La casa de los tatuados

Por Kabrablue @kabrablue

El edificio

Está situado frente al mar, en una zona prácticamente deshabitada de las afueras de la ciudad. Tras la aprobación de la Ley de Costas fue expropiado y una vez desalojado, a punto estuvo de ser demolido. Por problemas burocráticos, esta operación no llegó a llevarse a cabo, convirtiéndose en un edificio abandonado más, habitado únicamente por los gatos de la zona. Fueron ellos los que abrirían sus puertas a la primera persona que concebiría aquella construcción como un futuro proyecto de vida, al que más tarde se iría uniendo más gente con sus mismos ideales.

El edificio, aunque de los años 70, estaba en bastante buen estado, pero tenía un aspecto triste y vulgar. Pronto sus ocupantes idearon la forma de que tomase vida y adquiriese una personalidad propia, pintando en la fachada y otras partes del edificio, murales que reflejaran su filosofía y su manera de entender el mundo. Su contenido reivindicativo, así como su multiculturalidad, recibió el apoyo y colaboración de colectivos que lo contemplaban como una forma de visualizar su lucha.

De esta forma, este proyecto que fue tomando vida de la mano de gente procedente de distintos países y culturas, en su mayoría artistas, se convirtió en una joya artística, punto de encuentro no solo de amantes del arte, sino también de turistas y curiosos que viajaban desde distintos lugares atraídos por su particular estética. Al convertirse en un reclamo cultural para la ciudad y ser propiedad del Ayuntamiento, ya que había sido anteriormente expropiado, no solo no fue demolido, sino que recibió una financiación para su mantenimiento.

El edificio consta de seis plantas y doce viviendas. Cada una de ellas dispone de una pequeña terraza en cuya pared frontal han pintado el retrato de la persona que la habita. Los retratos se van renovando a medida que cambian los inquilinos.

Las viviendas se comunican mediante una escalera interior y otra exterior y no disponen de puertas, son espacios abiertos por los que transitar libremente. En la planta baja se encuentran varios estudios dedicados a distintas disciplinas artísticas: pintura, escultura, tatuaje…, también un luminoso salón de masajes y varios locales sin un uso concreto.

En el sótano, que antes fue garaje, no solo se imparten talleres artísticos sino que también se realizan proyecciones de cine, conferencias,etc.

Entre la cuarta y la quinta planta hay una enorme terraza cubierta de plantas, donde tomar tranquilamente el sol, practicar yoga, conversar o celebrar fiestas. También hay otra terraza, más pequeña en la última planta, donde se encuentran los paneles solares y desde la que contemplar las estrellas mediante un telescopio instalado allí.

El edificio mira al cielo a través de una cúpula semiesférica de cristal que alberga un acuario, con peces de colores que brillan en la oscuridad.

Sus habitantes se reparten las tareas de forma comunitaria y comparten sus conocimientos.

A través del lenguaje de sus cuerpos tatuados muestran a los demás una parte importante de ellos mismos. El tatuaje es su sello de identidad, nada más auténtico que el arte grabado en la piel. Por ello también practican el nudismo, siempre que las temperaturas lo permitan.

Los habitantes de la casa

Camilo

Nació en la pequeña ciudad de Monteriggioni, en la provincia de Siena. En esta ciudad medieval, completamente amurallada, asentada sobre una pequeña colina natural, que serviría de escenario para películas como “Belleza robada” de Bernardo Bertolucci, vivió Camilo su infancia y parte de su juventud, hasta que marchó a Florencia a estudiar en la Universidad.

Sus padres, comerciantes adinerados, tenían una casa de estilo renacentista en la plaza principal de la ciudad: la Piazza Roma. La casa, que habían ido heredando a través de varias generaciones, tenía tres niveles que daban a un patio interior. El comercio que regentaban era una tienda de antigüedades, situada en la planta baja, donde se podían encontrar multitud de objetos: bustos de mármol, bajorrelieves, bronces, grabados, libros e incluso algunos muebles.

A pesar de ser el tercero de cinco hermanos, con los que podía haber compartido sus juegos, siempre prefirió hacerlo solo o en compañía de los animales que habitaban el patio interior de la casa. Sobre todo, le gustaba jugar con los gatos que correteaban por el jardín y se escondían detrás de las columnas de los soportales. Él se encargaba de guardarles comida, los conocía perfectamente y les ponía nombres. Estaba atento a todo lo relacionado con ellos: sabía reconocer su sexo, calcular su edad, cuando las gatas estaban preñadas y adivinar donde escondían las crías una vez paridas. También los gatos adoraban a Camilo, le seguían y reclamaban continuamente sus caricias.

Aunque prefería a los gatos le gustaban en general todos los animales, incluso los más insignificantes insectos y disfrutaba buscando información acerca de ellos. Esto hizo que cuando se planteó cursar estudios en la universidad, se decantase por la carrera de veterinaria que le propiciaría seguir desarrollando su pasión por el mundo animal.

El lugar elegido para ello fue Florencia, donde a pesar de estar a solo 50 Km de Monteriggioni, buscó piso para compartir con otros estudiantes. Allí coincidió con Piero, un estudiante de Arquitectura natural de Siena, del que pronto se haría muy amigo. Los años de facultad pasaron rápido y al terminar la carrera se dedicó a trabajar colaborando con varias protectoras de animales encargadas del mantenimiento de distintas colonias de gatos de la ciudad. Camilo disfrutaba con su trabajo y lo hacía con tanto cariño y dedicación que conseguía una perfecta comunicación con ellos. A medida que crecía su entusiasmo por el mundo felino, su cuerpo se cubría de tatuajes reproduciendo sus imágenes, hasta llenarlo casi por completo.

Le gustaba viajar recorriendo la costa, visitando a menudo las playas de la isla de Elba desde las que contemplaba ese mar Tirreno que sentía tan cercano. En uno de estos paseos encontró lo que más tarde sería La casa de los Tatuados, situada frente al mar, en una zona deshabitada en las afueras de la ciudad.

La descubrió una tarde siguiendo a un gato que caminaba decidido hacia allí y se sorprendió al comprobar que estaba habitada únicamente por gatos. La casa se encontraba en bastante buen estado y a partir de ese día se hizo visitante asiduo, sin adivinar que más tarde sería su futuro hogar compartido.

Para llegar hasta allí cogía habitualmente el tren y fue en uno de sus vagones donde un día, en el trayecto, se reencontró con su antiguo amigo Piero con el que había compartido piso en Florencia, que quedó sorprendido al ver los numerosos tatuajes de gatos que cubrían su cuerpo. Contento por el reencuentro, le resumió brevemente lo que había sido su vida en esos años desde que terminaron sus estudios. Especialmente le habló de la casa, a la que se dirigía en ese momento, que se encontraba a veinte minutos andando desde la parada a la que pronto llegarían. Lo invitó a acompañarlo y sin apenas tiempo para pensarlo, pero contagiado por su entusiasmo, no dudo en hacerlo.

 Cuando llegaron, a Piero le gustó tanto el edificio como su entorno y junto a Camilo volvió a visitarlo en repetidas ocasiones. De esa forma ambos fueron gestando el proyecto de hacer de esa construcción abandonada un lugar con personalidad propia, que, en un futuro, además de poder habitarse, fuese sobretodo un hervidero cultural. Quedaba mucho por hacer y necesitarían la colaboración de más gente, por lo que no dudaron en hacerlo extensible a aquellos amigos que podrían ser afines al proyecto.

En la primera persona que Camilo pensó fue en su amiga Uma, la escultora parisina a quien conoció en Florencia, que se dedicaba a hacer esculturas gigantes de insectos y que en más de una ocasión le había comentado sus aspiraciones de poder trabajar en un estudio más espacioso que el que tenía actualmente y vivir con gente afín a ella.

De esta manera, el proyecto de la casa empezó a tomar consistencia. El gato que Camilo siguió aquella tarde y le condujo hasta ella, fue quien le abrió las puertas a una nueva vida.


Piero

Nació en Siena, en el corazón de la Toscana. Su casa estaba cerca de la Piazza del Campo, en el centro histórico de la ciudad, en cuyas calles de apariencia gótica y medieval transcurrió su infancia. No necesitaba caminar mucho para encontrar edificios antiguos que contemplaba con admiración, como el Palacio Comuna,l que situado en la misma plaza, constituía una de las joyas de la arquitectura gótica civil de la ciudad.

Desde niño sintió una gran fascinación por la arquitectura y de la mano de su abuelo recorría incansablemente las calles buscando los edificios más emblemáticos de su ciudad: la Piazza San Giovanni, el Duomo, el Museo de la Opera…Ambos disfrutaban de esos paseos y Piero no se cansaba nunca de repetir los mismos itinerarios y de escuchar lo que su abuelo, un apasionado de la Historia del Arte, le contaba acerca de cada una de las construcciones.

Cuando ya fue lo suficientemente mayor para que sus padres le dejasen ir solo por la ciudad, le gustaba volver a recorrerla más despacio, recabando en aquellos lugares que desde pequeño más le habían llamado la atención. Llevaba siempre con él una mochila donde guardaba un cuaderno y útiles de dibujo, para así poder sentarse a dibujar los edificios que admiraba. Después, en casa, los perfeccionaba y coloreaba con acuarelas.

Uno de los edificios medievales que más le gustaba era la Torre del Mangia, cuya estrecha silueta se hacía visible desde cualquier punto de la ciudad. Tenía muchos bocetos de la torre desde distintos ángulos y no se conformaba con verla desde fuera, sino que también le gustaba subir por las interminables escaleras a su campanario, para desde lo alto contemplar la ciudad a vista de pájaro.

De este modo fue haciendo una gran colección de cuadernos que recogían con detalle la arquitectura de su ciudad.

Sus padres regentaban un comercio textil y trabajaban todo el día. Cuando Piero no estaba en la calle, se quedaba en la tienda hasta que cerraban y allí proseguía su tarea en un reducido espacio que habían habilitado para é en la trastienda, en el que a duras penas habían conseguido meter una mesa y un taburete.

Aunque durante la semana se dedicaba a sus tareas escolares y a dibujar, los sábados solía ayudar a sus padres en la tienda. Ellos pensaban que Piero continuaría con el negocio, ya que era hijo único. Sin embargo, él tenía otros planes muy distintos: hacer realidad algún día su sueño de ser arquitecto.

Este sueño empezó a fraguarse cuando convenció a sus padres de que quería estudiar arquitectura. La universidad de Siena, a pesar de ser una de las más antiguas del país no tenía Facultad de Arquitectura, por lo que tuvo que marchar a Florencia, la ciudad más cercana, a realizar sus estudios.

A pesar de su proximidad, a poco más de una hora en coche, Piero no podía viajar a diario desde su casa, por lo que tuvo que buscar un piso compartido con otros compañeros. Allí transcurrieron sus años universitarios. No podía haber buscado una ciudad que cumpliese mejor con sus expectativas. Florencia, con su enorme patrimonio artístico, enriqueció sus conocimientos y aceleró su deseo de finalizar cuanto antes la carrera para poder dedicarse a su sueño de ser arquitecto.

También aprendió a convivir con otros compañeros y la experiencia le gustó tanto que sería, más tarde, uno de los motivos para querer vivir en La casa de los tatuados. Pero eso llegaría más tarde…

Al terminar la carrera realizó diversos proyectos para un estudio de Florencia, en su mayoría de rehabilitación de edificios, en los que fue aplicando los conocimientos adquiridos, pero dándoles siempre un toque personal. También diseñó algunas viviendas unifamiliares en las que pudo desarrollar más ampliamente sus dotes creativas y que tras su construcción y difusión en revistas especializadas, se convirtieron en importantes referentes en el mundillo arquitectónico.

A partir del momento en que su nombre empezó a sonar, le llovieron los encargos. Hacía años que tenía su propio estudio y trabajaba sin descanso. Se entregaba tan a fondo en cada proyecto que apenas tenía tiempo libre. Al finalizar el día, cuando el cansancio se apoderaba de él y ya no le quedaban fuerzas para irse a casa, se quedaba a dormir en el estudio. Le costaba coger el sueño y en ese duermevela se sentía invadido por la insatisfacción. Reconocía entonces que solo parte de su sueño se había hecho realidad y que ya no disfrutaba como antes de su trabajo. Echaba de menos sus años de facultad, su piso compartido, las charlas con sus compañeros en las comidas...

Una mañana, al despertar, después de una noche enmadejada de sueños, decidió que haría un paréntesis en su trabajo. Lo que en ese momento llevaba entre manos podía esperar. Se tomaría unas vacaciones y haría un viaje.

Decidió también que el viaje lo haría en tren, bordeando la costa, para poder disfrutar de algo que siempre le gustó: contemplar el paisaje desde la ventanilla. Llevaría el equipaje que le cupiese en una mochila y por supuesto su cuaderno y sus útiles de dibujo. Quería retomar aquellos momentos de su juventud en los que era tan feliz haciendo bocetos de edificios, sentado en cualquier calle de su ciudad natal.

El azar quiso que Piero se encontrase en uno de los vagones con Camilo, uno de sus antiguos compañeros de piso. Al principio no lo reconoció. ¡Estaba tan cambiado! Lo que más le llamó la atención fueron los tatuajes de gatos que cubrían su cuerpo, incluso la cabeza. A pesar de todo pronto reconoció su mirada dibujada a través de unas pequeñas gafas redondas.

Durante el trayecto pudieron ponerse al día acerca de lo que habían hecho desde que finalizados sus estudios, dejaron el piso que habían compartido durante sus años de facultad. Camilo le contó que, al terminar la carrera de veterinaria, encontró trabajo relacionado con varias protectoras de animales y que aún seguía colaborando con ellas. Le habló entusiasmado del descubrimiento casual de un edificio abandonado, al que ahora se dirigía, que visitaba con frecuencia motivado no solo por su ubicación junto al mar, sino también por los gatos que allí vivían. A medida que lo escuchaba Piero sentía una gran curiosidad por conocerlo, por lo que no dudó en acompañarlo en su visita.

La casa no le defraudó, sino todos lo contrario, compartiendo rápidamente el entusiasmo de su amigo. En sus repetidas visitas posteriores ambos irían dando forma a un ambicioso proyecto de recuperación del edificio, al que cada vez se uniría más gente.

Ambos son ya los primeros residentes de lo que más tarde bautizarían como La casa de los tatuados. Piero continúatrabajando como arquitecto, pero a un ritmo más sosegado, lo que le permite implicarse en otros quehaceres. Lo último que ha realizado en la casa son unas pequeñas construcciones de madera en los árboles del patio en las que anidan pájaros de distintas especies. Ha sido un ensayo, porque su idea es seguir diseñando arquitecturas integradas en la naturaleza, las casas en los árboles siempre llamaron desde niño su atención.

Al principio, aunque le gustaban, sentía un poco de reparo ante los tatuajes. Hasta que entendió que esas arquitecturas que constituyen su sello de identidad, debían estar grabadas en su piel. Los dibujos de los tatuajes que ahora luce son reproducción de muchos de los que llenan los cuadernos que ha ido atesorando a lo largo de su vida.


Uma

Nació en Auvers-sur-Oise, un pueblecito a tan solo 30 Km de París, reconocido mundialmente no solo por ser lugar de reunión de pintores impresionistas, sino sobre todo porque en él vivió y murió Vincent Van Gogh.

Sus padres, pintores ambos y grandes admiradores de Van Gogh, no dudaron en irse a vivir a este pueblo, rodeados de naturaleza donde podrían recrear los mismos paisajes que en su día pintó su querido Vincent.

Pronto comprobaron que vivir únicamente de la pintura les sería imposible, por lo que debían buscar trabajo en el pueblo. El azar dispuso que fuese el dueño del famoso hostal donde se alojó Van Gogh quien les solucionase el problema.

Gerard, que así se llamaba, no era hombre de negocios. Había heredado de sus padres el establecimiento y aunque a nivel sentimental suponía mucho para él, a duras penas le daba para vivir. Era un hombre introvertido al que le gustaba sobre todo dar paseos por el campo. Fue en uno de estos paseos cuando vio un día a los padres de Uma, pintando junto al río. Atraído por sus cuadros se sentó en una piedra para contemplar como las imágenes iban tomando forma suspendidas en los caballetes, hasta que pudo salir de su ensimismamiento e iniciar con ellos una conversación. No dudó en ofrecerles trabajo en el hostal a estos pintores recién llegado al pueblo y poner a su disposición un alojamiento que les permitiría no tener que buscar casa, con el consiguiente gasto.

Además de la habitación donde dormían puso a su disposición un espacio en la buhardilla que, aunque no era muy grande podrían habilitar como taller, aunque ellos preferían en sus ratos libres salir al aire libre a pintar paisaje. Gerard, gran admirador de sus pinturas, les compraba gran parte de su producción, de manera que sus cuadros iban cubriendo las paredes de habitaciones y pasillos.

Para Gerard los padres de Uma fueron su única familia, ya que tampoco tenía hijos ni pareja. Con ellos compartió su amor por la pintura y le hicieron muy feliz los últimos años de su vida, por lo que quiso que a su muerte heredaran lo que en realidad ya era de los tres: el hostal

Cuando al cabo de los años nació Uma, el negocio había prosperado. El hostal era una atracción turística no solo por lo que representaba en relación a Van Gogh, sino sobre todo porque habían sabido crear un entorno mágico donde los huéspedes se sumergían en el Impresionismo, sin apenas darse cuenta. Rodeada de ese ambiente fue creciendo Uma, que aunque posteriormente no seguiría la tradición pictórica de sus padres, sería también artista, prefiriendo dedicarse a la escultura.

Uma fue desde pequeña una niña muy observadora, a la que gustaba la naturaleza y dar paseos por el campo. Aunque era bastante sociable también disfrutaba haciendo cosas en solitario, como visitar el cementerio donde se encontraba la tumba de Van Gogh. Allí encontraba silencio y sentada en una losa recorría lentamente con la mirada atenta el entorno, para descubrir los insectos que a simple vista pasaban desapercibidos. Muchas veces caminaba despacio persiguiéndolos hasta que se posaban y se fijaba muy bien en ellos para recrearlos después modelando figuritas de plastilina. Tenía una auténtica colección que guardaba celosamente en una caja de zapatos debajo de su cama.  

Seguramente ahí se fue gestando su vocación escultórica, que desarrollaría más tarde después de estudiar en París la carrera de Bellas Artes. Durante todo este periodo mantuvo su afición por el mundo de los insectos, recreándolos esta vez a través de esculturas enormes confeccionadas con distintos materiales.

De su paso por Bellas Artes, además de todos los conocimientos técnicos que más tarde le permitirían materializar sus creaciones, se llevó un montón de amigos con los que compartió tiempo y emociones.

Al terminar la carrera y después de distintas exposiciones que hicieron que su nombre comenzase a sonar en el mundillo artístico, le surgió la posibilidad de una estancia en Florencia. Allí pasó tres meses que culminaron con una gran exposición en la que pudo exhibir sus insectos de gran tamaño impactando a todos los visitantes que por allí pasaron. La exposición causó tanta expectación que uno de los críticos más reconocidos del momento publicó un extenso artículo sobre ella, ocupando las páginas centrales de uno de los diarios de mayor tirada.  Fue a partir de su lectura cuando Camilo, el amante de los gatos, sintió curiosidad por visitar la exposición y conocer a la artista. Con el tiempo se fraguaría entre ellos una gran amistad, cimentada en parte por su común amor por los animales.

Fue a ella a la primera persona a la que Camilo invitó a participar en el proyecto recién iniciado, junto a su amigo Piero, de La casa de los tatuados. A pesar de la distancia y después de una corta estancia aprovechando unas vacaciones, Uma no dudó en trasladarse, dejando al descubierto al llegar su valioso talismán: el gran insecto tatuado en su espalda.

Cuando ya estaba a punto de mudarse a la casa, un encuentro casual con Malicia, una antigua compañera de Bellas Artes, propició que, tras informarle del proyecto, despertará tanto su interés que a los pocos meses se trasladase a vivir a la casa, junto a su amado fotógrafo Rob. La casa de los tatuados empezaba a cobrar vida


Malicia

Nació en París, en el barrio de Montmartre, donde su abuela tenía un pequeño apartamento que compró en los años cincuenta. Su abuela, la gran Marie, vivió allí una vida bohemia, trabajando de modelo de muchos artistas que habitaban la mayoría en su barrio y también de camarera en uno de los restaurantes más legendarios de la vida de Montmartre: La Bonne Franquette donde muchos pintores y poetas compartieron su tiempo en animadas tertulias.

Con apenas veinte años la abuela Marie se quedó embarazada y tuvo a su madre, a quien, con mucho esfuerzo supo sacar adelante. La pequeña Claudette, que así la llamó, la acompañaba al estudio de los artistas y allí pasaba las largas horas en las que ella tenía que posar.

De todos los pintores, era André quien más reclamaba la presencia de su abuela. Entre ellos había una relación especial. Claudette, sentada en un taburete y muy callada observaba detenidamente como pintaba André y entre vapores de aguarrás muchas veces se quedaba dormida. Soñaba entonces que ella también era una gran pintora y las imágenes iban tomando una forma tan real que se despertaba sobresaltada.

Estos sueños de infancia se fueron haciendo realidad y Claudette, después de tantas horas observando a André, no necesitó más formación para comenzar a adentrarse en el mundo de la pintura. Poco a poco fue mejorando su técnica y adquiriendo su particular estilo, al tiempo que comenzaba a vender muchas de sus obras.

De alguna forma y parece que, siguiendo la tradición familiar, Claudette también tempranamente fue madre soltera y Malicia nació de una tórrida relación con un escultor que, tras finalizar su exposición en una galería parisina, se volvió a su lugar de residencia y poco más se supo de él. Sin embargo, la ausencia de padre no fue traumática para ella, ya que su madre y su abuela supieron darle todo el cariño que necesitaba.

Malicia crecía feliz y pasaba las horas que no estaba en la escuela, junto a su madre en la concurrida plaza de los pintores: la Plaza du Tertre, donde no solo Claudette pintaba y exponía sus obras, sino también ella iba configurando su pequeño universo encaramada a su caballete.

Más tarde y dado que seguía cada vez más inmersa en el universo pictórico, tanto su abuela como su madre le animaron a que ingresase en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes de París. Tras superar las pruebas de acceso, Malicia cursó sus estudios disfrutando en todo momento de su aprendizaje y conociendo a muchos compañeros afines a ella.

La relación entre la abuela Marie y André se fue estrechando con el paso de los años. André tenía también una hija, Pauline. Era fotógrafa y viajaba constantemente, recalando a menudo en París. Su residencia la tenía en Dakar, donde vivía con su pareja y su hijo Rob. Sin embargo, un fatídico accidente hizo que enviudase y ambos se trasladasen definitivamente a vivir con él.

Cuando Pauline llegó a Montmartre, conoció a Claudette, dada la amistad entre los padres de ambas, y ella le ayudó a instalarse en el barrio. A su hijo Rob también le costó aclimatarse a su nueva vida. Al salir de la escuela volvía a su casa cabizbajo y a paso ligero para llegar lo antes posible.

Fue a partir del regalo de una vieja cámara Leica, en su 12 cumpleaños, cuando, con la excusa de la fotografía, empezó a recalar en las calles más detenidamente, sobre todo en la Plaza de los pintores, buscando personajes a los que retratar.

Aunque su madre era amiga de Claudette y a Malicia la conoció al poco de llegar a París, no se fijó en ella hasta que comenzó a frecuentar la plaza de los pintores, donde la veía absorta pintando en su caballete, ajena a las miradas. Escondido detrás de una columna le gustaba sacarle fotos que captaban sus expresiones y las diferentes posturas que adoptaba al pintar.

Sin embargo, no fue hasta pasados al menos dos años desde que comenzó a observarla, cuando el azar propició estrechar su relación. Fue una tarde más, en la que Rob parapetado detrás de una esquina, al agacharse para sacar una de las fotos, la tapa del objetivo salió rodando yendo a parar a los pies de ella. Rob se acercó para recuperarla y algo ocurrió en ese momento que hizo que ambos sintieran una profunda atracción.

Tras aquel breve encuentro empezaron a verse a menudo, daban largos paseos, compartían sus torrentes creativos y sin ellos darse cuenta iban construyendo poco a poco todo un universo que quedaría grabado a fuego en sus cerebros, perdurando a lo largo de sus vidas. Dentro de ese mundo tan particular estaban por supuesto los tatuajes. Tras largas sesiones en el estudio, ambos tatuaron sus identidades: Rob su pasión por el bondage, Malicia todos sus iconos visuales: el fuego, las lenguas, las espirales y una sutil cadena, de la que solo él sabía el significado.

Fue Malicia quien le habló de la casa de los tatuados a Rob. Un día le contó emocionada que se había encontrado a Uma, una antigua compañera de la Escuela de Bellas Artes, quien le había contado el fascinante proyecto recién iniciado por su amigo Camilo y en el que quedaba mucho por hacer, de ahí que buscasen gente que ocupase las viviendas vacías y se implicase en su desarrollo.

Ambos se sintieron al unísono atraídos por vivir esa experiencia y pensaron que les vendría bien un cambio de escenario, donde Malicia podría dar rienda suelta a su mundo pictórico y Rob seguiría con la fotografía., rodeados de un ambiente creativo y gente afín a ellos.

Malicia piensa que ha sido la mejor de las decisiones que ha tomado hasta ahora, Sus sueños creativos se van materializando día a día. Sus colores lo invaden todo: el añil, el verde, el fucsia. Cada día al despertar se siente envuelta en una inmensa veladura naranja que le llena de energía y le hace disfrutar de los días como no le había sucedido nunca.


Rob

Nació en Dakar, capital de Senegal. Su padre era conservador del museo Theodore Monod, reconocido mundialmente por su amplia colección de arte africano. Su madre, de nacionalidad francesa, trabajaba como fotógrafa para diversas publicaciones de su país natal, lo que hacía que viajase con frecuencia a París, donde vivía su abuelo que era pintor y tenía un pequeño estudio en Montmartre.

Rob recuerda de su infancia los ratos que pasaba en el reducido laboratorio de fotografía que su madre tenía habilitado en casa. Disfrutaba en la oscuridad de la habitación, apenas iluminada por una luz roja, sobre todo observando el momento en el que aquellas imágenes, antes almacenadas en la cámara, iban dibujándose poco a poco en el papel blanco sumergido en una de las bandejas. Le parecía algo mágico y en ocasiones se quedaba tan absorto mirando que obstaculizaba el trabajo de su madre, quien le reprendía para que le dejase continuar con el proceso antes de que fuese demasiado tarde y las fotos quedasen completamente negras, por exceso de tiempo en el revelador.

 También recordaba las tardes que, a la salida de la escuela, pasaba en el museo donde trabajaba su padre, donde le gustaba contemplar las máscaras que encerradas en vitrinas parecían observarlo con ojos profundos. En ocasiones también jugaba con Ela, hija de una de las limpiadoras, que cuando no tenía otro sitio donde quedarse, esperaba allí a su madre hasta finalizar su jornada laboral.

Una fatídica mañana del mes de noviembre hubo un incendio en el museo. Su padre estaba en el sótano enfrascado en su trabajo, lo que propició que cuando se diera cuenta fuera demasiado tarde para salir y muriese al inhalar los vapores tóxicos. Su muerte fue un duro golpe para ambos y su madre, después de poner en venta la casa, decidió que se mudasen definitivamente a vivir a París, con el fin de que Rob pudiera salir de ese mundo de pesadillas que tras la muerte de su padre lo acechaba todas las noches. 

Al principio le resultó difícil adaptarse a su nueva vida en París, tan distinta a Dakar. Echaba de menos a sus amigos, su casa y especialmente ese mar que ahora quedaba lejos. Sin embargo, a medida que fue creciendo empezó a encariñarse con el barrio donde vivían, con sus calles empedradas y su ambiente bohemio y desinhibido, habitado sobre todo por artistas.

En su quince cumpleaños, su madre le regaló una vieja cámara Leica que ya no utilizaba y pronto fue desarrollando una gran afición por la fotografía, hasta el punto de que no salía de casa sin ella. Era su mejor compañera y le gustaba sobretodo retratar personajes de la calle que por algún motivo le llamaran la atención. Después de revelarlas, las ordenaba y guardaba en cajas junto con los negativos.

Lo que más le gustaba era visitar la Plaza de los Pintores, donde observaba como iban apareciendo las imágenes sobre los lienzos apoyados en los caballetes, acompasadas por los gestos de los artistas en cada pincelada, así como sus particulares expresiones corporales. Era como una danza frente al cuadro, que él intentaba captar en sucesivas instantáneas. Le interesaba sobre todo fotografiar los rostros y los fragmentos de sus cuerpos en movimiento en las distintas fases del proceso creativo.

De todos los pintores que retrató en la plaza, solía fijarse en una jovencita de cabellos rojos que pintaba junto a su madre en uno de los recodos de la plaza. De ella había obtenido innumerables retratos que sacaba siempre a escondidas, evitando así que advirtiese su presencia. Su cara le sonaba, pero no la reconoció hasta el incidente que tuvo lugar después de pasados dos años desde el día en que se la presentaron. Quiso el azar que al ir a recoger la tapa del objetivo que había caído a sus pies, sus miradas se encontrasen y surgiese una atracción muy fuerte entre ambos. Ella era Malicia, con quien iniciaría una relación en la que ambos compartirían también sus sueños profesionales: ella, la pintura, él, la fotografía, dos universos creativos que se fusionarían a lo largo del tiempo.

Desde que tuvo entre sus manos su primera cámara, Rob decidió que quería dedicarse a la fotografía. De su madre había ido aprendiendo la técnica y su particular modo de mirar la realidad había puesto el resto. Consolidado como fotógrafo freelance trabajó para varias agencias y sus fotos aparecieron en diversas publicaciones.

Una tarde visitando una exposición de Nobuyoshi Araki, quedó fascinado sobre todo por sus fotografías acerca de la temática bondage . Se sintió especialmente atraído por las cuerdas, las marcas que dejaban sobre la piel y esa belleza de las ligaduras enroscándose como serpientes en los cuerpos. A partir de ese momento su obra giró en torno a ese eje temático, consiguiendo imágenes, en su mayoría en blanco y negro, de gran plasticidad y belleza.

No resulta extraño por tanto que fuese René, un tatuador que tenía el estudio cerca de su casa, con el que compartía una gran amistad desde la adolescencia, quien le fuese tatuando ese mundo tan particular que ya habitaba en él, hasta cubrir prácticamente su cuerpo.

Cuando Malicia le habló de la casa de los tatuados le pareció que podría ser una gran experiencia vivir allí y además su ubicación le permitiría volver a estar cerca del mar, como cuando de niño vivió en Dakar.

Hace un tiempo que ya viven ahí. En su nueva residencia Rob continúa practicando la fotografía, con más dedicación que nunca, ya que en la casa ha encontrado una amplia galería de personajes con los que disfruta a nivel personal y artístico. Sus rostros, sus manos, sus cuerpos tatuados le siguen fascinando tanto como aquellas máscaras y estatuillas que contempló en su niñez, solo que ahora han cobrado vida y ya no constituyen para él una pesadilla, sino todo lo contrario.


René

Nació en París, en el barrio de Montmartre, donde sus padres regentaban un comercio de artículos de Bellas Artes. La tienda ocupaba la planta baja de la casa de dos pisos, en una de las sinuosas calles en pendiente del barrio que, situado en lo alto de una colina, le permitía disfrutar desde la ventana de su habitación de unas espectaculares vistas panorámicas.

René, de padres holandeses emigrados a Francia, desde pequeño se sintió siempre un niño distinto al resto. Tal vez fuese su tez tan blanca o el rojo de su pelo lo que en muchas ocasiones despertó las burlas crueles de sus compañeros, que lo llamaban con desprecio “Rouget el holandés”. Esto condicionó su carácter retraído y el desarrollo de un universo interior que fue creciendo con el tiempo y que le hizo fuerte ante los demás.

Cuando salía del colegio se pasaba las tardes en la tienda y lo que más le gustaba era perderse en la penumbra de la trastienda, disfrutando de la mezcla de olores de las pinturas y esencias que allí se acumulaban. Tenía cierta fobia a la luz, lo que hacía que en verano siempre se protegiese con una gorra, cuya visera le tapaba casi completamente la cara y en invierno calándose la capucha de la sudadera.

Para él lo mejor eran las noches, cuando abría la ventana de su habitación, sin importarle la temperatura y se quedaba largo rato contemplando la oscuridad. Amaba todo lo relacionado con la noche y era asiduo lector de las historias de vampiros. Cuando sus compañeros decían que querían tener un perro o un gato de mascota, él callaba ocultando que preferiría un murciélago. Adoraba estos animalillos.

Otra de las cosas que le gustaba hacer y que también constituía un secreto, era dibujar con rotulador negro sobre su piel los personajes de la noche que inventaba. Con esa blancura nívea era el lienzo perfecto, pero debía ocultarlos una vez dibujados. En invierno no había problema, las imágenes de sus brazos quedaban escondidas debajo de las mangas del jersey y aunque en verano resultaba más difícil, siempre conseguía dibujar algo en su cuerpo. De esta manera se sentía acompañado.

Con la única persona con la que hizo amistad, ya llegada la adolescencia, fue con Rob, ese joven recién llegado de Dakar que se incorporó al instituto con el curso empezado y con el que desde el principio sintió una gran complicidad. Aunque se veían en clase tampoco habían hablado mucho, hasta el día en el que coincidieron sentados en las escaleras al pie de la Basílica del Sacre Coeur. René contemplaba la noche y Rob con su Leica recién estrenada, regalo por su quince cumpleaños, practicaba la fotografía nocturna. Ese día marcaría el principio de una amistad que perduraría y que más tarde haría de René otro habitante de la casa.

Aunque René seguía interesando por el dibujo y frecuentaba una academia de arte cercana a su casa, lo que más seguía atrayéndole era el utilizar la piel como soporte y es así como llegó al mundo del tatuaje. La motivación por este mundillo le hizo ir saliendo poco a poco de su caparazón, abriéndose sobre todo a aquellos que compartían su pasión por el tatuaje. Después de visitar varios estudios, encontró trabajo en uno de ellos en el que fue aprendiendo la técnica que más tarde le posibilitaría independizarse y abrir el suyo propio.

Todo llegó más pronto de lo que pensaba y después de alquilar y adecentar un local medio ruinoso que encontró en el barrio, el estudio de tatuajes “Rouget el holandés” (nombre que eligió como burla a aquellos años de acoso escolar ya superados) abrió sus puertas.

Su amigo Rob, le ayudó a dar una personalidad al local y juntos crearon un original espacio con predominio del negro, en el que también el fotógrafo contaba con un pequeño espacio expositivo donde vender sus fotografías. Rob lo visitaba con frecuencia y le gustaba hacer fotos del proceso, sobre todo primero planos en los que se apreciaba con nitidez como el trazo quedaba dibujado en la piel al paso de la aguja. René conocía su afición por el Bondaje y disfrutó tatuándole poco a poco ese universo que constituía la esencia de su amigo.

Fue Rob quien al poco de trasladarse a la casa de los tatuados le presentó a René el proyecto y lo animó a que la visitase. No esperó mucho para hacerlo y como otros anteriormente, quedó fascinado no solo por la arquitectura de la casa, que ya empezaba a tener una personalidad propia con los murales que Malicia, otra pintora parisina recientemente trasladada, había comenzado a pintar, sino también por la gente que ya vivía allí, con la que enseguida conectó.

El edificio era muy grande y no solo podría disponer de vivienda, sino también de un espacioso estudio de tatuajes en la planta baja. Durante un breve espacio de tiempo mantuvo también su local en Montmartre, sobre todo para que le diese tiempo de contactar con sus clientes habituales, que eran más amigos que clientes, y contarles su nuevo emplazamiento, al tiempo que les invitaba a visitarlo.


Dylan.

Nació en Rostock , una ciudad a orillas del río Warnow, en la costa norte de Alemania. Sus padres hacía dos años que desde Cardigan, un pueblecito de la costa galesa, habían llegado allí, donde abrieron un pequeño restaurante en la playa de Warnemunde, una de las más amplias del Báltico. El mar seguía por tanto presente en sus vidas y en aquel entorno fue concebido Dylan meses más tarde. Cuando nació no dudaron en ponerle ese nombre de ascendencia galesa, cuyo significado era “Hijo del mar”.

No solo el negocio de su familia se encontraba junto a la playa, sino también la vivienda, desde la que se podía contemplar un horizonte infinito que se dibujaba a lo largo de sus casi tres km. de arena blanca. En este barrio marítimo había una escuela en la que Dylan estudió sus primeros años hasta llegar al bachillerato, que cursaría más tarde en un instituto del centro de Rostock.

Su escuela estaba también muy cerca del mar, hasta tal punto que los recreos los pasaba jugando en la arena con sus compañeros y avistando los barcos en el horizonte. Dylan disfrutaba sobre todo cogiendo pequeñas conchas enterradas en la arena, que guardaba en los bolsillos de sus pantalones, hasta casi reventarlos y que al llegar a casa depositaba secretamente en un calcetín viejo para que no se estropeasen.

Ya desde muy pequeño se sentía atraído por los fondos marinos y se imaginaba los seres que los habitarían. Le gustaba bucear y descubrir pequeños moluscos y pececillos que, aunque nadaban a mucha velocidad, dejaban una estela que se empeñaba en seguir hasta que les perdía el rastro. Muchas tardes de los sábados las pasaba viendo documentales acerca de la fauna marina y se quedaba absorto contemplando las imágenes.

Cuando empezó sus estudios en el instituto, fue la Biología su asignatura preferida. Siempre quería saber más y muchas veces se quedaba en la Biblioteca buscando la información que no encontraba en su libro de texto. De todos los animales marinos que fue descubriendo le llamó especial atención el pulpo. No se cansaba de ver reportajes sobre pulpos arrastrando sus tentáculos sobre arrecifes de coral, con sus cuerpos blandos cambiando de forma y textura. Había leído también que, aunque eran animales solitarios, en ocasiones habían mantenido comunicación con el hombre y esta idea le obsesionaba.

Cuando acabó sus estudios en el instituto tenía muy claro que carrera universitaria elegiría: Biología marina, que pudo cursar en la Universidad de su ciudad, lo que le permitió seguir viviendo cerca del mar. Aunque pasaba las vacaciones ayudando a sus padres en el restaurante, también le quedaba tiempo para apuntarse a cursos de buceo, adentrándose cada vez a mayor profundidad y deleitándose al recorrer los fondos marinos.

Al terminar la carrera y el doctorado y dado su apego a su ciudad prefirió quedarse unos años de profesor asociado en la Universidad, hasta que sintió que su vida se había convertido en algo monótono, muy distinta a sus antiguas aspiraciones aventureras.

Un compañero de Universidad le comentó un día que había llegado al Departamento información acerca de un buque oceanográfico que buscaba biólogos para completar la plantilla y comenzar su periplo de viajes, encaminados a desarrollar tareas de investigación científica. En su campo, la Biología marina, basadas en la captura de ejemplares utilizando los métodos de pesca más adecuados, para posteriormente ser analizados.

El barco siempre zarpaba del mismo puerto y la travesía solía durar varios meses, continuando después en tierra los trabajos de investigación, en los laboratorios ubicados en la ciudad portuaria, enclavada en la costa del mar Tirreno. A pesar de los kilómetros que separaban ambos mares, Dylan no dudó en trasladarse a la ciudad, en la que apenas estuvo unas horas antes de emprender la travesía.

Su estancia en el barco fue una experiencia tan satisfactoria que le hizo desarrollar todavía más su amor por el mar, fraguándose en él la necesidad de proteger sus especies mediante la colaboración con distintas asociaciones de defensa medioambiental.

Cuando volvió de la travesía alquiló provisionalmente una habitación, mientras buscaba una casa en la que instalarse, siendo su mayor exigencia que desde ella pudiese contemplar el mar.

Fue en uno de sus paseos solitarios, bordeando el mar, en busca de sitios alejados de la urbe, como llegó a la casa de los tatuados. De lejos le pareció casi un espejismo, pero al ir acercándose se quedó perplejo al contemplar con absoluta claridad la construcción que se perfilaba con el mar de fondo. Además, el edificio estaba habitado, tenía vida, no solo eran los gatos que merodeaban, entrando y saliendo confiados con total libertad, sino también unas cuantas personas que realizaban distintas tareas.

Al asomarse por una de las ventanas de la planta baja vislumbró lo que parecía un amplio estudio de tatuajes. Su mirada se cruzó entonces con la del tatuador, que en ese momento ordenaba su mesa de trabajo, quien después de sonreírle salió a hablar con él. Se llamaba René y hacía poco que había trasladado su estudio parisino a este lugar. Aprovechó para enseñarle las instalaciones y presentarle a los compañeros que también vivían en el edificio. Así conoció a Camilo, Piero, Malicia, Uma y Rob. Como anteriormente les sucediera a ellos, Dylan también quedó fascinado por el proyecto y René le planteó la posibilidad de ocupar una de las viviendas que aún quedaban libres.

Así Dylan pasó a ser uno más, sobre todo cuando después de varias sesiones en las que su amado René, del que ya era más que amigo, tatuó sobre su piel un enorme pulpo abrazándolo con sus tentáculos, pudo mostrar su esencia al resto de habitantes de la casa. 

Ela

Ela nació en Barcelona, en el barrio del Raval. Sus padres, oriundos de Guinea, emigraron a España y después de un largo periplo se establecieron en Barcelona, abriendo una tienda de tejidos africanos en pleno corazón del barrio.

En este barrio intercultural, habitado en su mayoría por gente de otros lugares del mundo, creció Ela. Desde pequeña se sintió una niña muy querida, núcleo de un entorno familiar que la arropó y procuró que nunca le faltase nada. El hecho de vivir en este barrio, favoreció que no se sintiera distinta al resto, ya que se acostumbró desde muy pequeña a jugar con niñas de otras nacionalidades: marroquíes, pakistaníes, filipinas…

Cuando no estaba en la escuela o jugando en la calle, le gustaba estar en la tienda. El local donde se ubicaba no era muy amplio, de paredes pintadas de azul ultramar que contrastaban con las telas apiladas ordenadamente en las estanterías. Las telas, de procedencia africana, con sus estampados geométricos y sus colores brillantes elaboradas con la técnica del Batik, constituían un reclamo visual para la gente que transitaba por la calle. Eran una explosión de color en la grisura del barrio.

Lo que más le gustaba a Ela era fabricar muestrarios con los trocitos de tela que su madre guardaba para ella cuando se terminaba la pieza. Los cortaba cuidadosamente, no siempre con formas regulares y los unía con unas puntadas de hilo en el extremo. Junto a los muestrarios guardaba una libreta donde comenzó copiando los diseños de las telas y más tarde inventando nuevos. En esos dibujos se recogía toda la esencia de la cultura africana que presidía su vida. También a sus muñecas las vestía con esas telas, dibujando con rotulador negro muchos de estos diseños sobre sus cuerpos. Todo ello lo guardaba en una caja que no compartía con nadie.

Cuando llegaba el invierno pasaba más horas en casa, porque al salir de la escuela por la tarde ya casi era de noche y sus padres no la dejaban quedarse jugando en la calle. Era entonces cuando en la tranquilidad de la tienda, mientras su padre atendía a las pocas clientas que acudían, su madre se sentaba con ella y le contaba historias.

 Ela quería saber acerca de sus orígenes, de la tierra de sus abuelos que nunca había visitado y de cómo habían llegado sus padres a España. Su madre intentaba narrárselo como si fuese un cuento, evitándole conocer el auténtico drama que fue su viaje, esperando que tuviese algunos años más para contarle la cruda realidad. Fue entrando en la adolescencia cuando descubriría la verdad: que habían viajado en patera hasta Gran Canaria, donde estuvieron malviviendo hasta obtener el visado que les permitió acceder a la península, ya sin miedo a ser deportados Cinco años tardaron en llegar a Barcelona, con su madre ya embarazada de ella.

Ela era feliz en su barrio y dado su carácter extrovertido pronto encontró un grupo de amigos con los que compartir su tiempo. A medida que fue creciendo se fue interesando cada vez más por la iconografía de la cultura africana, que seguía siendo una parte importante de ella. Un día ordenando su habitación, al encontrar la caja que contenía sus muñecas “tatuadas”, los muestrarios de telas y los diseños que había ido haciendo de niña, decidió retomarlos incorporando todo lo que había ido aprendido acerca de su cultura.

A la primera persona a quien enseñó el hallazgo de la caja, que hasta ahora había guardado celosamente, fue a Shaira, amiga desde la infancia, que también vivía en el barrio. Ella quedó impresionada con los diseños y al ver las muñecas con sus cuerpos dibujados le dijo: No sabía que de pequeña eras tatuadora.

Después de pronunciar esta frase, ambas quedaron en silencio y su mirada de complicidad dejo ver lo que ocurriría después: Ela se haría tatuadora.

No fue difícil encontrar trabajo en un estudio del barrio, regentado por el hermano de uno de sus amigos. La técnica la aprendió rápidamente y aplicada a sus originales diseños consiguió crearse una amplía clientela, entusiasmada con su particular estilo. 

Ela empezó también a hacerse un hueco en las redes sociales y gracias a los contactos que consiguió, comenzó un periplo de viajes por toda Europa residiendo periódicamente en estudios de otros tatuadores con los que intercambiaba experiencias, además de aumentar su clientela.

Uno de estos viajes lo hizo a un estudio situado en Montmartre, del que le habían hablado muy bien. Se trataba del estudio “Rouget el holandés” regentado por un tal René. Su estancia allí propició entre ellos una profunda amistad que continuaría a lo largo de su vida.

Cuando René se fue a vivir a La casa de los tatuados lo primero que hizo fue enviarle a Ela fotos del edificio, sus terrazas, los murales, su recién estrenado estudio y le habló de la posibilidad de trasladarse ella también. Quedaban viviendas libres y dada su sincronía, incluso podrían compartir el enorme local donde tatuaba.

Ela tardo unos meses en decidirse porque, aunque la idea le gustaba, no quería separarse de Shaira con la que había iniciado una intensa relación. Le costaba pedirle que la acompañase, dejando la ciudad en la que tenía su vida, pero tampoco quería que la extensa franja de mar que habría entre las dos si se marchaba, enfriase su relación. Finalmente, le contó sus planes que solo llevaría a cabo si se iban juntas.

A Shaira le entusiasmó el proyecto y ambas decidieron ir en vacaciones a pasar unos días allí antes de decidirse. Al poco de llegar ya habían resuelto que se mudarían definitivamente, lo más pronto posible.

 Fue la mejor de las decisiones que podían haber tomado y ahora se sienten felices compartiendo sus vidas en La casa de los tatuados, que cada día cobra más vida gracias a todas las personas que se van incorporando.


Shaira

Nació en Praia, capital de la República de Cabo Verde, situada en Santiago, una de las islas del archipiélago frente a las costas de Senegal, considerada como uno de los paraísos más emblemáticos de África.

Su madre era natural de Morro, un asentamiento en el oeste de Maio, una hermosa isla perteneciente al grupo de islas de Sotavento que prosperó gracias a la agricultura, el pastoreo y la recolección de sal en los primeros días del colonialismo.

Sus abuelos se dedicaban a la agricultura de regadío, sujeta siempre a la irregularidad cíclica de las lluvias y limitada con frecuencia por la escasez de agua. Tenían junto a la casa una pequeña extensión de terreno, donde a base de trabajar duro conseguían obtener una cosecha de maíz, fríjoles, calabazas y melones que posteriormente venderían en el mercado. En la casa vivían también unas cuantas gallinas y una cabra, que de niña fue la mejor compañía de su madre. 

Su casa era muy visitada porque su abuelo era considerado el chamán del pueblo, quien gracias a su poder sobrenatural podía conectar con los espíritus para curar enfermedades, predecir el futuro o incidir sobre las condiciones meteorológicas. Había elegido una de las habitaciones para oficiar sus ceremonias y allí guardaba sus objetos espirituales, que debían ser tratados con total respeto porque los consideraba espíritus ayudantes en sus rituales.

Su abuelo le decía a su madre desde niña, que estaba convencido de que ella había heredado sus poderes y por ello pasaba largas horas explicándole la utilidad de cada uno de los objetos: el tambor, para conectar con la energía de la madre tierra, la sonaja, para viajar a un estado de trance o llamar al espíritu de los ancestros, el plumajero, las piedras, los cristales…

Con el tiempo, ya entrando en el final de la adolescencia, su madre sintió que su abuelo no se había equivocado en sus predicciones y que también ella poseía esos dotes sobrenaturales y pronto fue considerada bruja. Su fama se extendió con rapidez y a ella acudieron no solamente los habitantes del pueblo, sino también gente llegada de otros puntos del archipiélago.

A finales de los años 70 llegó a Cabo Verde un grupo de cooperantes españoles que se asentaron durante un tiempo en algunos lugares de la isla. La creciente escasez de agua había limitado la agricultura de regadío y se trataba de suplir dicha escasez mediante la construcción de infraestructuras para la movilización, el suministro y el almacenamiento de agua.

Un equipo de tres cooperantes se estableció en Morro, ocupando una vivienda próxima a la de sus abuelos. La relación de vecindad facilitó que entre su madre y uno de ellos, el que más tarde sería su padre, surgiese una amistad, que al poco tiempo los convertiría en pareja.

Con la finalización de las obras su padre fue trasladado a Praia, la capital y allí se instalaron naciendo a los pocos meses Shaira. A su madre le costó mucho dejar su pueblo y sobre todo a sus padres que ya eran muy mayores. Al partir, su abuelo quiso que su madre se llevase todos los objetos espirituales que hasta entonces habían compartido, para poder ella continuar con los rituales. A esas alturas el nombre de su madre como bruja sonaba en muchos puntos del archipiélago, por lo que no le fue difícil hacerse con una nueva clientela. Su padre, con su mentalidad científica no creía mucho en lo sobrenatural, pero respetaba las creencias de su madre.

Desde niña, Shaira se sintió atraída por ese universo espiritual y por todos los mágicos objetos que su madre atesoraba en una de las habitaciones, donde celebraba los rituales. En las ceremonias que hacía dos veces por semana le gustaba estar presente, sentada en silencio en una esquina de la habitación porque, aunque al principio no entendía mucho de lo que allí se hacía, comenzaba a sentir esas fuerzas y espíritus invisibles, que lejos de asustarle le procuraban un estado de tranquilidad.

Cuando Shaira cumplió los diez años, su padre fue nuevamente trasladado. Terminada la misión en Cabo Verde, debía volver a España. A partir de ese momento trabajaría en una de las sedes de Barcelona ubicada en el barrio del Raval. Allí se mudaron alquilando una vivienda que encontraron cercana al trabajo.

Shaira se integró con rapidez en su nuevo barrio. Era una niña extrovertida que pronto encontró un grupo de amigos con los que jugaba en la calle al salir del colegio. Su madre también esta vez halló la manera de seguir con sus rituales, cuyo mayor cometido fue siempre ayudar a los demás, mediante su comunicación con el mundo de los espíritus.

Estaba claro que Shaira sería la siguiente bruja de la familia, quien continuaría lo que ya inició su abuelo y después su madre. Ni siquiera el cambio de domicilio a un país occidental pudo frenar su futuro como vidente, a lo que se dedicaría con el paso de los años. Sus amigos la llamaban con cariño la brujilla y le pedían muchas veces que les llevase a la sala donde su madre celebraba los rituales. Sin embargo, la única persona a quien llevó a visitar la estancia y mostró los objetos espirituales allí guardados, fue a su mejor amiga Ela, la hija de los guineanos que regentaban en el barrio la tienda de tejidos africanos.

 La amistad con Ela fue haciéndose más profunda con el tiempo, fraguándose la atracción mutua que habían sentido desde niñas y que fue evolucionando hasta convertirlas en pareja. Cuando Ela, que era tatuadora, pudo disponer de un local no dudó en compartirlo con Shaira, de ese modo, aunque todavía no viviesen en la misma casa, podrían pasar juntas la mayor parte del tiempo.

Ela viajaba bastante a otros lugares, visitando estudios de otros tatuadores. Fue a la vuelta de uno de estos viajes a París, cuando le contó a Shaira que había hecho mucha amistad con René un colega que tenía su estudio en Montmartre. Cuando más tarde este cambió su domicilio a La casa de los tatuados y le envió fotos reclamando su presencia, Ela le propuso a Shaira vivir juntas esa experiencia. Shaira podría seguir con sus actividades y ella compartiría el estudio de tatuajes con René.

El fijar allí su residencia fue la mejor de las decisiones. Cuando llegaron, René se encargó de completar los tatuajes que Ela había ido haciendo en el cuerpo de Shaira, bajo la atenta mirada de unos ojos grandes que ya lucían en su pecho.


Enya

Enya nació en Dakar capital de Senegal, donde su madre trabajaba como limpiadora en el museo Théodore Monod. No llegó a conocer a su padre que murió de un ataque al corazón pocos meses antes de nacer ella.

Durante su infancia siempre estuvo muy apegada a su madre, que era su única familia y desde muy niña supo cuál había sido su dramática historia.

Su madre había nacido en un pueblecito al oeste de Mali, uno de los países más pobres del mundo, cercano a la frontera de Senegal. Allí su abuelo trabajaba en los campos de algodón en jornadas de más de doce horas, que impedían que tuviese mucha relación con ella. Su abuela, una mujer sumisa fiel a las tradiciones más ancestrales, cuidaba de la casa y de un pequeño huerto que apenas les daba para subsistir.

De niña su madre era muy curiosa y un tanto rebelde, que no entendía por qué tenía que aceptar todo lo que le imponían. Sus mejores ratos los pasaba en la pequeña escuela del pueblo donde al menos pudo aprender a leer y escribir.

Este inconformismo en aumento propició que, al filo de cumplir los catorce años, edad en la que deberían practicarle la ablación de los genitales, como ya lo había sufrido su abuela, huyese hasta poder cruzar la frontera con Senegal. Después de muchas peripecias consiguió llegar a Dakar, su capital, donde no le costó mucho encontrar trabajo en una de las casas adineradas de la ciudad. Allí cuidaba a los niños y también realizaba las labores de la casa, a cambio de un escaso sueldo y una habitación donde alojarse.

A pesar de todo y aunque echaba de menos a sus padres, no lamentaba la decisión que tomó en su día y que le había permitido ser dueña de su vida. Únicamente contaba con una tarde libre a la semana que aprovechaba para pasear, disfrutando de la sensación de libertad al poder al menos salir por unas horas de su lugar de trabajo.

En uno de estos paseos por uno de los parques de la ciudad conoció a su padre, empleado de los jardines, con quien coincidiría a menudo y que terminaría siendo su esposo. Era un hombre tranquilo, con el que poco pudo convivir porque a los dos años de casados, cuando su madre estaba en su sexto mes de gestación, murió de un infarto. Cuando ella nació, su madre pudo aguardar un corto periodo de tiempo sin trabajar, gracias a los pequeños ahorros de los que disponía, pero que pronto resultaron insuficientes. Su búsqueda incansable de trabajo culminó cubriendo una vacante en el servicio de limpieza del museo Theodore Monod.

Cuando Enya no estaba en el colegio, muchas veces se quedaba en casa de su vecina, al cuidado de su hija, y otras, su madre la llevaba con ella al museo, donde se entretenía dibujando o jugando con Rob, el hijo de uno de los conservadores con el que coincidía en ocasiones. También él perdería a su padre años más tarde, lo que estrecharía el vínculo entre ambos. Sin embargo, al poco tiempo se mudaría con su madre a vivir a París y se perderían temporalmente la pista.

Todas las tardes que Enya pasó en casa de su vecina propiciaron que con Asha, la joven que cuidaba de ella, se crease un fuerte vínculo. Asha era una persona muy espiritual, equilibrada, a la que gustaba practicar el yoga y que tenía en su habitación muchos libros sobre la India y las medicinas alternativas. Todo ello fue despertando en Enya una curiosidad que se acrecentó con el tiempo y dio lugar a que años más tarde viajasen juntas a la India.

Allí pasaron dos años en los que además de practicar la meditación y el yoga, conocieron en profundidad la medicina ayurvédica, encaminada a conseguir el bienestar mediante un equilibrio de cuerpo, mente y espíritu.  Aprendieron a realizar los masajes ayurvédicos, en los que con fines curativos combinaban manipulaciones corporales con mezcla de aceites vegetales, para los que Enya demostró grandes cualidades.

A su vuelta ambas se dedicaron a poner en práctica lo que habían aprendido y en el piso de Asha daban clases de Yoga, así como masajes ayurvédicos.

Sin embargo, Enya tenía otros propósitos: quería viajar a Occidente. Había leído que ya se empezaba a hablar de la medicina ayurvédica y que por tanto sería un buen escenario para continuar sus prácticas y contribuir a su difusión.

De todos los países europeos, era Italia el que más le atraía y la ciudad elegida fue Pisa, la capital de la Toscana. En un principio le fue difícil ejercer de masajista y pasó varios meses trabajando de camarera en un restaurante y viviendo en una habitación alquilada en un piso compartido. En sus ratos libres se dedicaba a poner en calles y establecimientos carteles anunciándose como masajista, pero nadie llamaba. Cuando ya casi había perdido la esperanza de poder ejercer su verdadera profesión, recibió la llamada de una chica que se dedicaba al masaje oriental y estaba buscando a alguien para compartir el local que había abierto hacía unos meses y que sola no podía atender.

Así fue como Enya y Aoi comenzaron a trabajar juntas. Enya practicando el masaje ayurvédico y Aoi el oriental. La fusión de culturas enriqueció a ambas que se hicieron inseparables compartiendo también un tiempo más tarde la vivienda.

El azar quiso que un día navegando por internet, Enya encontrase en un periódico digital un artículo que hablaba de La casa de los Tatuados. En las fotos que acompañaban el reportaje creyó reconocer a Rob, su antiguo amigo de la infancia con el que jugaba en el museo cuando vivió en Dakar. Al leerlo confirmó sus sospechas y atraída por el proyecto decidió escribirle un correo electrónico a la dirección que aparecía en el artículo.

A los pocos días recibió su contestación. Rob se alegraba mucho de volver a saber de ella y la invitaba a visitarlos. La casa no quedaba muy lejos de Pisa siguiendo la costa italiana, cerca de la isla de Elba. Enya, acompañada de Aoi, visitaron más tarde la casa y como antes ocurrió con el resto de sus miembros, quedaron fascinadas por el proyecto.

A las puertas del verano se mudaron a ocupar dos de las viviendas que aún estaban vacías y uno de los locales de la planta baja para transformarlo en un salón de masajes.

Enya nunca olvidó su pasado y siempre tuvo presente la rebeldía de su madre cuando cambio el rumbo de su vida, al rechazar las tradiciones más ancestrales. De ahí que más tarde Ela le tatuase una escalera ascendiendo hasta su cuello representando la huida y unas cuerdas rotas en sus brazos, significando la conquista de la libertad.


Aoi

Aoi, nació en Tokio, la metrópoli más poblada de Japón y una de las mayores ciudades del mundo.

Sus padres se conocieron siendo muy jóvenes, trabajando en uno de los que con el tiempo se convertiría en uno de los mejores y más famosos restaurantes de ramen de la ciudad, cercano a la concurrida estación de trenes, en el barrio de Shinjuku.

Cuando ambos se incorporaron al restaurante se trataba de un negocio pequeño, de ambiente familiar, en el que se servían platos de la cocina tradicional japonesa. Su dueño no había heredado únicamente el local, sino lo que es más importante, las recetas de muchos de sus platos. Entre ellos, destacaba sin duda el ramen, que lejos de parecer una sopa sencilla, tanto su método de cocción como la elección de sus ingredientes escondían muchos secretos.

A fuerza de pasar muchas horas en la cocina y dado también el carácter afable y abierto del dueño, que no dudo en ir compartiendo sus conocimientos culinarios, consiguieron un mejor aprendizaje de la cocina japonesa, sobre todo de este icónico plato, que si hubiesen estudiado en la mejor de las escuelas de cocina.

Al poco de conocerse surgió entre ellos una fuerte atracción, que unida a la sincronía que experimentaban a diario en el trabajo propició, que recién cumplidos los veinticinco años, cuando ya llevaban nueve años como pareja, formalizaran su relación, casándose y yéndose a vivir a una reducida vivienda próxima al restaurante.

A los dos años de su vida en común nació la pequeña Aoi. Desde niña destacó por su carácter extrovertido y curioso, siempre dispuesta a aprender cosas nuevas. En el colegio llamaba mucho la atención de sus profesores su insaciable sed de conocimientos, sus constantes preguntas de las que nunca podía quedarse sin respuesta.

Los dueños del restaurante, que no tenían hijos, la acogían con cariño cuando sus padres no tenían con quien dejarla y pasaba las horas en la cocina, curioseando los platos y queriendo aprender también la receta de cada uno.

A medida que fue creciendo se fue interesando cada vez más, por todo lo relacionado con las artes marciales. Atraída por sus orígenes comenzó investigando acerca de los samuráis, su filosofía y sus entrenamientos. La admiración de sus katanas le llevó a practicar durante un tiempo el kendo, sobre todo por la utilización en él de la legendaria espada samurái. Más tarde buscando un arte marcial más pacífico y espiritual practicó también el Aikido, llegando a ser cinturón negro.

No fueron las artes marciales lo único que captaron su atención en esta búsqueda de saberes antiguos, sino que también se interesó por aprender diferentes técnicas de masaje japonés. Sobre todo, se hizo una experta en Shiatsu, una terapia de digito puntura, combinación de técnicas de otros masajes orientales tradicionales.

Cuando los dueños del restaurante murieron, su sobrino lo recibió como herencia. Dedicado a los negocios inmobiliarios no quiso saber nada del restaurante y decidió que le resultaría más provechoso económicamente especular con el terreno, cuyo valor había subido considerablemente, que traspasarlo. Después de concederles unos meses y una sabrosa indemnización para rehacer su vida, sus padres se vieron privados de su trabajo en el restaurante, en el que habían estado más de treinta años.

Por entonces ya se había empezado a divulgar el éxito creciente de los restaurantes japoneses en Europa, por lo que se plantearon emigrar a algún país europeo y abrir allí el suyo propio, especializado en ramen.

El país elegido fue Italia y la ciudad Pisa, donde años atrás habían emigrado unos parientes lejanos que, aunque no se dedicaban a la restauración, podrían ayudarlos a su llegada.

Los nuevos comienzos no fueron fáciles. Después de alquilar y adecentar un local que encontraron cercano al centro, consiguieron hacerse con una clientela capaz de valorar su exquisito ramen, que fue en aumento hasta llenar muchos días el restaurante por completo.

Aoi trabajó duro junto a sus padres el primer año hasta que pudieron contratar a algún empleado. Aunque los fines de semana, que era cuando había más clientela, les echaba una mano en la cocina, el resto de la semana se dedicaba a buscar el modo de poder ejercer lo que realmente deseaba que fuese su profesión: el masaje oriental y más concretamente el Shiatsu.

Había encontrado un local que podría habilitar para ello, pero su precio resultaba demasiado caro y por lo que debía buscar a alguien más para compartirlo. Un sábado por la mañana de camino al restaurante vio un cartel pegado en la fachada, en el que una chica se anunciaba como masajista. Ella no quería ofrecerse como paciente, pero a lo mejor podría ser la persona que estaba buscando como compañera de trabajo.

Se puso en contacto con ella y desde el principio se entendieron perfectamente. Enya, que así se llamaba, practicaba el masaje ayurbédico, que había aprendido tras su estancia en la India. Recibía a sus pacientes en la habitación que había alquilado en un piso compartido al llegar a Pisa, por lo que compartía con Aoi su interés por buscar otro lugar, lo que les llevó a alquilar el local.

No sabían en aquel momento que el destino les depararía un lugar mejor donde ejercer su profesión: La casa de los tatuados. Ocurrió cuando después de llevar un año compartiendo el local, casualmente Enya la descubrió, a partir del reencuentro con un antiguo amigo de la niñez que vivía allí. Ambas se desplazaron para conocerla y a su vuelta, entusiasmadas con el proyecto, tomaron la decisión de mudarse lo más pronto posible.

Aunque Aoi ya llevaba algún tatuaje, en la casa completaría más tarde toda la iconografía oriental tan presente en ella desde niña. También les haría partícipes de sus conocimientos culinarios y todos quedarían complacidos con su exquisito ramen.

Pola

Pola nació en la Toscana, más concretamente en Pienza, una pequeña ciudad situada en el valle de Orcia. Entre suaves colinas salpicadas de cipreses, viñas, olivos y un manto de flores distintas según la estación del año, pasó su niñez y parte de su juventud.

Su familia se dedicaba a la artesanía. Su padre a la forja del hierro y su madre a realizar todo tipo de accesorios de cuero. Su casa estaba situada en una de las calles emblemáticas de la pequeña ciudad medieval, la vía del Casello, con sus magníficas vistas de la campiña del valle de Orcia. Sus enormes proporciones permitían albergar no solo la vivienda sino también los talleres en los que trabajaban sus padres.

La habitación de Pola estaba en el piso superior y desde su amplio ventanal tenía acceso a unas magníficas vistas del valle. Su mesa estaba colocada frente a la ventana y Pola se quedaba muchas veces absorta mirando el paisaje. Le gustaba, sobre todo, al llegar la primavera, contemplar la explosión roja de los campos de amapolas que cubrían con su manto la superficie ondulada del valle.

No es de extrañar que en aquel entorno su mayor afición fuese dar paseos por el campo, rodeada de naturaleza y agudizando los sentidos para percibir el aroma de la hierba recién cortada, el sonido del viento e incluso el silencio que a veces la envolvía.

Su estación preferida era la primavera, cuando florecían los campos de amapolas. Muy próximo a su casa había uno plagado de flores y allí pasaba muchas de las tardes al salir de la escuela. Le gustaba sepultarse entre la hierba de modo que las amapolas la envolviesen, sentir el cosquilleo de los pétalos y mirar al cielo, que solía ser de un azul intenso. Tenía su pequeño escondite, donde camuflado entre unas piedras guardaba algunos libros de poesía.

El amor por la poesía comenzó a desarrollarse desde niña, cuando su madre le leía antes de dormirse poemas de Gloria Fuertes, que a ella le gustaban más que los cuentos. Cuando visitaba su campo de amapolas llevaba siempre un cuaderno donde además de escribir algún poema hacía dibujos de las flores. Pronto pudo conocer su naturaleza efímera al comprobar cómo iban perdiendo lozanía y se marchitaban en pocos días. Cuando esto ocurría ella las recogía con delicadeza del suelo y las iba depositando entre las hojas de su cuaderno.

Su conocida obsesión por estas flores, determinó que su madre, de nacionalidad española y muy apegada a su lengua de origen, comenzase a llamarla desde niña primero “amapola”, y más tarde simplemente Pola. Con este nombre se presentó orgullosa a partir de entonces, sustituyendo al suyo verdadero: Paola.

Su afición por la artesanía comenzó pronto. Su padre le daba trocitos de hierro fundido que aplanaba formando una especie de medallas irregulares y que ella posteriormente decoraba con dibujos de pétalos de amapolas. También con los mismos motivos florales decoraba los recortes de cuero procedentes del taller de su madre. De este modo fabricaba colgantes que después llevaba al colegio y regalaba a sus amigas.

Cuando terminó sus estudios en el instituto y después de hacer unos cursos en la Escuela de Artes y oficios de Pisa, en los que aprendió distintas disciplinas artesanales, se estableció en Pisa como artesana. Sus piezas las vendía en la tienda de regalos en la que trabajaba y también se inscribió en el colectivo de artesanos de la zona, para participar en los mercadillos que se celebraban a lo largo del año recorriendo la provincia.

Toda su artesanía giraba en torno al mismo eje temático: las amapolas. Tanto sus complementos de bisutería como sus carteras de cuero respiraban la misma esencia que desde niña había ido inoculándose en su piel. Las etiquetas de sus productos llevaban su firma “Pola”, en la que había sustituido la o por un gran pétalo de amapola.

Aunque su residencia la tenía en Pisa, le gustaba pasar el mayor tiempo posible en Pienza donde, además de su familia, seguía conservando su habitación de niña y ese paisaje tan querido en el que todas las primaveras volvían a florecer sus queridas amapolas.

Una tarde cualquiera de finales del invierno Pola recibió en la tienda la visita de una chica que buscaba un regalo para su amiga. Tenía que ser algo muy especial y había recorrido varios sitios sin encontrar ninguno que le satisficiera. Pola le mostró los complementos de bisutería de su marca y ella no dudó en adquirir entusiasmada un colgante, en el que aparecían tres amapolas envueltas por una esfera de cristal. No fue la última vez que visitó la tienda, conociendo Pola más tarde también a su amiga y fraguándose entre las tres una gran amistad. Parecía que el colgante que compró la primera vez que visitó la tienda hubiese anticipado lo que ocurriría después.

Ese futuro que parecía estar ya escrito en la esfera de cristal fue tomando forma el día en el que sus amigas Enya y Aoi le contaron el proyecto de La casa de los tatuados a la que se mudarían a principios del verano. Situada también en la Toscana le ofrecería un entorno diferente, con el mar como protagonista, lo que podría ser una nueva fuente de inspiración.

Después de visitarla con ellas un fin de semana, no quiso desaprovechar la oportunidad de poder ocupar la única vivienda que quedaba vacía y también un espacio en la planta baja donde montar su taller.  De este modo Pola se unió al proyecto e hizo el traslado unas semanas después de llegar sus dos amigas.

Al igual que ellas, Pola conectó enseguida con el resto de miembros de la casa y pronto los tatuajes de amapolas fueron cubriendo su piel como sello indiscutible de su identidad.



Portada y contraportada de "La casa de los tatuados"