Fotografías Paco Macias Iglesias
Me parece esta una obra de juventud, necesaria además, para entender y para seguir adelante. “La Casa ardiendo” es siempre ese primer amor, sin la necesidad de coincidir con nuestra primera relación. Mi casa también ardió. Fue una sola vez y lo hizo con intensidad. Ahora, creo firmemente en que eso no fue amor. El amor no duele; lo que duele es buscar en el otro lo que nos falta, robárselo sin piedad y creernos que es nuestro. Lo que duele es que la pasión se desvanezca y la persona se vaya, arrancándonos lo que nos habíamos cosido al corazón.
Para mí, lo bonito de esta obra es que trata sobre una relación que cuanto más se besan más se mueren, pero podría ir perfectamente sobre un yonqui y la cocaína. Su amada y desagradecida cocaína.
Toda la obra se sustenta en la música para soportar “tanto amor”, Mercedes Bernal al saxo, Tino Van Der Sman a la guitarra y David Montero poniendo la voz. Ciertamente, se agradece que poco a poco se vayan intercambiando los “soliloquios” por canciones que, no solo son mucho más agradables, si no que nos hacen llegar realmente el texto, y lo que es mucho más importante, la emoción.
Por otra parte, me confieso un enamorado del vestuario, sobretodo del de David Montero, que tiene ese toque poco higiénico; ese traje de padre que sobra por todos lados, la sudadera amarilla que brilla como un sol sobre el verde artificial del jardín… Al final, todo combina porque nada lo hace. Me gusta fantasear, además, con que es su propio armario.
La obra parte desde un “te quiero” algo inesperado. Más adelante, asistimos a una escena que me resulta demasiado familiar; un interrogatorio que va escalando en intensidad conforme él va contestando; que es seguirle el juego. Este interrogatorio parece de lo más paranoico hasta que, al final, él confiesa su infidelidad. En este momento, tengo la sensación de haberme perdido una parte esencial de la obra. ¿Cómo pasamos de la felicidad absoluta a una infidelidad? Algo ha de haber entre medio, algo muy interesante, sin duda.
Para mí, la obra acaba en la penúltima escena, donde se entiende que todo ha muerto irremediablemente para pasar, de la oscuridad más absoluta a la sonrisa amable de Tino Van der Sman con su “de todo se sale”.