Yamada es uno de los discípulos más aventajados del maestro Ozu –junto a Hirokazu Koreeda–, y sus películas se sitúan en las antípodas del vértigo de muchas producciones actuales: destilan elegancia, serenidad, delicadeza, contención… Tienen mucha ‘vida interior’, pero exigen una mirada contemplativa y reflexiva por parte del espectador, para percibir más allá de lo que se muestra. Quizá sea un cine en extinción –sólo para nostálgicos, según algunos críticos–, pero esto no deja de ser una mala noticia, porque la filmografía de Yamada tiene mucho que enseñar a las nuevas generaciones de directores. Basta recordar la magistral Una familia de Tokio, ya reseñada en este blog.
La joven Taki ‑excepcional Haru Kuroki, premiada en la Berlinale 2014‑ deja su pueblo en 1936 para servir en el hogar del matrimonio Hirai. Allí, en la hermosa casa del tejado rojo, vivirá unos años que marcarán el resto de sus días. Con su bondad, su abnegación y el amor de su corazón puro, velará por la felicidad de todos y sufrirá con los avatares de la familia; un sufrimiento que se hace extremo cuando su ama, la bella Tokiko (Takako Matsu), conoce al joven Itakura.
“Si la película –concluye Yamada– inspira a los que la ven a sopesar qué es lo importante y qué no lo es, al comparar el presente con el pasado, me sentiría muy feliz”. Unas palabras que parecen eco de otras que dejó escritas la Nobel de Literatura Pearl S. Buck, buena conocedora de la mentalidad oriental: “Muchas personas se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad”.
Juan Jesús de Cózar