Cuando alguien entraba por primera vez en una ciudad medieval percibía inmediatamente que penetraba en una realidad completamente distinta a aquella que había dejado atrás al atravesar la muralla.
Olía a humo de carbón mineral, a leña, a carne, a pescado, a piel curtida, a hierbas aromáticas, a perfumes...
La ciudad podía ser Londres, París, Viena o Burgos. Las diferencias entre ellas radicaban en la forma de sus casas y el aspecto de sus gentes, pero todas tenían murallas y puertas, calles y plazas, torres e iglesias, mercado y sobre todo, una magnífica catedral levantada y financiada con las donaciones de los gremios, de la nobleza feudal y de la misma monarquía.
Pese a que hoy día cueste creerlo, las catedrales no siempre fueron remansos de paz, rezo y silencio durante la plena Edad Media. Durante el día solían estar animadas por un continuo trasiego de gentes que se resguardaban en ellas o se dedicaban a comprar y vender en su interior.Los muros de sus naves, perforados por capillas, eran espacios privados y cerrados, comprados, las más de las veces, por nobles y gentes adineradas para recibir allí sepultura. El altar y el coro se destinaban exclusivamente al culto. Sin embargo, en los espacios abiertos: las naves laterales, los brazos del transepto o la nave central, los fieles podían circular libremente y, normalmente, lo hacían desoyendo las normas que trataba de imponer el cabildo.
La documentación existente al respecto, nos informa a través de las "prohibiciones" acerca de la costumbre de celebrar en el interior de las catedrales los llamados "juegos de escarnio", esto es, representaciones en las que aparecían sermones grotescos, frases picaronas o de doble sentido, canciones lascivas y similares. En el siglo XIII, el rey Alfonso X indicaba en las Partidas que: "escarnios, villanías y desaposturas no debían hacerse en las iglesias porque los vengan a ver las gentes". Se obligaba también en las Partidas a los clérigos a echar de ellas deshonradamente a quienes lo hicieran "que la casa de Dios es fecha para orar e non para fazer escarnios en ella".
La prueba de que tales leyes y mandatos no se cumplía la podemos observar, dos siglos más tarde, cuando en el concilio de Aranda convocado en 1473 para combatir la ignorancia y la vida disipada de algunos clérigos, se viene a decir prácticamente lo mismo que se decía en las Partidas: " Como causa de cierta costumbre admitida en las iglesias metropolitanas, catedrales y otras de nuestra provincia(...) se ofrecen en las iglesias juegos escénicos, máscaras, monstruos, espectáculos y otras diversas ficciones igualmente deshonestas y haya en ellas desórdenes y se oigan torpes cantares y pláticas burlescas, hasta el punto de turbar el culto divino y hacer indevoto al pueblo, prohibimos unánimes todos los presentes esta corruptela".
Como vemos, la catedral, alma y muchas veces origen de la ciudad, se debatía entre su ubicación urbana y su naturaleza eclesiástica. Como espacio público formaba parte de la urbe en la que se elevaba y, en consecuencia, participaba de sus actividades y sobre todo de la cultura de las clases subalternas o populares, esto es, de la cultura "oficiosa". Simultáneamente, como templo, acotaba el espacio de lo sagrado, reproducía mensajes bíblicos en sus fachadas, por ello llamadas las "Biblias de los indoctos". En definitiva, se hacía eco de la cultura "oficial", la impuesta.
María Perales En la línea del Tiempo