Por Lic. Alejandro Marcó del Pont
Una plutocracia compró los mecanismos del Estado para perpetuar una era de privilegios feudales (El Tábano Economista)
La imagen de los multimillonarios conspirando en una sala oscura es un simplismo que oculta una realidad mucho más insidiosa y poderosa. Ellos no necesitan manejar los Estados desde las sombras porque, simplemente, han logrado algo más profundo y duradero: ejercen una influencia sistémica, estructural, sobre las propias reglas del juego económico y político.
Su poder no reside en violar las normas, sino en escribirlas. Esta captura del Estado, un fenómeno documentado y no una mera teoría de la conspiración, permite a las corporaciones y a los magnates que las controlan financiar candidatos para influir directamente en la composición misma de los gobiernos, obteniendo a cambio un acceso privilegiado y constante a los procesos ejecutivos, legislativos, judicial y regulatorios.
Para comprender la magnitud de este fenómeno es imperativo comenzar por el principio, por el flujo de capital que lubrica toda la maquinaria. Los multimillonarios siguen inundando la democracia estadounidense, y por extensión la de muchos otros países, con un diluvio de dinero que convierte la igualdad política formal en una farsa. Un dato, frío y elocuente, basta para ilustrarlo: tan solo 100 familias en los Estados Unidos han invertido una cifra récord de 2.600 millones de dólares en las elecciones federales de 2024, lo que representa uno de cada seis dólares gastados en total.
Esta astronómica cifra duplica la cantidad donada por los multimillonarios estadounidenses en las elecciones presidenciales de 2020. Y representa un aumento de casi 160 veces en el gasto político desde que la infame ley Citizens United de la Corte Suprema de 2010 abrió las compuertas al permitir las donaciones ilimitadas a las campañas, equiparando el dinero con la libertad de expresión y transformando la política en un mercado de influencias.
El caso de Elon Musk es paradigmático: se erigió en el mayor inversionista político del ciclo electoral de 2024, aportando más de 278 millones de dólares a candidatos republicanos, casi la totalidad en apoyo directo a la reelección presidencial de Donald Trump. Es conmovedor notar que sus contribuciones de campaña fueron cuatro veces superiores a lo que Musk pagó anualmente en impuestos federales sobre la renta entre 2013 y 2018, un dato que encapsula a la perfección la perversa ecuación del poder contemporáneo: la influencia política se compra con lo que se ahorra en impuestos.
La conquista del Estado no es, insistimos, una fantasía conspirativa; es un fenómeno estudiado y denominado "captura regulatoria", un proceso donde los medios de difusión, cada vez más concentrados, y las redes sociales, controladas por estos mismos intereses, tienen el dominio casi absoluto de la narrativa pública. Los laboratorios de ideas (Think Tanks), generosamente financiados por estas élites producen un flujo constante de investigaciones seudocientíficas que legitiman políticas favorables a los ricos —como rebajas de impuestos para las grandes corporaciones o la desregulación de sectores claves—, presentándolas ante la opinión pública como medidas "técnicamente necesarias" para el crecimiento económico, un mantra que esconde una transferencia masiva de recursos hacia arriba.
El botín para los aportantes se materializa en un catálogo de privilegios: la creación de leyes impositivas favorables, es decir, un código tributario deliberadamente complejo y plagado de exenciones, créditos y deducciones para los ingresos del capital, que tributan a tipos mucho menores que el trabajo asalariado; la imposición de leyes laborales favorables al capital, presionando contra el aumento del salario mínimo federal, debilitando los derechos de sindicalización y facilitando la clasificación fraudulenta de los trabajadores como "contratistas independientes" para eludir sus obligaciones; la omisión sistemática de regulaciones, desmantelando metódicamente las normas ambientales, financieras o de seguridad que se consideran "barreras" para los negocios; el afianzamiento de monopolios y oligopolios mediante el debilitamiento estratégico de las agencias antimonopolio, asegurándose que las leyes de competencia no se apliquen con rigor.
Facilitar la evasión fiscal y la falta de control sobre los paraísos fiscales, permitiendo que la riqueza se oculte en jurisdicciones opacas; el aumento de su colonialismo en la cadena de suministros, utilizando su poder de negociación y la deslocalización para explotar mano de obra barata y normas ambientales laxas en países en desarrollo; la privatización de servicios públicos esenciales, presionando para que servicios estatales como la salud, las prisiones, el agua y la educación se subcontrasten a empresas con fines de lucro, transformando derechos ciudadanos en oportunidades de negocio; la influencia directa en la política exterior y militar, donde las industrias de defensa y energía tienen un interés directo en las decisiones de guerra y paz; y, finalmente, la captura del sistema legal a través de la inclusión en los tratados de comercio internacional de cláusulas de Solución de Controversias entre Inversores y Estados (ISDS), que permiten a las corporaciones demandar a los gobiernos soberanos ante tribunales privados si sus políticas, por ejemplo, ambientales o sociales, afectan las ganancias esperadas.
El corazón del debate fiscal moderno ya no se centra solo en los ingresos, sino en cómo abordar la riqueza acumulada y las lagunas legales que permiten estrategias de elusión tan ingeniosas como cínicas. La iniciativa del G20 para gravar a los súper ricos, impulsada con fuerza por la presidencia de Brasil y apoyada por economistas de la talla de Gabriel Zucman, busca precisamente cerrar estas brechas, proponiendo a menudo una tasa mínima del 2 % sobre el patrimonio neto de los individuos más acaudalados. Este acuerdo histórico, aún en gestación, busca contrarrestar la principal dimensión externa de la evasión fiscal: la competencia fiscal depredadora entre países que anima a los súper ricos a trasladar su residencia o sus activos a jurisdicciones con impuestos bajos o nulos, en una carrera hacia el abismo que deja a los Estados sin los recursos necesarios para financiar servicios básicos.
Para gravar la riqueza que ya ha sido concentrada mediante estos mecanismos, el principal instrumento propuesto es el impuesto al patrimonio, también conocido como impuesto a la riqueza o a las grandes fortunas. Se trata de un gravamen anual que se aplica sobre el valor neto total de los activos de una persona, no solo sobre sus ingresos. Su virtud fundamental es que aborda directamente la riqueza acumulada, incluyendo las ganancias no realizadas, es decir, el aumento en el valor de los activos del titular.
En resumen, esta lucha no es solo sobre gravar, sino sobre reequilibrar el poder: detener la concentración que permite a multimillonarios "adueñarse" de los Estados vía el cabildeo. Si gana terreno, podría redefinir la política económica global en 2026.
Lic. Alejandro Marcó del Pont