Teme el purpurado príncipe de la Iglesia que entre los refugiados se escondan radicales islamistas que siembren el terror en esta tierra donde reina la paz, la prosperidad y la religión católica. Un argumento esgrimido anteriormente por el ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, para justificar la negativa al derecho de asilo que solicitan muchos de esos refugiados y para quejarse de que España tendría dificultades para acoger la cuota de refugiados asignada por Bruselas a nuestro país. Y aunque parezca mentira, ambos ilustres personajes –cardenal y ministro- presumen de profundas convicciones cristianas y morales, a pesar de que con sus actitudes y manifestaciones públicas las contradigan.
El cardenal valenciano parece haberse quedado anclado en los tiempos del nacionalcatolicismo, cuando aquella Iglesia que él representa bendecía a los vencedores de una guerra civil, contribuía con su silencio a la laminación de los perdedores y paseaba bajo palio a un dictador asesino, pero que otorgó privilegios y prebendas a la religión del régimen, facultándola a catequizar a los niños desde la escuela, del mismo modo que en la actualidad se reintroduce la asignatura obligatoria de religión en el currículo. Monseñor pertenece a esa Iglesia nacional que teme, en su falta de convicción, verse arrinconada por otras culturas, otras religiones, otras gentes, a las que niega lo que predica: el amor al prójimo.
No es capaz de entender el señor cardenal que, como persona, puede mostrar su opinión libremente, como cualquier ciudadano, pero como miembro de la Iglesia, máxime si es purpurado, sus manifestaciones al menos deberán guardar coherencia con las normas, el pensamiento y la moral de la entidad que representa. Habrá de ser algo más “católico” a la hora de enjuiciar los problemas que aquejan a la Humanidad, sin parcelarla en nacionalismos que condicionan su supuesta “vocación” de servicio y amor al prójimo “urbi et orbe”. Para escuchar opiniones como las suyas, ya nos sobran políticos que se alinean con la manera de pensar del cardenal. Y es que la caridad cristiana de monseñor, propia del Domund, es harto extendida entre los “poderosos”, que no desean que nada cambie, menos aun la tutela religiosa de la sociedad que lo considera a él príncipe de la Iglesia.