Se ha apartado de las demás mientras mascaba unos hierbajos ralos que medraban junto a unos árboles raquíticos. Sus ojos grandes y oscuros han observado con temor al joven cazador, cuando éste le ha apuntado con aquel artefacto pavoroso que hace tanto ruido y que le ha provocado una herida profunda en un costado. La cebra puede sentir tanto su miedo como su excitación. Espera casi con anhelo el final del sufrimiento lacerante; que ese engendro de metal le quite la vida para que el dolor se marche como una pesadilla tras el amanecer. Pero entonces, el muchacho tiembla de vergüenza y culpabilidad, esconde su arma y levanta las manos. Se acerca muy despacio y le acaricia el hocico. Con sus manos tapona la herida y le susurra algo al oído. No puede entenderle, pero la cebra puede sentir su bondad y su arrepentimiento. En su faz no hay rastro de la ferocidad que acompaña al cazador habitual y que mata por placer. Hace gestos con las manos y aúlla con su gutural voz humana. La cebra gime junto a la orilla de un río de aguas rojizas. Con sus ojos entreabiertos puede ver el color de los sentimientos del muchacho. Son puros, sinceros, cálidos como el clima de Sri Lanka en esta época del año, Septiembre. Viene gente. Le ayudan a cargar su cuerpo yaciente en la amplia parte trasera de uno de esostrastos mecánicos, que hacen tanto ruido y que corren más rápido que los leones y los leopardos. La cebra se deja ir, dormida, feliz, soñando con pastos feraces y manadas de cebras junto a un río caudaloso.
Se ha apartado de las demás mientras mascaba unos hierbajos ralos que medraban junto a unos árboles raquíticos. Sus ojos grandes y oscuros han observado con temor al joven cazador, cuando éste le ha apuntado con aquel artefacto pavoroso que hace tanto ruido y que le ha provocado una herida profunda en un costado. La cebra puede sentir tanto su miedo como su excitación. Espera casi con anhelo el final del sufrimiento lacerante; que ese engendro de metal le quite la vida para que el dolor se marche como una pesadilla tras el amanecer. Pero entonces, el muchacho tiembla de vergüenza y culpabilidad, esconde su arma y levanta las manos. Se acerca muy despacio y le acaricia el hocico. Con sus manos tapona la herida y le susurra algo al oído. No puede entenderle, pero la cebra puede sentir su bondad y su arrepentimiento. En su faz no hay rastro de la ferocidad que acompaña al cazador habitual y que mata por placer. Hace gestos con las manos y aúlla con su gutural voz humana. La cebra gime junto a la orilla de un río de aguas rojizas. Con sus ojos entreabiertos puede ver el color de los sentimientos del muchacho. Son puros, sinceros, cálidos como el clima de Sri Lanka en esta época del año, Septiembre. Viene gente. Le ayudan a cargar su cuerpo yaciente en la amplia parte trasera de uno de esostrastos mecánicos, que hacen tanto ruido y que corren más rápido que los leones y los leopardos. La cebra se deja ir, dormida, feliz, soñando con pastos feraces y manadas de cebras junto a un río caudaloso.