La caridad cristiana de monseñor

Publicado el 19 octubre 2015 por Daniel Guerrero Bonet
El cardenal arzobispo de Valencia, monseñor Antonio Cañizares, ungido por el Espíritu Santo, ha alertado a Europa de la “invasión” de refugiados e inmigrantes que intentan acceder a este continente huyendo de la guerra de Siria y de otros países del Cercano Oriente. Y ha cuestionado que la mayor parte de esos refugiados sean “perseguidos”, poniendo en duda su condición de migrantes que intentan escapar de los conflictos bélicos que sufren en sus países de origen. Incluso se ha preguntado en público, durante un desayuno informativo organizado por Fórum Europa, si todos ellos son, en verdad, “trigo limpio”, puesto que, en su opinión, “muy pocos lo son”. El alma compasiva de monseñor, con esa lucidez cristiana que le caracteriza, ha reflexionado del peligro que corren las sociedades europeas y en concreto la española al practicar una acogida de refugiados que pueden actuar como el Caballo de Troya y descristianizar este continente. Se pregunta el obispo de Valencia: ¿Dónde quedará Europa dentro de unos años?
Teme el purpurado príncipe de la Iglesia que entre los refugiados se escondan radicales islamistas que siembren el terror en esta tierra donde reina la paz, la prosperidad y la religión católica. Un argumento esgrimido anteriormente por el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, para justificar la negativa al derecho de asilo que solicitan muchos de esos refugiados y para quejarse de que España tendría dificultades para acoger la cuota de refugiados asignada por Bruselas a nuestro país. Y aunque parezca mentira, ambos ilustres personajes –cardenal y ministro- presumen de profundas convicciones cristianas y morales, a pesar de que con sus actitudes y manifestaciones públicas las contradigan.

Monseñor Cañizares se ha dejado llevar por su ideología, que comparte con la del ministro, en vez de por sus creencias, al olvidar aquellas obras de misericordia, que tanto habrá exhortado desde los púlpitos, de dar de comer al hambriento, de beber al sediento o dar posada al peregrino, etc., cuando ha aconsejado desconfiar y expulsar a los inmigrantes que hoy piden comer, beber y refugio en la cristiana Europa y, concretamente, en España, tierra de María santísima. Su fe, tan conservadora ella, lo ilumina para instar el cierre de fronteras y negar, no sólo el derecho a la vida y la dignidad de todo ser humano, sino también la paliativa caridad con la que se compensa a los que piden justicia y esperanza.
El cardenal valenciano parece haberse quedado anclado en los tiempos del nacionalcatolicismo, cuando aquella Iglesia que él representa bendecía a los vencedores de una guerra civil, contribuía con su silencio a la laminación de los perdedores y paseaba bajo palio a un dictador asesino, pero que otorgó privilegios y prebendas a la religión del régimen, facultándola a catequizar a los niños desde la escuela, del mismo modo que en la actualidad se reintroduce la asignatura obligatoria de religión en el currículo. Monseñor pertenece a esa Iglesia nacional que teme, en su falta de convicción, verse arrinconada por otras culturas, otras religiones, otras gentes, a las que niega lo que predica: el amor al prójimo.
En su desvarío, el arzobispo de Valencia no parece percatarse de contradecir las recomendaciones de su propio “jefe” espiritual y orgánico, el papa de Roma, que pedía predicar con el ejemplo y, ante la magnitud de la presión migratoria, que cada parroquia acogiese a una familia de inmigrantes. Acoger a los perseguidos, por mucho que lo digan las Escrituras o el Vaticano, no le parece conveniente a monseñor, no vaya ser que se infiltre un infiel en Europa. Prefiere centenares de miles de refugiados sin socorrer a que se cuele un presunto yihadista entre ellos. Y, aunque ha matizado sus palabras por el revuelo que han producido, monseñor Cañizares lo hace para quejarse de sufrir un “linchamiento” por parte de quienes lo critican. Su ilustrísima eminencia puede opinar de la inmigración (advirtiendo de su peligro), de la pobreza en España (negando su magnitud), de la corrupción política (minusvalorándola en comparación con el aborto), de la integridad nacional del país (para criticar las ideas independentistas) y de cualquier tema mundano o celestial, con razón o sin razón, pero los demás no pueden contradecirle o discrepar de él. Entonces, sesiente “linchado”.
No es capaz de entender el señor cardenal que, como persona, puede mostrar su opinión libremente, como cualquier ciudadano, pero como miembro de la Iglesia, máxime si es purpurado, sus manifestaciones al menos deberán guardar coherencia con las normas, el pensamiento y la moral de la entidad que representa. Habrá de ser algo más “católico” a la hora de enjuiciar los problemas que aquejan a la Humanidad, sin parcelarla en nacionalismos que condicionan su supuesta “vocación” de servicio y amor al prójimo “urbi et orbe”. Para escuchar opiniones como las suyas, ya nos sobran políticos que se alinean con la manera de pensar del cardenal. Y es que la caridad cristiana de monseñor, propia del Domund, es harto extendida entre los “poderosos”, que no desean que nada cambie, menos aun la tutela religiosa de la sociedad que lo considera a él príncipe de la Iglesia.