Los veía cuando soñaba, no los
veía de día, de día solo los imaginaba, o mejor dicho, los recordaba. No es que
intentara recordarlos de manera premeditada, es que los olores, las formas, los
colores, el sitio en sí, los mantenía presentes en esta vida, de la misma
manera que la muerte los mantenía ausentes. No sentía miedo alguno, no se teme
a los fantasmas de aquellos que te amaron y amaste hace tiempo.
La casa no era un cementerio, no
guardaba ningún escabroso misterio. La casa era simplemente el lugar donde
ellos, todos, habían vivido hacía ya tiempo, y en la que ahora solo vivía ella.
El hecho de ser la única viva, no
la hacía feliz, de hecho la hacía sentirse triste y sola, vivía esperando irse
allá ella también, con más ganas de estar allí que aquí. Mientras, mantenía el
orden en la casa, repasaba que todo estuviera bien: el polvo fuera de los
recodos, los marcos con las fotos bien puestos, los cuadros que había pintado
el abuelo, las sábanas que
había bordado la tía. Se sentía como un bedel de un museo
de esos importantes, revisando los tesoros allí guardados, solo que ella no
tenía visitantes a los que contarles las hermosas historias que acompañaban a
sus joyas. Nadie escucharía que el abuelo había pintado aquel recodo del río
para la tía María, cuando ella estuvo tan malita (tan malita, sonrió, que según
la tía Josefa la amortajaron y todo) porque era el sitio a donde le gustaba ir
a pasear, o aquel traje tan bonito de corte tan varonil y gallardo, que le
cosieron al tío Antonio en una noche porque tenía que ir a examinarse a Madrid
y no había dinero para comprarle ropa, y aquella foto del tío Agustín portando
el estandarte de la cofradía, el único con aquel honor en toda la familia… Y
ahora, todos estaban muertos, y los recuerdos estaban guardados en sus
silencios. Algún día, no muy tarde, se decía, cuando ella muriera, volvería a
estar con ellos, unida a los recuerdos de la casa, todos juntos de nuevo,
felizmente, todos muertos.
Texto: Marta Pantiga