Seis años después de optar al Oscar al mejor film animado por El secreto del libro de Kells (2009), Tomm Moore volvió a estar nominado en la misma categoría por la continuación de dicho film: La canción del mar (2015), película en la que el genial director irlandés buscó inspiración nuevamente en la mitología irlandesa. En esta ocasión, el que muchos califican como el sucesor de Hayao Miyazaki -y más especialmente desde la retirada del maestro japonés-, recurre a la leyenda celta de los selkies o, lo que es lo mismo, focas que se transformaban en mujeres de gran belleza para poder vivir entre humanos, ocultando previamente su piel cerca del mar, entre las rocas. La nueva obra de Moore es un auténtico recital de buen gusto, sensibilidad y animación a la vieja usanza capaz de engatusar por igual a grandes y pequeños: ambos quedarán hipnotizados por igual ante una obra que admite tantas lecturas como visionados.
La historia de La canción del mar gira en torno a dos hermanos que son enviados a vivir con su abuela tras la muerte de su madre. Una vez deciden volver a casa, el camino se convierte en toda una aventura en la que Ben intentará abrirse paso a través de las leyendas que le narraba su madre y las extraordinarias habilidades de su hermana Saoirse, una selkie cuyo canto es capaz de acabar con la maldición de la Bruja de los Búhos que ha convertido en rocas a las criaturas mágicas con el fin de evitarles el sufrimiento. Película rebosante de encanto y con un maniático placer por el detalle, La canción del mar conquista principalmente por su sistema de animación tradicional. Dibujos hechos a mano, al más puro estilo artesanal, que abrazan la mayor cantidad de belleza que seamos capaces de imaginar, y siempre realzados por una conmovedora y evocadora música de gran elegancia instrumental. Obra maestra de la animación que no tiene nada que envidiar a ninguna de las joyas que ha alumbrado Pixar en los últimos años, llámense Toy-Story 3 (2010) o Wall-E (2008).
Más allá de su ingente cantidad de metáforas y de aglutinar muchos de los temas de cabecera de Miyazaki como el amor por la naturaleza –en las estampas de sus paisajes la película alcanza sus mayores cotas de belleza y preciosismo-, la importancia de la familia, el sobreponerse a los miedos o a la pérdida o la propia fascinación por la mitología -razones, todas, por las cuales su fisonomía resultará reconocible para los fans del máximo responsable de Mi vecino Totoro (1988) o El castillo ambulante (2004)-, lo que hace grande La canción del mar es la férrea voluntad de su autor por salirse de las normas impuestas del mercado. Moore vuelve a romper con los, de alguna manera, parámetros establecidos y sorprende con una película que es en sí todo un torrente de libertad artística, por mucho que el resultado sea, a todas luces, comercialmente suicida. En los tiempos que corren se agradecen rarezas como esta, en las que un autor no se doblegue ante la tiranía del mercado o las condiciones impuestas por los grandes estudios y dirija el proyecto que desee, más allá de la rentabilidad del mismo.
A pesar de que adolece de algún que otro tramo arrítmico y que su acción podrían haberse condensado en media hora menos de metraje, estamos ante una película recomendada para aquellos que quieran dejarse sorprender por un espectáculo mágico, evocador y místico compuesto por unos fotogramas magistralmente coloreados, llenos de tonalidades y trazos sencillos capaces de hacer recuperar la fe incluso al más escéptico con el cine de animación. Al final el espectador, con lágrimas en los ojos, agradecerá haber disfrutado de una fábula que, en última instancia, encierra un demoledor mensaje: nunca hay que reprimir los sentimientos.