La casa de las bellas durmientes - Yasunari Kawabata

Publicado el 20 junio 2017 por Rusta @RustaDevoradora

Edición:Austral, 2013 (trad. M. C.)Páginas:112ISBN:9788496580886Precio:7,95 €Leído en la edición en catalán de Viena, 2007 (trad. Sandra Ruiz y Albert Mas-Griera).
No hace falta decir que el viejo Eguchi, en sus sesenta y siete años de existencia, había pasado más de una noche desagradable con mujeres. Estas, de hecho, eran las más difíciles de olvidar. La fealdad, sin embargo, no se debía al aspecto físico de las mujeres, sino a la infelicidad de sus atormentadas vidas. A su edad, lo último que deseaba Eguchi era añadir a su historial otro episodio como este. Eso lo comenzó a pensar cuando llegó a la fonda. Aunque, de hecho, ¿podía haber algo más desagradable que un viejo durmiendo toda la noche al lado de una chica drogada y dormida? ¿No era, acaso, la máxima expresión de la fealdad de la vejez, lo que había ido a buscar en esa casa?

Erotismo, senectud, memoria. Todo eso forma parte de La casa de las bellas durmientes (1961), una pequeña obra maestra de Yasunari Kawabata (Osaka, 1899 – Zushi, 1972), el primer escritor japonés en recibir el Premio Nobel de Literatura (1968), coetáneo de otros novelistas nipones ilustres como Junichirō Tanizaki, Ryūnosuke Akutagawa, Osamu Dazai y Yukio Mishima. Esta novela breve, probablemente la más conocida de su autor, inspiró, además, el último libro de Gabriel García Márquez, Memoria de mis putas tristes (2004). ¿Qué tiene esta pieza para trascender fronteras, épocas y culturas, qué tiene para mantenerse viva aún hoy? Imágenes perturbadoras, narradas no obstante con un sosiego extraordinario. La pulsión erótica y la muerte, que han estado relacionadas desde la tradición oral. También, de alguna manera, la vejez y la juventud, los opuestos que se repelen y se retroalimentan a la vez. El resultado es un relato inquietante y, sin embargo, hermoso, hermosísimo.La narración —una tercera persona sutil, delicada, contenida— sigue las andanzas de Eguchi, un anciano que acude a la casa de las «bellas durmientes»: chicas narcotizadas y desnudas, plácidamente dormidas en apariencia, con las que los hombres mayores que ya no mantienen relaciones pasan la noche. Ellas nunca se despiertan, y ellos tienen prohibido ir más allá. La estampa resulta grotesca: el viejo decrépito, consciente de que le queda poco tiempo por delante, con su mochila de experiencias, más decepciones que hazañas, ese viejo achacoso yaciendo junto a una muchacha muy joven, todavía virgen, todavía capaz de concebir, de dar vida, todavía con un largo camino por recorrer. Ellos, que necesitan este servicio para recordar su época de esplendor, cuando aún no eran ancianos. Ellas, que lo prestan para tener un futuro, mientras su voz permanece dormida, su identidad oculta bajo el narcótico. Se trata de un juego ambiguo, perverso y al mismo tiempo inocente por la calma del encuentro.La idea del negocio surge de la particular concepción del deseo masculino: por un lado, les recuerda a estos hombres su juventud, su virilidad; por el otro, y en estrecha relación con lo anterior, el hecho de que las chicas estén dormidas les cede autoridad a ellos, es decir, a pesar de la decrepitud no se sienten juguetes en manos de ellas, como les ocurriría con una prostituta, sino que mantienen el control de la situación, siguen siendo la figura dominante, su vigor no se ve insultado, al menos en teoría. En la práctica, los encuentros no proporcionan el placer esperado, puesto que el anciano, aún en plenas facultades mentales, es consciente del lado patético («fealdad», como lo expresa él) de dormir con las jóvenes. La exploración del eros desde una perspectiva masculina senil, a propósito, no es exclusiva de Kawabata en lo que se refiere a la literatura japonesa del siglo XX: Tanizaki, por ejemplo, lo abordó en La llave (1956) y Diario de un viejo loco (1961), dos novelas breves brillantes en las que también se mezclan la longevidad y el erotismo en unas historias de una ambigüedad exquisita.

Yasunari Kawabata

El protagonista de La casa de las bellas durmientes analiza con atención los cuerpos de cada joven, intenta adivinar quiénes son o cómo son a partir de sus rasgos físicos. Más que atracción por ellas, la observación y las caricias le traen reminiscencias de su pasado, de todas las mujeres de su vida, empezando, cómo no, por su madre, hasta llegar a su hija; y pasando, por supuesto, por su esposa y sus amantes. El anciano evoca escenas de tensión erótica, como aquella mujer con la que tuvo una aventura, o como el momento revelador en el que tomó conciencia de que su hija ya no era virgen. Kawabata enlaza la tranquilidad, la inacción de los encuentros con las chicas, con una meditación acerca del erotismo y la sexualidad a lo largo de la vida del hombre, unos recuerdos no siempre placenteros, más bien al contrario. En cierto modo, desmitifica la idealización del deseo erótico, pone el dedo en la llaga, muestra la vertiente oscura de la pasión, también en esta posada. El tono apacible de la narración contrasta con el devenir del relato, un cierre tan redondo como tétrico, fulminante, incisivo (como las palabras frías de la dueña del local en el desenlace). Se trata, en definitiva, de una obra con múltiples capas, fina, extraña, que crece capítulo a capítulo y, al final, invita a la relectura como solo los grandes saben hacerlo.