La cárcel del norte del Japón: Abashiri Bangaichi, Teruo Ishii convierte en leyenda a Ken Takakura. El nuevo yakuza eiga de los 60 en la Toei

Publicado el 10 mayo 2011 por Esbilla

 (Abashiri Prison)

Director: Teruo Ishii

1965

Japón

92 min.

Fotografía: Yoshikazu Yamasawa (b/n)

Música: Masao Yagi

Guión: Teruo Ishii & Hajime Itô

Reparto: Ken Takakura, Tetsuro Tamba, Koji Nanbara, Toru Abe, Kunie Tanaka, Kenji Ushio,

En 1965 ni la propia Toei ni ninguno de los responsables directos del proyecto que fue Abashiri Bangaichi se esperaba semejante éxito. Un terremoto taquillero que convirtió aquella minúscula producción en blanco y negro en una interminable saga de 18 entregas, de las cuales 10 consecutivas irían a cargo de su director original, el singular Teruo Ishii, filmadas todas ellas en el transcurso de dos años, entre 1965 (año durante el cual ya se ruedan y estrenan 4) y 1967. Desde luego este estajanovismo de la cámara puede parecer asombroso pero resulta mucho menos si se mira en relación a la carrera del autor. Sin ir más lejos su primer film se fecha en 1957, Amagi shinju: Tengoku ni musubu koi, de la cual nada sé, rueda inmediatamente después el drama pugilístico Ringu no ôja: Eikô no sekai y  cosecha también su primer taquillazo con la entrega inaugural de la serie Super Giant para la

Teruo Ishii

Shintoho (es decir “la joven Toho”) y a la altura de 1965 ya había despachado más de 40 títulos, inclusive algún trabajo para televisión, cambiando en el trayecto de la Shintoho, bruscamente caída en bancarrota en 1961 y desaparecida, por la más poderosa Toei, para la cual trabajaría en similares condiciones de frenesí profesional hasta que a finales de los 60 consiguió una cierta parcela de independencia desde la cual asumir un inmersión indescriptible en el ero-gro (literalmente erotismo grotesco) en títulos como The Joy of Torture (1968), Hell’s Tatooers (1969) u Horror of Malformed Men (1969), entre otros que ya se salen por muchísimo del marco del thriller que establece Abashiri Bangaichi y que amplían una carrera que , vista en su conjunto no puede menos que hacer pensar y resultar válida para trazar un paralelismo nada descabellado con nuestro Jesús Franco, otro ejemplo singular con el cual Ishii comparte una porción de sensibilidad una energía nada despreciable.

Ishii recuerda así su época en la casa para Chris D en el excelente Outlaw masters of japanese films: “Shintoho tenía una filosofía- todo es rapidez. Lo más importante es la rapidez. Lo segundo más importante es la rapidez, todo es rapidez”. (reproducida en Nihon Cine Art)

Y de modo aun más crudo explica como se desarrolló el grueso de su carrera para los hermanos Aguilar en el excelente Yakuza Cinema: Crisantemos y dragones: “En aquella época yo hacía seis o siete películas al año. Debía hacerlas por contrato, quisiera o no. Pero cuando tenía un poco de tiempo libre, el productor me llevaba a un hotel y cerraba la puerta. Y yo debía escribir un guión. El productor me visitaba una vez al día para ver cómo estaba y cuántas páginas había escrito. Cada página que escribía, la cogía y la leía en el acto, delante de mí. No me daba tregua

Había ganado un enorme prestigio en los últimos años de la Shintohogracias una tetralogía llamada hoy “Line Series” y que se constituye a base de un conjunto de thriller con apuntes eróticos centrados en los barrios rojos de las ciudades japonesas, entre detectives, prostitutas, chulos y policías con deje de noir americanizado. A ellas se une su aportación a la fundación del cine de muchacha pandilleras con la saga “Queen Bee” que alterna entre la anteriormente citada y multitud de otro títulos de igual o menor presupuesto, rodados en cuatro días, estrenados para alimentar el frenético

Precioso cartel de la tercera entrega: "Abashiri Bangaichi: Bokyo hen"

ritmo de distribución y protección del efervescente mercado de los 60, repleto de jóvenes trabajadores que emigraban masivamente a las ciudades reclamando su porción de entretenimiento urgente (y progresivamente vicioso).

Cargado de experiencia y con el prestigio de una solvencia a prueba de balas, Ishii es rápidamente enrolado en la Toei, dispuesta a discutir la porción juvenil con el resto de productoras, la fenomenalmente activa Nikkatsu, por ejemplo, a través de su propia filial: la New Toei.Desde ella y también desde la misma Toei una vez la Shintoho desaparezca efectivamente y la existencia de una New Toei se haga redundante,  se comenzará a rodar a destajo un nuevo cine de acción ambientado en la actualidad, el yakuza eiga, que altera levemente el enfoque del género frente al ninkyo eiga, las películas de caballeros que localizaban a sus  anti-héroes a principios del siglo XX o a finales del XIX con miras a potenciar la aureola mítico-romántica del forajido. Pese a que también toco esta variante en Showa kyokakuden (La leyenda de un vagabundo caballeroso de la Era howa, 1963) será el contemporáneo, con sus atracos fallidos, sus traiciones y sus guerras de bandas con inspiración estético conceptual en el thriller norteamericano y aclimatación a los valores, imaginería y mitología del yakuza eiga nipón, el que atraiga al realizador y con el que debute en la productora en 1961 (Hana to Arashi to gyangu , algo así como Flores, tormenta y gángsters), consiguiendo un éxito tal que lo encasillaría de manera prácticamente definitiva durante años, permitiéndose solo leves variaciones, como el yakuza bélico Irezumi totsugekitai (1964, Un tatuado en el batallón de choque) o el carcelario con esta Abashiri Bangaichi.

En la gran mayoría de estos trabajos Teruo Ishii contó con la presencia de un actor promesa de extraordinario carisma y atractivo que escalaba posiciones confeccionándose un arquetipo propio que eclosionaría a partir de esta película: Ken Takakura y el yakuza trágico. Anti-héroe romántico y ejemplar, fiel a un ideal (femenino, de honor,…), parco, honesto y sensible, una suerte de figura épica que respondía a la perfección al físico filiforme y elegante del actor, a sus movimientos felinos y su expresividad mínima pero intensa a su manera. Aún con cierto extra de energía juvenil y desorientación vital ese Ken Takakura como ideal de la masculinidad japonesa ya está en la prisión de Abashiri.

Como queda dicho al principio el film nace desde una premisa sencillísima, promocionar a la estrella, y de acuerdo a una lógica del ahorro (o del escamoteo de medios) típica de la producción b de aquí, de allá y de acullá. Tiempo de filmación reducido al mínimo, dinero justo, de ahí la fotografía en blanco y negro, a la postre uno de las grandes aciertos estéticos de la película que con el éxito de taquilla se perderá en las siguientes partes haciendo aparición el color y, eso si, cierto grado de libertad personal para Ishii desde el mismo guión y una vez comenzado el rodaje. Algo bueno tiene trabajar con cero expectativas y con unos medios tan exiguos que solo con estrenar ya se recupera el coste de la inversión. Todos estos condicionantes unidos a la dureza del clima, el ascetismo de los decorados y la concreción narrativa (formidable el triple fundido encadenado que sobre las marcas de una mesa de cuenta de los veinte días anteriores a la fuga) terminan por conjurarse para formar el núcleo central del interés del film y constituirlo como una pieza de género rocosa, perfecta para los talentos del director, siempre  tosco pero suficientemente creativo y con una carro de experiencia más que suficiente para leer las necesidades de un film. En este caso un tratamiento progresivamente directo y contundente, de una aspereza física que emana del mayor protagonismo que el paisaje y el entorno mismo van ganado en el espléndido tercio final. Aquel que da cuenta de la huida forzosa de Tachibana encadenado al psicopático Gonda a través de una naturaleza hostil. Una solución y una lógica que acercan el film al western, no en vano uno de los género favoritos de Ishii.

No es difícil ver en toda esta espléndida mitad el origen, en una variación más modesta y urgente, de la huida desquiciada de Jon Voigt y Eric Roberts en El tren del infierno (1985), una esplendida pieza de acción dirigida con puro nervio por Andrei Konchalovsky sobre un guión de Akira Kurosawa y sus dos habituales Ryuzo Kikushima e Hideo Oguni (y en el cual luego intervino, entre otros, el gran escritor criminal Edward Bunker). No hay que sumar con demasiado esfuerzo para imaginarse cual pudo ser la inspiración para el maestro o, en una ejercicio algo malsano pero divertido, imaginar, visto el patrón estilístico que ofrece el film de Teruo Ishii, cuales podrían haber sido los derroteros elegidos para ese regreso a la aventura y la acción. Incluso hay en Abashir Bangaichi una modesta anticipación, por una parte el dúo de fugados usará nada menos que un tren para cortar sus cadenas en una angustiosa secuencia y por otra la máquina desbocada del film de Konchalovsky encuentra aquí su modesto antecesor en la vagoneta averiada (no tiene frenos) que los fugados agarran para lanzarse a descender enloquecidamente unos riles congelados y cubiertos de nieve, perseguidos a su vez por un furioso Tetsuro Tamba montado a su vez en otra vagoneta no menos cascada.

Tamba, sólido actor de carácter de físico ambivalente, es el honrado oficial de prisiones amigo del protagonista (ha estado gestionando su libertad condicional y ocupándose de intentar que su madre enferma sea atendida correctamente) que confía en las posibilidaes y deseos de redención del joven y que se siente traicionado cuando este huye y encima ataca a su mujer, lanzándose entonces a cazarle ferozmente pero encontrando nuevamente esa chispa, eses deseo de redención sincero que lo impele a sacrificarse a favor de Gonda, herido, en lugar de huir una vez liberado de las cadenas. Un rasgo simultáneamente muy propio del yakuza eiga y también de esa ética del western antes referida.

Si la parte fuera de la prisión es lo más poderoso del film y donde la dirección deja sus mejores momentos, la narración puramente carcelaria adopta esquemas que nuevamente son mixtura del yakuta eiga y del thriller nortemericano, a los cuales se añade un componente melodramático que por acumulativo termina por resultar casi ridículo, aunque de él dependa la motivación principal del protagonista, luchando entre cumplir su condena, ya agotándose o fugarse para poder ver a su madre enferma. Este tono  abiertamente melodramático y ejemplarizante era el que, al parecer presidía la primera versión de Abashiri Bangaichi realizada en 1959, muy poco antes por lo tanto, por Akinori Matsuo para la Nikkatsu, especializada en el noir por aquel entonces. El propio cineasta ratifica que apenas respetó nada de ese original y que además tuvo permiso para tratar a su gusto el material de Hajime Ito que sirvió como materia prima común.

Los dos tercios que ocupa la narración carcelaria propiamente dicha se reparten entre los muros y los saltos en el tiempo para contar la desgraciada infancia y juventud de Tachibana y su ingreso en el crimen mediante el asesinato del jefe de un clan. Estas salidas al exterior están resueltas de modo muy elegante, mediante una puesta en escena más elaborada, diferente para cada una además, y punteadas por uno de los rasgos más curiosos del film no por menos recurrente en este tipo de ficción japonesa, menos pasmosa: todas ellas están acompañadas por una canción alusiva que el propio Takakura canta con voz doliente. La mejor de todas es aquella que da cuenta del asalto a la casa del clan enemigo ya que le permite a Ishii introducir una iluminación naturalista nocturna muy violenta, combinada con el uso de la cámara en mano, desequilibrada y febril, siguiendo a un Takakura icónicamente cubierto por una gabardina echada sobre los hombros, un tipo de planificación que pronto Kinji Fukasaku llevará al paroxismo. Además se nos ofrece la oportunidad, el placer, de contemplar aunque sea brevemente al actor empuñando la espada, sin duda una de las imágenes más fascinantes que puede ofrecer el cine de género japonés de la década, tal es el grado de identificación del físico de Ken Takakura y el filo de acero, prolongación natural el uno del otro y viceversa.

En cuanto al interior de la cárcel sorprende para bien el tratamiento ajeno al tremendismo y la ausencia de los futuros detalles sádicos tan queridos en el subgénero. El tratamiento es perfectamente seco, muy “de género”, dejando a los guardianes prácticamente como un fondo y transmitiendo bien la dureza del entorno real de la prisión de Abashiri en Hokkaido, la más célebre del país, un equivalente al Alcatraz norteamericano. De este modo los presos y sus psicologías y jerarquías, todo ello expuesto de manera ejemplarmente escueta, centran el interés y dejan secuencias tan brillantes como la presentación de los hombres de la celda comentando sus delitos y alardeando de los años que les han caído hasta que el más anciano de ellos corta las chanzas al revelar que al él todavía le quedan veinte años por cumplir o el intento de fuga que este mismo personaje aborta, revelando además su auténtica personalidad como legendario asesino al que apodan “el que mató a 8 hombres” y que sacrifica su anonimato por salvar el honor del protagonista y la posibilidad de que consiga salir limpio de la cárcel. Un larga y angustiosa secuencia, llena de detalles de puesta en escena y con una fenomenal aprovechamiento de las posibilidades del reducido espacio.

Este personaje interpretado por Kenji Ushio representa al clásico oyabun del yakuza eiga, sabio y venerable, capaz de imponerse sobre los jóvenes y favorecer aquellos en los que ve la capacidad de seguir el camino extremo. El resto de personajes son también la transposición carcelaria de otro tanto arquetipos, desde psicópata nihilista (Koji Nanbara), al jefe finalmente cobarde (Toru Abe), el joven traicionero o el ratero superviviente, aquí el genial Kunie Tanaka con su distintivo rostro de párpados caídos.