La cautiva de las sombras

Por Orlando Tunnermann



A mi alrededor se deslizan las sombras, poseedoras de voces arrulladoras y manos aterciopeladas que me acarician y abrazan cuando la insoportable opresión de mi mundo en tinieblas me engulle hasta lo más hondo de mi ser.
A veces percibo tenues brillos, que imagino vívidos y fulgentes. Pero son tan efímeros y taimados que, cuando pretendo admirarlos, ya se han marchado por algún resquicio de mi incipiente emoción.
Nací con los ojos velados y una orden de alejamiento de todas las cosas hermosas que jamás podré observar.
Están cerca, y sin embargo, tan lejos. Mis manos buscan su contorno e idealizo su belleza sin parangón, mientras mis ojos invidentes simulan embeleso, allá donde solo hay negrura y centellas siderales que cruzan mi exiguo campo de visión.
Anoche tuve un encuentro fortuito con una anciana pitonisa que, al posar sus manos centenarias sobre mis ojos prisioneros, reveló mi nombre: Darinka. Su voz, desgastada y áspera, me anunció que acabaría la hegemonía de las sombras cuando el invierno feneciera para gestar los primeros brotes primaverales.
Mis ojos se transformaron en caudalosos torrentes de lágrimas saladas cuando, por un segundo, se abrieron los ventanales de mi ostracismo crepuscular y pude columbrar una fugaz pincelada colorista del arco iris de la vida.
Acaso fuera un sueño, pero mis manos temblorosas le han arrebatado al almanaque los días y las noches de este invierno eterno, para que vuelen sin retorno hacia los primeros brotes de la primavera.