía de la muchacha muerta que ofrece el noticiero. Sus ojos, abiertos; los de la chica, cerrados. Pero Esther sabía «que si los ojos de la muchacha muerta estuvieran completamente abiertos, mirarían hacia mí con la misma muerta, negra, vacía expresión que los ojos de la instantánea». 
Busco en Google fotografías de Sylvia Plath a pesar de que ya conozco su rostro. Descarto aquellas en las que está sonriendo o se la ve feliz. No necesito ir en busca de ninguna mía. Sé de varias fotografías tomadas en mi adolescencia en las que aparezco con la misma mirada triste y perdida. No quiero pensar en alguna más reciente. Me pregunto: ¿dónde está la frágil barrera que nos sostiene, que separa la cordura de la locura?
Belsize es el sanatorio mental ficticio en el que internan a Esther. En donde Sylvia estuvo internada fue en el Hospital McLean de Boston. Acerca de esta institución, de Plath y de algún otro ilustre literato he encontrado casualmente un artículo aunque no muy reciente sí que muy interesante que podéis leer aquí.
La vida de Sylvia continuó más allá de lo relatado en este libro como es bien sabido (y como es evidente pues de lo contrario no habría podido escribirlo). Y con ella la campana de cristal que siempre pendió sobre la poeta y que varios años después la asfixió definitivamente.
«Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla.
Una pesadilla. Yo lo recordaba todo. Recordaba los cadáveres y a Doreen, y la historia de la higuera y el diamante de Marco y el marinero en el parque y la enfermera de ojos estrábicos del doctor Gordon y los termómetros rotos y el negro con sus dos clases de judías y los diez kilos que engordé por la insulina y la roca que se combaba entre el cielo y el mar como una calavera gris. Quizás el olvido, como una bondadosa nieve, los entumeciera y los cubriera. Pero eran parte de mí. Eran mi paisaje».
 
«Pero no estaba segura. No estaba segura en absoluto. ¿Cómo podría yo saber si algún día en la universidad, en Europa, en algún lugar, en cualquier lugar, la campana de cristal con sus asfixiantes distorsiones, no volvería a descender?»

Breathing Symphony, fotografía de Crow
«I took a deep breath and listened to the old brag of may heart. I am, I am, I am». - Sylvia Plath, The Bell Jar


Ficha del libro:
Título: La campana de cristal
Autora: Sylvia Plath
Traductora: Elena Rius
Editorial: Edhasa
Año de publicación: 2012
Nº de páginas: 383
ISBN: 978-84-350-1956-9
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