LA CENA
Cuento de Daniel Fuster
Lo primero que percibe es un ambiente con la luz difusa. Él mismo sentado como está de espaldas a la luz la difumina en exceso y sobre la mesa mientras toma algo caliente ve el gesto paralelo de su sombra adherido a cada sorbo que se lleva a la boca. El perro yace echado a su lado contra la puerta que da al patio. Afuera apenas asoma una tímida claridad. Siente que el lugar va absorbiendo sus pensamientos, y que su moralidad se vería cuestionada si el cielo diáfano y los rayos del día acabaran con la penumbra que todavía flota a su alrededor. El pecho le sube y le baja con ese ritmo suave que solo da la confianza, es un manto negro de un porte mediano, aun así cree que la faena no será fácil. Ha decidido comerlo y por momentos cada vez más breves algún remordimiento lo acosa.
Un coche con el escape roto cruza el frente de la casa y un largo suspiro escapa del perro. Ayer lo siguió, no deseaba que el perro se diera cuenta que lo seguía, así escondiéndose en las veredas opuestas, detrás de árboles y de coches lo vio husmear los rincones de las cuadras, olisquear las bolsas de residuos, romperlas, lo vio hurgar en ese contenido híbrido de deshechos, acercarse con recelo a otros perros, los vio olerse, girar en círculos, los vio gruñirse. La bolsa reforzada e impermeable está en el lavadero junto a la cuchilla. Cree haber pensado en todos los detalles, esperará el momento en el que el perro esté relajado y durmiendo, la respiración debe ser tranquila, como la que tiene ahora que lo está mirando ahí echado, sin que se de cuenta que lo hace. Se pone de pie y va hasta el lavadero, en esos momentos el perro abre los ojos y lo mira, se miran, incorpora un poco la cabeza, las orejas se le han erguido. Está alerta. Es evidente que el sueño del perro no era lo profundo que él creía. El animal mueve su cola sin poder evitarlo, un orden superior activa su sistema nervioso, impulsos que se confunden con el afecto de una fidelidad acostumbrada. Hay una asquerosa ternura en los ojos de la bestia, estos últimos días ha dejado de llamarlo por su nombre, le chista, cuando el perro se acerca a sus piernas e intenta el contacto él lo chista, “chist” le dice con un gesto seco, eso ha sido suficiente por ahora para que el perro se detenga.
Va hacia el lavadero, revisa el lugar donde lo piensa matar, la pileta es amplia, cree que al menos la mitad del cuerpo cabrá en ella, quisiera evitar ensuciar lo más posible. Al mover la bolsa su mano derecha roza apenas la cuchilla y comienza a sangrar. En muy pocos segundos el rojo oscuro casi negro de la sangre desliza por la mesada de granito y cae al piso armando un pequeño charco. Detesta lastimarse tan estúpidamente, cuando se mueve su pie toca algo en el piso y lo hace tropezar y mientras putea ve que ha chocado con el perro. Él mira al perro, pero el perro no lo mira esta vez, el perro lame del piso la sangre que ha comenzado a coagular. Lame su sangre. Para hacer lo que necesita hacer, matar a ese perro, ha dejado de llamarlo por su nombre, ha dejado de tutearlo, de alguna forma ha dejado de quererlo. Con la mano todavía sangrando sale del lavadero y cuando lo hace vuelve a chocar con el perro que no se ha movido.
Ya no queda sangre en el piso no obstante el perro insiste con una dedicación espartana en que su olfato absorba los últimos rastros de la sangre. Siente el impulso de patearlo y lo patea. Escucha un gruñido. El perro no ha emitido el quejido que era de esperar, esa queja lastimera que cualquier mascota deja oír cuando su amo lo golpea. Por un momento el hombre siente un escalofrío, se mira la mancha roja y húmeda en la palma de la mano y luego rodea al perro para salir. Abre la heladera y la luz blanca lo encandila, una botella plástica con agua hasta la mitad, un limón que ha ido consumiéndose, un sobre abierto de mayonesa, las hojas mustias de lechuga. Cierra la puerta. Ve la cara del animal que lo observa desde abajo. El perro no se ha movido. No se ha quejado. No ha vuelto a gruñirle pero acaso esa falta de movimiento y de sonidos sea una respuesta más espantosa que la confusión anterior. Algo en esta nueva actitud del perro lo satisface, siente ahora que ese vínculo de afecto, que esas miradas y horas compartidas se han alejado, se pregunta si acaso esa fidelidad que le demostraba hasta hacía unos momentos se puede esfumar así sin más.
Intenta acariciarlo y cuando alarga la mano presiente que el perro podría morderlo, nunca antes ha tenido que pensar así, pero ahora tiene casi la certeza de que el perro lo morderá. Surge un brillo amarillo en el blanco de los ojos del perro mientras la mano derecha, la que se ha lastimado avanza hacia la cabeza del animal como tantas veces antes, siente el vértigo de una caída al vacío, pero la mano no retrocede, su mano sigue cayendo hacia el perro y a pesar del temor que tiene se resiste a retirarla. La dentellada del animal no lo sorprende porque no cree todavía que pueda haber ocurrido, sin embargo mientras una furibunda ola de calor lo envuelve en un sudor incontrolable y ve los pedazos de su mano en la boca del perro, entiende que el perro lo ha mordido. Primero hay un ardor, luego algo inexplicable que llama dolor y finalmente sus gritos que se fusionan con los ladridos, sus piernas se doblan y él cae sin resistencia. Cuando despierta, el perro y él ahora están a la misma altura, es raro verlo así, el perro no ha retrocedido, el perro observa con una fanática obsesión los colgajos sanguinolentos que asoman de su muñeca.
Desliza los dedos por el revoque con cautela, busca la tecla de la luz. Mientras esto hace llega su olor inconfundible a calle y pelo húmedo, siente una excitación, es como si algo prohibido estuviera ocurriendo, quizás sea miedo. La vista, ya la luz encendida, tuerce atraída por ese espacio que ahora no huele pero que si puede ver, ese hueco que surgió en la cocina en el lugar donde solía echarse. La ausencia le resulta extraña, y a la vez intensa. El perro pareciera seguir ahí aunque sabe que esto no es posible. Teresa elogia el estofado, le pregunta por el perro y mientras lo hace va girando el torso hasta que su cara queda casi de frente a la ventana que da al patio. El teléfono suena mientras Teresa se lleva otro pedazo de carne a la boca, y vuelve a mirar hacia la ventana. Es de noche, y los reflejos que la luz arranca del vidrio devuelven la parte de la mesa en la que él está sentado. Antes de ponerse de pie para ir a atender al teléfono, piensa que Teresa mira al patio como si buscara algún rastro del perro, quizás sea la carne que ella ahora está masticando la que provoca esa actitud desconocida en Teresa. Cuándo ella se ha interesado por aquel animal. Ahora él mira hacia donde Teresa mira, y ve la imagen en el vidrio. Están ambos sentados a la mesa, Teresa come mientras mira hacia la ventana, y él mira como ella come en la imagen reflejada de la ventana. Por un momento la oscuridad que surge del patio le hace concentrar su atención en el rostro de Teresa comiendo, enfoca sus ojos en los ojos de ella y se sorprende. Teresa lo mira mientras está comiendo un trozo del perro y a través de la mímica sorda que surge de la cara de Teresa se da cuenta de que ella está disfrutando la cena. El teléfono ha dejado de sonar apenas se pone de pie, no obstante impulsado por el estímulo de ir a atenderlo, sale del comedor y va hacia el living, de alguna manera está escapando de aquella excitación que logra una vez más emocionarlo.
Teresa se sirve vino y luego toma un trozo de pan, acerca la silla a la mesa, tose suavemente. Es más una carraspera que una tos real, ahora Teresa toma otra vez el cuchillo y el tenedor, no la ve, pero los sonidos le devuelven en fragmentos lo que Teresa hace con los cubiertos, el tenedor pica sobre la loza del plato, el cuchillo resbala, ahora, luego de llevarse un trozo de carne a la boca deja los cubiertos, piensa que Teresa está masticando a conciencia el pedazo de perro. Los sonidos de cortar y trinchar surgen claros al otro lado de la puerta. Tiene el teléfono en la mano como si hubiese llegado a tiempo a atenderlo, escucha que Teresa se remueve inquieta en la silla, y choca el vaso con el borde del plato, arrastra el mantel unos centímetros atrayéndolo hacia ella, y la botella de vino, lo sabe porque la ha dejado cerca del plato, demasiado cerca, choca a éste con la opacidad que le transfiere el líquido de su interior. Introduce la contraseña en el teléfono para saber cuál es el número que ha llamado. Va sorteando las opciones del contestador hasta que escucha el número, no logra memorizarlo, tampoco hay un mensaje, reinicia la escucha del contestador para así poder verificar el número que no llegó a memorizar. Por si acaso, anota el número que no logra reconocer en un papel. Vuelve a la mesa.
Teresa abre sus bonitos ojos un poco más y levanta las cejas, su cara luce despejada. Es linda. Tiene una belleza tranquila, casi campestre, y ese gesto que despierta en el rostro su llegada la vuelve de pronto casi hermosa. Se siente seducido una vez más por la forma y el color de su boca. Ella lo esperaba, los brazos cruzados.
Los cubiertos están sobre el plato y ella ha dejado sin comer algo de las papas y de la carne. Cree que va a reclamarle la espera, entonces le dice: “Tengo que contarte una cosa”. Teresa se limita a mirarlo, endereza la espalda que tenía reclinada hacia la mesa y espera. Si lo hubiera pensado unos momentos seguramente se habría callado, mientras habla deja de mirarla, se aferra a la ventana y a los reflejos que surgen de ella y que distorsionan un poco todo, entonces le dice: “Maté al perro y además, te lo estás comiendo”. Es algo que no puede evitar, no modifica ni omite en esa oración una palabra que pudiera salvarlo. Imagina que quizás Teresa gritará, que se llevará una mano a la boca, que le alzará la voz, que quizás llorará. Vuelve a mirar hacia la ventana y a la profundidad de la noche, necesita ver en los reflejos de la ventana la mirada que ahora podría tener Teresa. El teléfono vuelve a sonar.
Daniel Fuster
Nacido en Bahía Blanca, Argentina en 1962.
En el ámbito de la literatura ha publicado LA ABUELA LUISA y otros relatos (cuentos) que fue destacado con la FAJA DE HONOR de la S.A.D.E. (Sociedad Argentina de Escritores) para el género Cuento año 2010. La 2da edición de LA ABUELA LUISA y otros relatos fue declarada de Interés Municipal y Cultural por el Honorable Concejo Deliberante de la ciudad de Ituzaingó donde reside actualmente. Es FINALISTA en la categoría Cuento, XI CERTAMEN INTERNACIONAL JUNIN PAIS 2012. Publica CRONICAS DE UN SOLDADO SIN GUERRA (1982) donde narra las experiencias de un soldado durante el período de la guerra de Malvinas del año 1982. Colabora en publicaciones académicas y literarias de Argentina y Latinoamérica. Participa de talleres de escritura y de lectura y se desempeña como ingeniero en su actividad laboral. Sus relatos participan de diversas antologías. Actualmente es colaborador del Blog EL ALMACÉN DE LIBROS.
contacto – danielalbert.fuster@gmail.com
Blog De los cuentos y las poesías