La casa eterna - Yuri Slezkine

Publicado el 08 septiembre 2023 por Elpajaroverde

En agosto de 1939 el joven Liova Fedótov recibe la visita de sus familiares de Leningrado. La recordará como unos de los días más felices de su vida y se lamentará por ello de no haber dejado constancia de la misma en su diario. Será entonces cuando tome la decisión de dejar registrado por escrito todo lo que tenga que ver con su vida. Se aplicará a ello —al igual que a cualquier de las otras actividades que acometía— con dedicación y esmero.

Puede que, al igual que hiciera Liova en un primer momento con la visita de sus familiares, pensemos que las cuitas de un adolescente anónimo carezcan del suficiente interés como para ser inmortalizadas sobre el papel. Si nos percatamos de que ese adolescente vivió en el Moscú de la era soviética, tal vez ese contexto histórico sea considerado por algunos un aditivo a su vida; para otros, acaso esta siga careciendo de interés. Yo, en cambio, leo de la obsesión de Liova por reproducir por escrito hasta la más nimia conversación y me acuerdo de Walter Kempowski, autor de la novela Todo en vano que leí hace un par de años. En la reseña de la misma os hablé de su titánica obra Das Echolot para cuya concepción había solicitado a gente anónima, a través de anuncios en el diario alemán Die Zeit, material biográfico sobre la Segunda Guerra Mundial. Numerosos fueron los diarios, cartas, fotografías, etc. que recibió.

Cuantiosas han de ser también las memorias, diarios, cartas, novelas, etc. que ha leído el escritor estadounidense de origen ruso Yuri Slezkine para la concepción del libro que os traigo hoy; ingente y admirable su labor de documentación. La casa eterna no consta de diez volúmenes ni fue publicada a lo largo de veinte años como es el caso de Das Echolot. No obstante, su único volumen de 1600 páginas no deja lugar a dudas de su carácter aglutinador. Sobre el resultado no puedo decir sino que es abrumador.

La casa eterna que protagoniza esta monumental obra de Slezkine se llamó oficialmente Casa del Comité Ejecutivo Central y del Consejo de Comisarios del Pueblo, aunque era más conocida como Casa de Gobierno o, debido a su ubicación en una plaza llamada Ciénaga, frente al Kremlin y bañada por el río Mosca, como Casa del Malecón o del Embarcadero. Albergaba quinientos apartamentos, amén de otros servicios como teatro, biblioteca, peluquería, guardería, ambulatorio, etc. y llegó a tener más de dos millares de inquilinos entre funcionarios estatales, miembros del gobierno, familiares, sirvientes y empleados.

Sin embargo, lo que era la Casa de Gobierno para la clase dirigente del nuevo sistema sin clases para sus hijos, esa generación que terminaría con la revolución que iniciaron sus padres, fue el hogar de su infancia. Más allá de ese lugar mágico que en todo apartamento de la Casa de Gobierno era para los niños el despacho del padre con la correspondiente colección de armas y las bellas enciclopedias encuadernadas en cuero y doradas en los bordes, cada una del resto de habitaciones, imbuidas de olor a alfombras y libros viejos, contenían sus propios misterios. La casa era como una fortaleza que se erigía sobre una isla. La casa, para Yuri Trífonov, por la sempiterna humedad de los patios y el olor a río de los dormitorios, era la casa del agua.

Liova Fedótov y Yuri Trífonov fueron amigos y ambos pasaron su infancia en esa casa eterna. Liova fue uno de los niños más emblemáticos que vivieron allí. Dibujante, gran lector (como lo fueron todos sus contemporáneos), fue ante todo —como lo describió su amigo Yuri— un científico y un cronista convencido. Vivía de lo que escribía y lo que leía en busca de la plenitud del tiempo y de una absoluta autoconciencia. Era hijo de Fiodor Fedótov, antiguo instructor del Comité Central cuyo cuerpo se encontró en 1933 en un pantano cercano a la granja estatal que dirigía. Liova contaba por entonces diez años y vivía con su madre en un pequeño apartamento del primer piso de la Casa de Gobierno.

Su amigo Yuri era hijo de Valentin Trífonov, importante activista bolchevique que desempeñó un papel fundamental en el dominio soviético sobre el territorio de los cosacos del Don. Sus servicios al Partido Comunista no le sirvieron, sin embargo, para evitar ser arrestado el 21 de junio de 1937 durante la Gran Purga. Un Yuri de once años describiría ese día como el peor de su vida, aunque probablemente por entonces ni sospechara que aquel había sido tan solo el primero de muchos peores. En abril del año siguiente detendrían a su madre. Para entonces el padre ya había sido ejecutado.

Como muchos de los niños de la Casa del Gobierno, Liova muere durante la Gran Guerra Patria —tal es el nombre con el que la Unión Soviética llamó a la guerra contra la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial—. Su profundo patriotismo, que no era sino un reflejo del exacerbado nacionalismo dominante en el ambiente, lo llevan a alistarse con convencimiento el invierno de 1942-1943. El 14 de junio de 1943 escribe una postal a su madre instándola a no preocuparse y manifestando lo orgulloso y feliz que está de servir en la primera línea de una unidad de combate. Su muerte se produciría tan solo once días después.

Yuri, en cambio, forma parte de los niños criados en la Casa de Gobierno que sobreviven a la guerra. Escritor precoz, llegará a convertirse en una figura destacada de la llamada prosa urbana soviética. Una de sus obras más célebres es La casa del malecón, en la que hay un personaje inspirado por su amigo de infancia Liova Fedótov. 

En todas las novelas y cuentos de Yuri Trífonov hay alguien cuyo cometido es recordar, bien sea un historiador, un novelista o un narrador inmerso en sus recuerdos. A la carga memorialística de la obra literaria de Yuri Trífonov y al vacío consistente en no detenerse a analizar nuestros rastros dedica Yuri Slezkine el epílogo de su libro sobre la casa que su tocayo convirtió en eterna en los suyos.

El festín de Baltasar, óleo sobre lienzo de Rembrandt. Fuente: National Gallery. Trabajo en dominio público.
La obra representa un episodio narrada en el Libro de Daniel en el que Baltasar, rey de Babilonia, celebra un banquete con los cuencos y vasos saqueados al Templo de Jerusalén. Una misteriosa mano irrumpe en medio del festín dejando una escritura ininteligible en la pared. Tan solo el profeta Daniel es capaz de descifrarla. Lo que anuncia es el castigo del rey Baltasar con su muerte y la caída de su reino. Baltasar fue asesinado esa misma noche.
Días después de que el zar Nicolás II y su familia fuesen asesinados por los bolcheviques, se descubrió en una de las paredes manchadas de sangre del sótano de Ekaterimburgo en el que se produjo la matanza la reproducción de unos versos del poema Belsazar de Heinrich Heine inspirado por la historia bíblica de la muerte del rey de Babilonia y que rezan así: «Baltazar, sin embargo, esa misma noche, a manos de sus lacayos, perdió la vida».
La referencia por parte de Yuri Slezkine a Babilonia como una amenaza y como el enemigo a batir por los bolcheviques es una constante en La casa eterna.


Estoy empezando por el final, pensaréis. Hablo de los hijos de la Revolución en lugar de comenzar hablando de los padres. Hago referencia al epílogo del libro del que vengo a hablaros sin mencionar siquiera las partes precedentes. Tiro de hilos porque la memoria es así. De fibras, como diría uno de los personajes de los libros de Trífonov. Y es que, como decía ese personaje, la vida está hecha de miles de fibras cada una de ellas arrancadas de una herida en carne viva. Así, pues, he cogido una de las infinitas fibras que componen este libro de vidas malogradas y he tirado de ella. Lo único que lamento es no ser capaz de abarcar todo el tapiz. Mi limitada memoria me ha impedido trenzar cabos soltados con cabos retomados de una misma fibra y asistir así al completo y complejo entramado que es este libro de Yuri Slezkine en toda su magnitud. Mea culpa. Lo que a cambio tengo en mi cabeza es una maravillosa red con agujeros. Me emplazo para retejerlos a una relectura que sé improbable y no porque La casa eterna no la merezca sino porque bien sé que —al menos en mi caso— en la pugna por ser leídos los libros sin leer ganan siempre a los ya leídos.

Antes del mencionado epílogo (voy a intentar poner un poco de orden) tenemos tres libros, seis partes y treinta y tres capítulos. En cada uno de esos libros, partes y capítulos se van entrelazando de forma transversal tres ramas. Una de ellas es una suerte de saga familiar de diferentes familias que vivieron en la Casa de Gobierno sobre la cual ya nos avisa el autor en el prefacio de este libro que podemos reconocer o no a los diversos personajes o incluso habernos olvidado de alguno de ellos. Así, pues, constato que la finitud de mi memoria no es inferior a lo esperado por el autor de estas páginas, pero, aunque ello no deja de ser un consuelo, no puedo evitar que, como lectora del todo, como chupóptera de ese encomiable trabajo que realizan ese selecto club de recopiladores al que pertenecen Liova Fedótov, Walter Kempowski y el propio Yuri Slezkine, no puedo evitar, como iba diciendo, que me de rabia.

Otra de esas tres ramas es un interesantísimo análisis sobre el bolchevismo. La analogía que establece el autor entre este y las sectas milenaristas, las religiones en general y el cristianismo en particular es una constante en la obra que nos ocupa. Seguimos así el recorrido soviético desde la forja de la Revolución de Octubre, pasando por la guerra civil, la industrialización, la instauración del Gran Terror, …

Una de las fibras vitales que he ido retomando con agrado y horror a lo largo de esta lectura es la de Serguéi Mirónov. No recuerdo en qué momento la agarré porque tenía agarrada la de otro Mirónov de nombre Filipp y al principio las confundí. Podría haber sido Filipp uno de esos personajes que han pasado por este libro ante mis ojos y mi memoria con mucha pena y efímera gloria, pero el caso es que no me he olvidado de él y bien que me alegro de que haya sido así.

De Serguéi Mirónov (en adelante Mirónov a secas) sabemos fundamentalmente por lo que su esposa Agnessa contó de su vida en común. El primer Plan Quinquenal para revitalizar la economía de la creciente Unión Soviética se centró en la construcción y la industrialización. La falta de mano de obra pronto se convirtió en el principal escollo para cumplir los objetivos del plan. La solución al respecto fue tan obvia como innovadora: el empleo masivo de presos. Con ello no solo se multiplicaron los campos de trabajo existentes (en 1929 tan solo existía el de las Islas Solovki) sino que el crecimiento de detenidos fue exponencial. Sin embargo, en un país mayoritariamente agrario como era la Unión Soviética, para acometer la industrialización soñada primero debía llevarse a cabo una completa reforma agraria. Así, la verdadera revolución tuvo lugar en el campo cuando Stalin emprendió lo que ningún estado había intentado jamás en siglos de historia: transformar a toda la población de las zonas rurales en empleados estatales a tiempo completo. La implementación inflexible de planes productivos excesivamente ambiciosos provocó una hambruna que se cobró entre 4,6 y 8 millones de víctimas. Los responsables de la colectivización debían demostrar firmeza sin cometer excesos, pero el límite entre la firmeza y el exceso fue tan fluido como invisible. Tampoco fue extraño que alguno de esos responsables combinara la inflexibilidad y dureza en público con pedidos de clemencia en privado, aunque siempre sin resultados para sus súplicas e incluso en algunos casos con represalias. En Ucrania, una de las zonas más azotadas por la hambruna, uno de los responsables de cumplir los objetivos de la colectivización agraria fue Mirónov. 

Casa del Embarcadero durante su construcción. Fotografía de autor desconocido y en dominio público. Fuente: LJ community ru_sovarch.
Al fondo podía verse aún en pie la catedral de Cristo Salvador de Moscú, la cual fue derruida en 1931 para ocupar su lugar con el Palacio de los Sóviets, un impresionante proyecto arquitectónico sin precedentes que sería edificio administrativo, así como el monumento supremo del estado socialista, y que estaría coronado por una colosal estatua de Lenin. El concurso arquitectónico fue ganado por Borís Iofán, el mismo arquitecto que se encargó de proyectar y supervisar la construcción de la Casa del Malecón. La construcción del Palacio de los Sóviets nunca llegó a término y la catedral de Cristo Salvador volvió a ser consagrada en el año 2000 tras su reconstrucción durante la década de 1990.

Agnessa relata que Mirónov tuvo dos vidas: la privada, que pasó con ella, y la profesional, de la cual le dejó muy claro que quería mantener al margen. Así, mientras tomaba decisiones y seguía órdenes que llevaron a la inanición a miles de personas, en su seno familiar se acogió tanto a familiares hambrientos de su mujer como a una sobrina de su criada. La Casa de Gobierno, cuyos inquilinos llevaban de puertas para adentro una vida aburguesada en las antípodas de los valores que predicaban, fue una pequeña isla en medio de un océano de hambre. Sin embargo, sus habitantes no fueron ciegos a los escuálidos seres procedentes de ese océano que llegaron a sus orillas. Los Mirónov no fueron lo únicos en este sentido. A veces, la colectivización tomaba literalmente cuerpo y su presencia física no podía escapar a los residentes de la Casa de Gobierno. 

Ser bolchevique implicaba disolver la personalidad propia en la voluntad colectiva del proletariado. Como apuntó ese otro Mirónov de nombre Filipp, para el bolcheviquismo no había individuos sino clases, no había seres humanos sino humanidad y su cometido era exterminar a los seres humanos de hoy en nombre de la felicidad de la humanidad del mañana. No voy a detenerme en las circunstancias vitales e históricas de Filipp Mirónov por no hacer esta reseña más extensa de lo que ya va a ser. Tan solo diré de él que dentro del Partido Comunista fue un hombre con criterio propio, así como con muchas dudas. A mí me gusta la gente que duda y por eso he sentido simpatía por Filipp Mirónov. Líbreme ese dios del que no espero que me libre de nada de las personas que enarbolan verdades inamovibles. Líbreme mi escepticismo de esos Dzhugashvili de nombre impronunciable que adoptan nombres tan inflexibles como el acero tales como el de Stalin.

Lamentablemente, los hombres que no dudan son aupados y sostenidos por los hombres que dudan. Si bien el bolchevismo fue un movimiento inflexible, los bolcheviques como individuos independientes fueron hombres que dudaron en algún momento aunque solo fuera íntimamente. Por eso todos fueron cayendo en ese sálvese quien pueda que desencadenó el asesinato del peso pesado del gobierno soviético Serguéi Kírov, en esa rueda de arrestos, interrogatorios y confesiones que daban lugar a nuevas detenciones. Todos corrieron el riesgo de convertirse en un chivo expiatorio, figura —la del chivo expiatorio— de la que Yuri Slezkine hace un interesante análisis pasando por diferentes tiempos y lugares. Como explicó Nikolái Bujarin, principal ideólogo de la nueva economía soviética, uno de los principios más fundamentales del Partido Bolchevique era la lealtad absoluta a sus instituciones gobernantes. Os imaginaréis que tal grado de exigencia fue harto difícil de cumplir.

La mayor parte del entramado del operativo de la Gran Purga se llevó a cabo en secreto. Los números y objetivos exigidos ahora conocidos y que Yuri Slezkine ofrece en este libro son abominables. El mero hecho de que existiesen objetivos cuantificables es en sí repugnante. En Siberia Occidental, el encargado de desenmascarar al buscado enemigo fue nuestro viejo conocido Serguéi Mirónov. Tomó su cargo como jefe de la dirección en ese territorio de la NKVD a finales de 1936. Destacó por su interés en la resolución de algunos 'aspectos técnicos'. También supo ser indulgente con el comportamiento dubitativo de alguno de sus subordinados. Su esposa Agnessa apuesta en su testimonio por exonerarlo del papel de torturador en primera persona. No puede, sin embargo, evitar la duda. Lo que sí queda fuera de toda duda es su cumplido papel de inquisidor jefe en Siberia Occidental. Por su desempeño en el mismo fue reconocido por el Partido con el cargo de embajador en Mongolia. Pero lo que ni siquiera un hombre tan útil para la causa pudo conseguir fue librarse de la Gran Purga.

Campesinos hambrientos en una calle de Kharkiv, Ucrania, en 1933.
La hambruna que azotó a Ucrania como consecuencia de la extremas medidas tomadas durante la colectivización agraria se conoce en ese país como Holodomor, cuya traducción literal del término original ucraniano es matar de hambre.
La fotografía, de Alexander Weinerberger y en dominio público, pertenece a 
Famine in the Soviet Ukraine, 1932–1933: a memorial exhibition, Widener Library, Harvard University. Cambridge, Mass.: Harvard College Library: Distribuido por Harvard University Press, 1986. Procyk, Oksana. Heretz, Leonid. Mace, James E. (James Earnest). ISBN: 0674294262. Page 35. Inicalmente publicado en 
Muss Russland Hungern? [Must Russia Starve?], publicado por Wilhelm Braumüller, Wien [Vienna] 1935. Fuente: Diocesan Archive of Vienna (Diözesanarchiv Wien)/BA Innitzer


La tercera rama imbricada en la narración de esta titánica obra es literaria. No hay revolución que se precie sin revolución cultural y la bolchevique no fue ajena al intento de forjar una corriente literaria y artística que educara en sus ideas ni al control y censura de todo aquello que se alejara de estas. Con todo, tampoco faltaron las dudas en quienes cayó la responsabilidad de ser los artífices de esa corriente cultural afín al Partido. Así, no he podido evitar retomar con cierta simpatía la fibra de Fyodor Nikolayevich Kaverin, quien fuera director del teatro de la Casa de Gobierno, cada vez que me la he encontrado a lo largo de esta lectura. 

Kaverin fue un personaje singular. Rouben Simonov, director del Teatro Vakhtangov, dijo de él que para interpretar a Don Quijote tan solo tenía que pensar en Kaverin. Era un enamorado del teatro. Lo adoraba y le hacía sufrir a partes iguales. Le atormentaba la idea de que el teatro fuera algo absurdo e inútil al que solo las personas inútiles podían tomarlo en serio. Bien es cierto que para los dirigentes soviéticos poca utilidad podía tener alguien que aspiraba a trabajar según el dictado de su conciencia. Fue por ello por lo que Kaverin tuvo que rediseñar ese trabajo y consiguió, de hecho, cierto éxito en el empeño, algo que no debió de ser fácil para alguien que en 1924 había dejada plasmada en su diario la idea de que el teatro debía de hablar al público y ser el nervio de su tiempo y de su entorno.

Otro personaje controvertido, y por tanto víctima propiciatoria para la Gran Purga como terminó siendo, fue Aleksandr Voronski, quien fuera el crítico literario bolchevique más influyente así como supervisor de literatura del Partido soviético en la década de 1920. Fue precisamente cuando asesinaron a Kírov que Voronski se encontraba trabajando en un libro sobre Nikolái Gógol. Según su hija Galina estaba completamente absorto en ese trabajo. Para el escritor y crítico la clave del genio de Gógol era su naturaleza dual y consideraba su cuento Viy como un punto de inflexión en el autor. Para Voronski la del artista era una condición maldita, pues solo su pincel es capaz de pintar las legiones de demonios —como Gógol en el citado cuento— en su horrible y pintoresca monstruosidad. Para él los verdaderos artistas eran profetas dotados del don especial de la clarividencia.

Me acuerdo de Marina Tsvietáieva, mi rusa favorita (el nombre de su hija Ariadna Efrón —recordemos que fue arrestada por la NKVD y condenada a trabajos forzados— aparece, por cierto, en una ocasión en el libro de Slezkine, pero esto es algo puramente anecdótico). Me acuerdo de ella y de su ensayo El poeta y el tiempo al hilo de la idea sobre la finalidad del teatro de Kaverin. Leo las ideas de Voronski desprendidas de su análisis sobre la obra de Gógol y tengo la sospecha de que he leído hace poco algo similar en alguna parte. Miento, en realidad tengo la certeza de que he leído justamente lo contrario. Es solo que los contrarios muchas veces tienen la facultad de ser la misma cosa.

Mi memoria, que aunque queso gruyer a veces es también una milagrosa y azarosa bendición, me apunta que es en el prólogo de Enrique Vila-Matas a la edición de Bartleby, el escribiente que leí hace escasos meses donde lo he leído, así que para allá me voy a confirmar mis sospechas y, efectivamente, constato que el escritor barcelonés niega allí la cualidad visionaria de su admirado Herman Melville. «Nada más absurdo que pensar que profetizó algo», nos dice en ese prólogo. «Lo que sucede», continúa, «es que algunos escritores tienen muy desarrollado el sentido de la percepción». Y para explicar esto recurre a una entrevista a Jordi Llovet en Barcelona Review en la que el crítico habla de Franz Kafka y comenta esa impresión que tenía el escritor austriaco de ser como un espejo que se adelantaba. Es curioso. Me doy cuenta al releer esa parte del prólogo de Vila-Matas de que ya sabía de esa idea que tenía Kafka de sí mismo y a la vez estoy segura de no saberlo ni por Vila-Matas ni por Jordi Llovet sino que lo sabía de antes. Es más, ni siquiera recordaba esa parte del prólogo y eso que es inmediatamente posterior a la recordada que me llevó a ella. Es más (y en breve recojo los hilos ajenos (o no) al libro que nos ocupa y levo anclas para volver a este), tampoco recordaba haber leído las siguientes palabras que siguen a esa idea y que Vila-Matas toma de la citada entrevista a Jordi Llovet: «Pero en Kafka no había profecías, se trataba de percepción, que es una cosa muy distinta y que suele ser mucho más habitual en los escritores que las profecías; ¡eso sí lo son los escritores!, muy perceptivos. Y en este sentido creo que Kafka ha sido el más perceptivo de los escritores del siglo veinte. O sea, el hombre que vio hacia dónde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka ve el panorama más allá en la evolución». Toma ya.

Extracto del acta de la reunión del Politburó del 17 de enero de 1940 en la que se ordena transferir a 457 participantes activos en organizaciones contrarrevolucionarias, troskistas de derecha y conspirativas a la Sala Militar del Tribunal Supremo de la URSS. La sentencia consta en el mismo acta: 346 de los acusados serán ejecutados y los 111 restantes serán enviados a campos de trabajo durante al menos 15 años. El documento está exento de copyright.


Es obvio que los bolcheviques no debieron de leer a Kafka. Sí leyeron, por supuesto, esa biblia que era para ellos El capital. No así sus hijos. No así esos hijos de la revolución que cavaron la tumba de la revolución que iniciaron sus padres. Nombres como el de Marx, Engels o Lenin representaban para ellos mitos a los que nunca se acercaron. Sus lecturas habituales, aquellas que más influyeron en su formación y en su crecimiento personal fueron otras. Liova, Yuri y sus coetáneos no leían literatura soviética. Para su generación la literatura rusa era Guerra y Paz, su idolatrado Pushkin (mi Pushkin ya sabéis que es el de Marina, como os conté hace poco) y poco más. Leían mayoritariamente clásicos extranjeros: Dickens, Balzac, … Es curioso cómo un sistema que extendió sus tentáculos hasta límites insospechados descuidó tanto lo que podría haber sido una educación sesgada y dirigida para sus retoños y cómo infravaloró el poder de la ficción de la que estos se nutrían con placentera gula. La familia o lo que ocurría en ellas de puertas para adentro fue el gran talón de Aquiles del bolcheviquismo. Nunca supo cómo solventar el gran peligro que esta representaba para la causa, para la adhesión sin fisuras exigida ante la cual la familia fue un silencioso rival. Al hilo de esto, el análisis que Slezkine plantea en este libro acerca de cómo las sectas milenaristas con las que compara a los bolcheviques afrontaron el problema de la familia es revelador.

Los niños de la Casa de Gobierno fueron unos jóvenes románticos ardientemente patrióticos y amantes de la autorreflexión y el autoconocimiento. Fueron lectores voraces que vivían en el pasado y en los países extranjeros de las novelas que devoraban. Sus padres, en cambio, miraban hacia el futuro, hacia ese mundo que una vez soñaron y que ahora estaba en construcción. Los hijos respetaban y veneraban a sus padres, pero, en el fondo, la revolución de estos, por mucho que se enorgullecieran de ella, no debía de ser para ellos más que una idea tan romántica como la que se desprendía de los libros que leían. En una sola generación, los camaradas se transformaron en amigos y la primera lealtad se trasladó del Partido hacia uno mismo.

Durante el Gran Terror no pasó una noche sin que los cuervos negros (así es como eran llamados los agentes de la NKVD) se llevaran a alguien de la Casa de Gobierno. Se sellaron apartamentos. Se reubicaron inquilinos. Los familiares de un detenido eran trasladados a otro apartamento que debían compartir con los familiares de algún otro detenido (eso si no eran también arrestados o, en el caso de los niños, enviados a orfanatos si no tenían la suerte de tener algún familiar ajeno a la Casa con el que irse a vivir). En 1941, ante la inminente llegada de las tropas alemanas a Moscú, se evacuaron a los residentes restantes. Algunos de ellos volvieron y la Casa volvió a ser repoblada, pero la mayoría de los nuevos inquilinos no eran altos funcionarios y la Casa de Gobierno, por tanto, dejó de ser la casa del gobierno. Actualmente el mastodóntico edificio sigue en pie. El teatro, el cine y la tienda de comestibles continúan estando en el mismo lugar y la mayoría de apartamentos son residencias privadas. La plaza delantera vuelve a llamarse plaza de la Ciénaga como si fuera una broma macabra, una testigo muda de que los bolcheviques sacaron al pueblo ruso de la ciénaga del imperio zarista para terminar revolcándolo por el fango, un recordatorio de lo cíclica que es la historia.

Si hay alguna obra literaria que se acercó a lo que el Partido Comunista pedía a sus escritores esa fue Camino hacia el océano, de Leonid Léonov. Sin embargo, ni siquiera la considerada gran novela bolchevique alcanzó cien por cien los estándares exigidos. En 1935 Máximo Gorki le escribe a Léonov en relación a su novela para afearle que la sombra trise y malévola de Dostoieski se cerniera sobre toda la trama (a los socialistas rusos las dudas inherentes al existencialismo de uno de sus escritores más insignes no debían de hacerles mucha gracia). En 1971 será Leonov quien le escriba a un amigo en relación a una nueva novela. Se trata de La pirámide, obra concebida en 1940 y que estaba aún inconclusa cuando se publicó la primera edición rusa en 1994, año de fallecimiento de su autor. En esa carta Léonov le explica a su amigo que él y Dostoievski se encuentran en el lado opuesto de la montaña y que desde allí puede ver las cosas que este temía. En la década de los noventa, cuando se publica La pirámide, por fin se puede escribir (y leer) sin miedo bajo la enorme sombra de Dostoievski. Y hablando de sombras, en el epílogo de La casa eterna, a raíz de uno de los libros de Yuri Trífonov y de uno de sus personajes, su tocayo Slezkine señala que vivir en la oscuridad es vivir sin sombra, significa no dejar rastro y tener que apoyarse en la memoria de los demás. Y es que solo los que no temen mirar al pasado pueden entender sus orígenes, aligerar el presente y encarar el futuro. La sombra es inherente a la luz, así como el presente lo es al pasado. Con una cita de La pirámide cierro las puertas —aunque dejo la llave puesta por si alguien quiere entrar a deshilachar fibras y descubrir nuevos recovecos— de mi visita y mi estancia en esta casa eterna.

«¿No fue la misión histórica de Rusia estrellarse contra el suelo, ante los ojos del mundo, desde la altura de mil años de grandeza, para advertir a las generaciones futuras contra los repetidos intentos de crear un paraíso en la Tierra?»

Casa de Gobierno, fotografía del edificio que la albergó tomada en 2004 por Sergey Ashmarin y bajo licencia CC BY-SA 3.0.
Fuente original: Panoramio.


Ficha del libro:Título: La casa eterna: Saga de la Revolución RusaAutor: Yuri SlezkineTraductor: Miguel Temprano GarcíaEditorial: AcantiladoAño de publicación: 2021Nº de páginas: 1632ISBN: 978-84-18370-22-9Comienza a leer aquí
Si te ha gustado...¿Compartes?      ↓