La célula de oro - Sharon Olds

Por Marapsara

Sharon Olds es una bestia, y llego muy tarde a ella (debería haberla descubierto mucho antes), pero llego. Actualmente es una de las poetas norteamericanas más punteras, trabaja como profesora de Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York y ha ganado numerosos premios de poesía.
“La célula de oro” tiene un prólogo introductorio muy pertinente (es algo que no sucede habitualmente con los prólogos), escrito por el mismo traductor del libro, Óscar Curieses. En él nos explica las dificultades a las que se ha enfrentado en su trabajo y de qué manera las ha ido solventando. Pero también nos da pistas a los novatos sobre algunas cuestiones curiosas de la poética de Olds, como por ejemplo, el hecho de que afirme usar comparaciones en lugar de metáforas. Esto es algo que ella ha explicado en entrevistas y sintetiza muy bien su esfuerzo por no maquillar la realidad sino de plasmarla de forma cruda (nunca sustituyéndola por algo representativo que le reste autenticidad).
En los poemas de Olds muchas veces no sabemos si ama u odia, y es que ama y odia brutalmente y a partes iguales, ya dije al principio que era una fiera, cada verso es una dentellada y el libro una selva por la que adentrarse con el corazón en un puño.
AMOR EN TIEMPO DE SANGRE
Cuando vi mi sangre en tu pierna, las gotas tan
oscuras y limpias, ese rojo arterial verdadero,
ni siquiera podía pensar en la muerte, te
quedaste allí sonriéndome,
en cuclillas en la bañera sobre tus patas
largas y te limpiaste.
El enorme y duro capullo de tu glande en mi boca,
los pétalos oscuros de mi sexo en tu boca.
Podía sentir que la muerte se alejaba, se alejaba cada vez más,
y me olvidaba, perdiendo mi dirección, su
palma olvidaba la curva de mi mejilla en la mano.
Luego cuando nos tumbamos bajo el resplandor pequeño de la
lámpara y vi tu labio inferior
glaseado con una luz como fuego líquido
te miré y te dije que sabía que eras Dios
 y que yo era Dios y nos tumbamos en la cama
sobre una nube oscura, y en algún lugar bajo nosotros
estaba la tierra, y de algún modo todo lo que hicimos, la
sangre, el punteado rosa de la cabeza,
el nácar líquido que sale de la hendidura, la
bondad de todo lo que hicimos llegaría
hasta aquí mismo, encontraría su floración en el mundo.
Me gusta mucho de los poemas de Olds, el hecho de que nunca deje a un lado las raíces de lo humano, encontrar vestigios de prehistoria en las situaciones más mundanas de la vida en el siglo XXI. Por ejemplo, en el poema genial que abre este libro cuenta la historia de una tentativa de suicidio: un tipo sube a la azotea de un edificio y amenaza con arrojarse al vacío. Los cuerpos de seguridad acuden al lugar y despliegan el dispositivo para salvarle la vida. Cuando todo termina, los agentes encienden unos cigarrillos y entonces el poema da un giro que te transporta directamente al pasado e inunda de humanidad toda la escena:
(…) el policía alto se encendió
un cigarrillo, y le ofreció, y
luego todos encendieron cigarrillos, y el
rojo refulgente de los extremos ardía como las
hogueras pequeñas que encendimos en la noche,
al principio, en el origen del mundo.
De pronto encuentra la manera no sólo de situar al lector en una posición totalmente cercana a los personajes del poema, sino de transmitir esa sensación de unión con toda la humanidad por el simple hecho de compartir con ellos el momento y el hecho de estar vivos. Hay un amor, una serenidad, una fuerza y una energía brutales detrás de esas palabras.
Me gusta que nunca resulte pretenciosa, y que nunca juegue con la crudeza de sus recuerdos con el objetivo de dar pena, se limita a narrar con una voz original, propia.
Y por supuesto hay que detenerse en los poemas de la parte final del libro, que dedica a su experiencia como madre.
(…) Cuando el amor viene a mí y me pregunta
¿Qué sabes? Respondo Esta niña, este niño.
Son poemas desgarradores de ternura y cicatrices, que utilizan la perspectiva más física para dar a conocer al mundo sus pensamientos íntimos en relación a los hijos. Me ha encantado que fueran tan atemporales y animales, austeros, sin adornos: la maternidad carnal con sus partos, fiebres, miedos y gruñidos… nada que ver con la idealización pastel de un anuncio de pañales.
ESE MOMENTO
Casi hace demasiado tiempo para recordarlo,
sucedió cuando era una mujer sin hijos,
una persona de verdad, como una figura en pie en el campo,
solitaria, oscura frente a la cosecha tenue.
Los niños estaban allí, eran figuras sombrías
fuera de la valla, indistinguibles como
masas informes y lejanas con rostros en el crepúsculo.
No recuerdo, una vez más,
el momento en que me giré para llevármelos, el talón
que gira en la tierra, aplastando las cabezas de los
tallos de trigo bajo el pie, el
cuerpo que oscila súbitamente alrededor como la
figura plana de una veleta al
girar cuando el viento cambia. No
recuerdo el viaje desde el centro del campo hasta el límite
o el chasquido de la valla como la rotura de las
fronteras del mundo, o mi salida por
completo del campo roturado y el llevármelos
en los brazos como tú te llevarías
las claras y las yemas de los huevos en los brazos cayendo
pegajosas sobre ti, con manchas, limosas,
glaseándote. No puedo recordar ese
instante en el que les entregué mi vida
como alguien que de pronto entregara su vida a Dios
y permanecí con ellos fuera del universo
y después como un dios me di la vuelta y los traje al mundo.