Durante la Segunda Guerra Mundial, Adolf Hitler temía que lo envenenaran. Empleó a un grupo de mujeres jóvenes como conejillos de Indias: eran las «catadoras», las encargadas de probar la comida antes que él, un trabajo que desempeñaban de manera clandestina. Entre ellas se encontraba Margot Wölk (1917 – 2014), que poco antes de su muerte habló del tema. Su historia llamó la atención de la escritora Rosella Postorino(Regio de Calabria, 1978), que, aunque no llegó a conocerla, se inspiró en ella para escribir La catadora(2018), su cuarta novela y la más aclamada hasta la fecha. Ha sido un éxito de ventas, se ha traducido a numerosos idiomas y ha recibido el Premio Campiello y el Premio Rapallo, entre otros. Ya se han vendido los derechos para su adaptación al cine.Nos habla Rosa Sauer, trasunto de Margot Wölk, una secretaria berlinesa que ha dejado atrás la capital después de perder a su madre en un bombardeo. Corre el año 1943 y, con su marido en el frente, se instala en la granja de sus suegros. Nadie sospecha que en esta localidad se lleva a cabo la cata: cada jornada, las chicas son trasladadas al centro donde tiene lugar la comida. No ven nunca a Hitler; solo se relacionan con los militares del cuartel y el cocinero. Las hay casadas y con hijos, otras son muchachas solteras. Todas, sin embargo, han sufrido algún tipo de pérdida por la guerra. La mayoría se conoce del pueblo; a Rosa la apodan «la berlinesa» por su estilo sofisticado. Como en cualquier grupo, unas son más despiertas que otras, y no falta una enigmática: Elfriede.No hay que entender La catadora como una novela histórica al uso. Más allá del interés o la curiosidad por narrar la experiencia de estas mujeres, por «darles voz», Postorino se sirve de este marco para examinar las relaciones humanas en un contexto de miedo e incertidumbre, es decir, un asunto que trasciende el testimonio. Los personajes se juntan para comer, una actividad diaria que no obstante se desarrolla en condiciones anómalas, sobre las que ellas no tienen control. La autora sobresale al recrear la atmósfera de tensión, de amenaza bajo la calma aparente. Las chicas charlan, incluso bromean, pero no pierden de vista la naturaleza oscura de su cometido, ni el hecho de que sus vidas carecen de valor para el régimen. Podrían morir si en efecto la comida estuviera envenenada, y no pasaría nada, como tampoco ocurre nada cuando sus familiares mueren por las bombas.La supuesta «intriga» por el estado de los alimentos no es lo importante aquí. Esto no es Diez negritos, sino un estudio del comportamiento en una situación extrema, en un momento de la Historia en el que el orden establecido se ha roto y el tiempo parece suspendido. Los personajes viven sometidos, sin saber qué esperar, sin agallas para rebelarse; puro instinto de supervivencia. Este ambiente se traduce en desconfianza entre las propias mujeres, que, pese a padecer la misma degradación por parte de los superiores, recelan las unas de las otras, se establecen jerarquías entre ellas. No conviene olvidar que, si bien se convierten en iguales en el comedor (ese espacio aislado, y oculto, del mundo), luego, en la calle, cada una sigue con su vida, tiene sus preocupaciones individuales: la ausencia del marido, el cuidado de los niños, la enfermedad, las aventuras insospechadas. Son malos tiempos para trabar amistad, malos tiempos para confiar en alguien.Con todo, incluso en estas circunstancias (precisamenteen estas circunstancias) aparecen grietas por las que colarse. Ahí está el relato, en los puntos de ruptura del reglamento. Porque ahí está la paradoja de las dictaduras: en un contexto de opresión, los individuos asumen riesgos, toman decisiones que de otro modo ni se plantearían. Desobediencia. La solidaridad femenina que se impone al fin. La protagonista rompe las reglas, y no es la única. En el juego también entran el cocinero y los vigilantes del cuartel, con quienes las mujeres mantienen un trato asimétrico: ellos mandan, pero con el paso de las semanas comienzan a conocerlas, se engendran lazos, no pueden tratarlas con la indiferencia que Hitler ordena. A propósito, el tirano no interviene en la novela, se mantiene el misterio en torno a él, ejerce el papel de un dios omnipresente que infunde temor, pero resulta invisible a los ojos de todas. Algunas aún creen en él, en su victoria; las demás guardan silencio.Salvando las distancias, La catadora tiene cosas en común con El cuento de la criada(1985), de Margaret Atwood, solo que no se trata de ficción especulativa. En ambos, una autocracia separa a los hombres en edad fértil (en este caso por la guerra) de las mujeres. Ellas se quedan desprotegidas, conforman un colectivo en el que se palpa la tensión, la rivalidad, la envidia, la incertidumbre. No les regulan la sexualidad como en la novela de Atwood, pero someten su cuerpo al exponerlas a alimentos sin garantías. Además, no pueden quedarse embarazadas, o perderían su «empleo». Ellos arriesgan su vida en la contienda; ellas, en lo doméstico. Son como niñas en la escuela, obligadas a comer lo que les sirvan, a permanecer sentadas. Y, como niñas, se hacen confidencias en el baño, fuman o juegan a las cartas a escondidas, cambian su forma de vestir para no llamar la atención. Lo que antes era normal se ha convertido en un tabú, un lujo, un secreto.Rosa Sauer, como la Defred de Atwood, ha sido separada por la fuerza de su marido. No sabe si él regresará, ni en qué estado lo haría. Lo añora, se preocupa, pero no deja de ser una mujer joven, consciente de su cuerpo, su sexualidad, su deseo de ser madre. Su vida está «interrumpida», hasta que se abren esos caminos clandestinos. Quizá el mayor logro de la autora sea este punto de vista de la mujer sometida, que desconoce lo que sucede en la guerra y en el panorama político (las noticias del frente resultan inciertas, tampoco en el centro donde comen les dan información) y avanza a tientas, a ratos pensando en sí misma, a ratos arriesgando, sin la seguridad que tuvo en el pasado. Una secretaria convertida en superviviente porque no tiene alternativa: «Nunca dije nada y nunca lo haré. Todo lo que he aprendido de la vida es a sobrevivir» (p. 340); ese es su testamento.
Rosella Postorino
Por lo demás, es un libro fácil de leer, de capítulos breves y escritura fluida. No del todo redondo, ya que abusa del (molesto) recurso de los sueños y alguna frase suena afectada. Aun así, la autora ha hecho un gran trabajo al penetrar en ese «universo femenino» y sus entresijos, con hondura psicológica y manteniendo la tensión. Su novela resulta atípica en la literatura italiana actual, no (solo) por situarse en la Alemania nazi, sino por su estilo, depurado y ágil, más contenido de lo acostumbrado en los narradores mediterráneos; un registro acorde con el ambiente recreado, parco en palabras y elusivo. En un momento, el presente, que cada vez recuerda más al periodo de entreguerras, esta obra invita a pensar en el poder del miedo y en el peligro de que el mundo tal como lo conocemos se venga abajo. Lo dicho: mucho más que una novela histórica.