Acostumbrados los ojos de este veterano cinéfilo -no por más viejo más sabio- a combatir la somnolencia que produce la misma historia contada con más ruido, más vértigo, más efectos, más publicidad y menos talento, súbitamente, apenas terminado el clásico metraje destinado a la presentación (para el caso que nos ocupa, diría que un cuarto de hora) de los personajes que pululan por una película estrenada en el lejano 1964, arrancando ya la formación del nudo de la trama, ojiplático permanecí constatando que, contra lo que es uso y costumbre en el siglo que vivimos, estaba recibiendo señales evidentes que acababa de descubrir una pequeña joya adornada con diálogos inteligentes que iban construyendo una sólida acumulación de ideas que sin desmayo alcanzan a elevarse en un guión ejemplar que es sin duda el elemento de más interés de una película rodada en clave de western.
Pero, ya que he hecho los deberes, vayamos por partes:
Hal Goodman & Larry Klein así, tal cual, fueron una pareja de guionistas que trabajaron muchísimo en diferentes producciones televisivas estadounidenses del siglo pasado: estuvieron años trabajando para muy diversos y conocidos cómicos: Bob Hope, Red Skelton, Jerry Lewis, Carol Burnet, etcétera, así como siendo proveedores de humor para Johnny Carson: en definitiva, unos redomados “negros” fabricantes de momentos hilarantes para personajes populares. Unos “negros” bien conocidos y bien pagados, a los que se invitó a participar en un episodio de la serie televisiva Playhouse 90 que a lo largo de cinco temporadas ofreció al público estadounidense 134 historias diferentes con una calidad de contenido y de intérpretes notable. La temática era variable, sujeta únicamente a la voluntad de los guionistas convocados: baste decir que la segunda temporada se inició con un episodio titulado The Death of Manolete.
Hal Goodman & Larry Klein escribieron una historieta titulada Invitation to a Gunfighter, dirigida por Arthur Penn y protagonizada por Hugh O'Brian, Gilbert Roland y Anne Bancroft (¿a que apetece esa serie añeja?) que se emitió el 17 de marzo de 1957, episodio 23 de la primera temporada: la trama, podría resumirse con facilidad: salir de la sartén para acabar en las brasas. Un pueblo se halla sometido a un pistolero: contratan a otro para que lo expulse; hecho, el expulsador les sojuzga a base de bien; acaban por buscar al primero y le convencen para que regrese.
Esta trama, por mucho que he buscado, no he podido averiguar si disponía de tono irónico, quizás sardónico, en su puesta en escena: si algún lector pudiera aclararlo, tendría mi gratitud.
La película, dirigida por el propio Richard Wilson que asimismo ejerce como productor con la asistencia de su esposa, contó con el apoyo de Stanley Kramer y se realizó en el entorno de la United Artists y en el equipo podemos constatar que, en lo que a elementos humanos se refiere, intervinieron profesionales de la máxima solvencia. Económicamente con toda probabilidad su presupuesto fue adecuado a lo que conocemos como “serie B” y me atrevo a proclamar que la primera prueba de ello la observamos en el propio director, Richard Wilson, que realiza un ejercicio de dirección muy funcional, práctica y efectiva, pero indefectiblemente por debajo de las posibilidades que ofrece el guión escrito por él mismo. Quizá hubiera debido solicitar ayuda a su amigo Orson Welles al momento de confeccionar el guión cinematográfico.
La trama ideada por los Wilson sobre el esqueleto televisivo de Goodman & Klein sobrepasa en mucho la mera anécdota y ofrece diversos itinerarios que exponen al cinéfago atento las muy distintas personalidades de los individuos, mujeres y hombres que conviven pacíficamente -es un decir- en una aldea, Pecos, en el estado de Nuevo México, en 1865, acabada la guerra llamada de la Secesión, donde al mismo tiempo llegan dos hombres avezados con las armas: uno es Matt Weaver, que regresa a su casa después de haberse alistado en el llamado ejército rebelde, lo que significa que pertenece al bando de los perdedores y el otro es un tipo muy moreno, cabeza rapada, elegante de negro, que atiende al nombre de Jules Gaspard d'Estaing pero no consigue que los paletos del oeste le conozcan más allá como Jewel, fonéticamente hablando (Jül).
Matt se encuentra con su granja expropiada y adjudicada a otro y su novia casada con un tullido demasiado aficionado al wiskey. Su airada protesta frente al cacique del pueblo, Sam Brewster, acabará con la contratación de Jules para dar matarile al protestón recién llegado, cuando todos pensaban que con la guerra se habían librado de él. Todos menos los mexicanos que viven en su barrio aparte, como si no pertenecieran a la comunidad.
Para terminar de complicarlo todo, el primer motivo que Jules tiene para quedarse en Pecos es, precisamente, la belleza serena de Ruth, la amada de Matt. En un momento de enfrentamiento, Jules le espetará a Matt: “Te interpones entre mi y lo que quiero”....
Para definir visualmente la sensación que me produce esta película, simplemente diría que, cuando pienso en ella, la recuerdo en blanco y negro. Se rodó y se exhibe en color, por supuesto, como se habrá visto en los carteles. Tal es la capacidad de transmitir ideas del guión con una celeridad apremiante para cumplir con un ajustadísimo metraje de hora y media que uno siente la abstracción que en el blanco y negro pretende alejarse de las florituras innecesarias: es más, seguramente, rodada en blanco y negro en manos del propio Joseph MacDonald, hubiese obtenido mayor intensidad si cabe, reforzando la encomiable labor del elenco encabezado por Yul Brynner como ese pistolero de designios ocultos que se avergonzará de la lastimosa dependencia de los pueblerinos de Pecos, incapaces de protestar siquiera en defensa de su propia estima.
A todos aquellos que ven el género del western como simple oportunidad de pasar un rato de aventuras y acción, de tiros y batallas, esta película les ayudará a comprender que el género no es tan simple como parece y que la metáfora es un arte difícil de pergeñar y acaso, ahora, también difícil de hallar. Ése pistolero letal elegante y culto trae consigo una historia que apenas apunta y pondrá patas arriba la aparente tranquilidad del poblacho, en ocasiones actuando como provocador de respuestas con preguntas interesantes: “¿Porqué eres el único rebelde de un pueblo unionista?”
El guión, lejos de acoplarse a los típicos personajes de los westerns de la serie B, bien delineados usualmente quizás en mérito ajeno debido a la imitación que acaba depurando virtudes y defectos en la prolongada reiteración, alberga intenciones bastante claras que apoya en las frases a cargo de cada elemento del microcosmos que interactúa en una aldea exprimida y expoliada por la reciente guerra viviendo en una aparente normalidad expuesta a la luz por el adjetivado como rebelde cuya decisión ofrece por lo menos interrogantes a la vista de ser prácticamente el único que, no habiendo tenido nunca esclavos, además, es el mejor amigo de los mexicanos alejados en su propio barrio al que además se accede por un puente sobre un lecho polvoriento, más sirviendo ese puente como marca de lejanía y diferenciación que como paso sobre un inexistente curso de agua.
Detalles como el relatado enriquecen un discurso que se cobija en el género del western quizás porque en otro hubiese resultado demasiado evidente: el contenido social de la trama ideada por los Wilson se sublima en la apariencia de un western de serie B al punto de provocar un torrente de sensaciones en la mente del cinéfilo que se percata del discurso subyacente con absoluta firmeza reforzado por la lógica de los hechos, incluso los más catárticos.
En el poco tiempo disponible Wilson nos ofrece sin prisas pero sin pausas una visión amplia de las diferentes personas que conviven incluyendo un curiosísimo terceto de lisiados de guerra que, en un imaginario literario, serían los depositarios de la historia que luego irían contando, de pueblo en pueblo, hasta alcanzar los protagonistas, por lo menos, el prototipo.
Yul Brynner ofrece su magnética estampa y su acostumbrada interpretación basada en el hieratismo del gesto y el fulgor de la mirada para componer un personaje que se autodefine a sí mismo como alejado de toda humanidad (los diálogos son muy buenos) lo que algunos posteriormente han conectado con la posterior Westworld que ya vimos aquí hace cuatro años sin caer en la cuenta que mayor semejanza hay en el hecho que, en ambas, director y guionista son la misma persona, lo cual, vistas, parece mayor similitud, por la enjundia del guión y la sensación que la película podría haber tenido más fuerza.
Wilson no tiene como excusa la falta de calidad de sus colaboradores, todos ellos de probada profesionalidad, incluyendo al estupendo compositor David Raksin que además actúa como director de la orquesta interpretando sus composiciones, una banda sonora muy adecuada y al servicio de la historia. Cuando uno ve la película, la sensación es la de un telefilme de calidad, pero no de un largometraje al uso. Partiendo de la convicción mía que el director es el máximo responsable de una película y esto no admite discusión aquí al coincidir con el productor, queda el ánimo dispuesto a pensar que el guión, los intérpretes, la música, todo, en fin, hubiese merecido un jefe con más brío.
A pesar de esa sensación mía, ésta es una película que por sí sola merecería el adjetivo de imperdible: pensar que la estrenaron en 1964 y que en este siglo la puedes ver y sorprenderte con ella y disfrutar del cine como si la hubieran estrenado ayer (¡ojalá!) le otorga de inmediato esa calificación y ninguna otra. No te la pierdas, si no la has visto.