La cara oscura del "selfie"

Publicado el 14 septiembre 2016 por Germán García Tomás @Prima_lamusica
Tradicionalmente, fotografiarse a sí mismo con una cámara analógica se solía limitar en términos generales a aparecer delante de un paisaje, edificio o monumento, en solitario o acompañado. A la hora de posar, uno intentaba ponerse (cuando no acicalarse) lo mejor posible para evitar salir desmejorado, aunque el fotógrafo tirara varias instantáneas. La cuestión residía siempre en el proceso de revelado, que es donde uno elegía las fotos que más le gustaban y por tanto, las que se llevaba a casa.

No se estilaba demasiado eso de fotografiarse a uno mismo con la cámara delante de su cara, ya que las cámaras de antaño no eran las mucho más manejables, digitales, o mejor aún, los cómodos móviles, de ahora. Por tanto, uno se lo pensaba dos veces antes de tirarse fotos a sí mismo o a otros en posiciones que, a ojos de entonces, eran un tanto descabelladas. Gracias a la era fotográfica digital, que facilita la elección al segundo de las instantáneas que a uno más le agradan, y que decide conservar o no en su memoria de almacenamiento o transferir a su ordenador o tablet, hoy en día nos hacemos fotos como churros, siempre y en todo momento, con cualquier excusa u ocasión y con diferentes compañías para inmortalizar momentos que consideramos únicos (ya no hace falta que sea la típica pandilla de amigos o la familia feliz, hasta en el mismo trabajo nos hacemos fotos de forma ociosa).
Y es el selfie, o la autofoto, para entendernos en español (que el anglicismo posee una connotación muy ególatra), el tipo de foto que más abunda hoy en cualquier tipo de contextos sociales, desde la reunión callejera de amigos hasta el que se fotografía tirándose con paracaídas mientras desciende de los cielos, antes o después de habérselo abierto. Porque osados los hay a puñados, y me explico.
Es precisamente ese uso reiterativo y abusivo del selfie el que, como ocurre con lo que decía del Pokemon Go, puede llegar a producir auténticas tragedias por la peligrosidad y el riesgo de las situaciones donde se toman, como aquel ciudadano que se tira un selfie con un tornado a escasos metros detrás, otro que se tira fotos delante de animales salvajes peligrosos para el ser humano, uno que se fotografía apuntándose a la cabeza con una pistola cargada (que al final se le activó, matándolo, por hacerse un lío con los objetos que tenía entre ambas manos), este que lo hace cerca de un tendido eléctrico o aquel otro que se tira la foto encima de la plataforma de una grúa, de un barranco o de un desfiladero, o en suma, de elevadísimas altitudes sin miedo alguno a una pérdida de equilibrio o a una caída libre. Todos los casos, como vemos continuamente en la sección de noticias curiosas de los medios de comunicación, con finales dramáticos por un hecho tan pueril y banal como hacerse una fotografía a uno mismo.
Está muy bien que jovencitas adolescentes despreocupadas no paren de hacerse selfies con ídolos de masas, en conciertos o premières de cine, para luego subirlos a Facebook, Twitter o Instagram, pero esta moda o tipo de ocio social, que como tantas otras provienen de otros países extranjeros, no deben nunca convertirse en un arma de doble filo para jugar al riesgo, a la vida y la muerte, alardeando de valientes, cuando lo único que son es meros inconscientes.