Siendo joven, Jordi Pujol vivía en una España de bombillas de 15 vatios, humildes parejas de soldados y criadas, sotanas que dirigían la política, canciones de Lola Flores y Antonio Molina, y boleros del catalán José Guardiola.
Medio siglo después, Pujol ve más luz, más oropel de desigual progreso, obispos que siguen mandando, a las familias Flores y Molina, que continúan artisteando, y a los herederos de José Guardiola, situados en la Academia catalana de Operación Triunfo.
Zarraonaindía, Zarra, el bienamado héroe futbolístico del Régimen que le metió un gol a la Pérfida Albión, es ahora Camacho, el gran Príapo sudoríparo.
Jordi Pujol detesta este país folclórico, rancio como en el pasado, y propone para Cataluña un orgullo patrio más refinado.
Así, frente a la cutrez de la selección española, con banderas rojo y gualda y bocadillos de tortilla, sitúa a la catalana, que ya se enfrentó a Brasil entre senyeras, bocadillos de butifarra y Jordi el del Bombo, con barretina, sustituto del Manolo hispánico.
Frente a los palmeros, folclóricas y sus mamás, que nos impone el españoleo, quiere muchos castellets, y que los ejecutivos de las multinacionales y los imanes musulmanes luzcan el typical traje regional y que bailen sardanas en los descansos.
Las propuestas patrióticas de Pujol demuestran que la planificación política de las aficiones populares es un arma cargada de caspa, como la que nos disparó el franquismo y nos impregnó para siempre con esas indestructibles, indelebles escamillas.