La ciencia de las madres, por Ibone Olza

Por Tenemostetas
Ibone Olza, 2010
Psiquiatra infanto-juvenil y perinatal, profesora en la Universidad Autónoma de Madrid, investigadora y escritora.
Artículo Publicado en: Maternidad, ciudadanía y cuidadanía. Ed. Maria Jesús Blázquez
García. Prensas Universitarias de Zaragoza. 2010. ISBN: 978-84-15031-38-3
Tomado de su página web. 
“Preguntemos a cualquier madre acerca de qué es aquello que considera esencial en el “ser madre” yno vacilará en contestar: el amor ”R. Schaffer
Nacemos para amar. Y para ser amados. El amor no es un capricho ni un lujo. Por el contrario es algo central para la supervivencia de nuestra especie. La naturaleza ha previsto que las madres se enamoren de sus bebés desde el nacimiento y que sea este amor el que modele el crecimiento de la criatura. En base a esta primera relación amorosa se irá desarrollando el cerebro y con él la personalidad del recién nacido. Lo que la naturaleza ha diseñado para la supervivencia de nuestras criaturas es una maravillosa y fascinante sincronía de madres y bebés.
Cuando el ambiente es respetuoso con las necesidades de ambos la crianza se convierte en una experiencia del más profundo y verdadero amor. Ahora sabemos que es la química de ese amor la que permite a los bebés crecer confiando en la vida y disfrutando al máximo. Esa química amorosa que se traduce en salud y placer.
Sin amor no crecemos. O crecemos maltrechos. Es la otra cara de la misma moneda. Cuando el vínculo falla, cuando por diversas razones los bebés no consiguen apegarse a sus madres y padres todo resulta mucho más difícil. Cuando se obstaculiza la química y no se permite la construcción natural de los cimientos del apego el resultado es dolor, dificultad, sufrimiento, desconfianza y en el peor de los casos desapego. Desapego que también se traduce en alteraciones cerebrales, crecimiento patológico, problemas de salud e incluso patologías mentales.
Nacemos para amar y sin amor no crecemos. Pero esto no se suele enseñar en las facultades de medicina. A los médicos no nos inculcan la importancia del amor, ni como afecta a la salud. Es más, raramente se menciona el efecto del amor en los cuidados o en la relación con los pacientes. Dedicamos años al estudio de la química de la vida y del funcionamiento del cuerpo humano pero apenas aprendemos nada sobre la necesidad de amor para el crecimiento y la salud.
A mí no me explicaron la teoría del vínculo en la facultad de Medicina. Tampoco me contaron nada sobre las necesidades amorosas de los bebés. Durante mi especialización como psiquiatra no oí hablar de lo importantes que son las caricias, el placer o la alegría para la salud mental. Aunque me formé como psiquiatra infantil poco o nada me explicaron durante la residencia sobre la lactancia materna o las consecuencias de cómo se desarrolla el nacimiento.
Pero resulta que además de médico soy madre. Creo que esa es la razón por la que escribo que necesitamos nacer (y morir) rodeados de amor. Lo siento, lo pienso, lo escribo convencida y busco en la ciencia la confirmación de lo que para mi –y para tantos- resulta evidente. Sin embargo al recurrir a la ciencia para encontrar la prueba que sostenga mi intuición los resultados son dispares. Por un lado me siento fascinada por los innumerables hallazgos que avalan la hipótesis. Por otro aumenta mi desconcierto: cuanto más leo menos entiendo como es posible que ese sólido conocimiento científico no se haya traducido en un mayor respeto a la fisiología y a la vida.
La teoría del vínculo, que el psiquiatra infantil John Bowlby formuló con brillantez entre los años cincuenta y setenta del siglo pasado ha generado un amplio número de estudios e investigaciones científicas. En resumidas cuentas Bowlby afirmó que la relación que establece el recién nacido con sus padres es algo central para la supervivencia humana y añadió que dicha relación cálida, íntima y continuada tiene que estar caracterizada por la satisfacción y el goce mutuo. Desde entonces infinidad de profesionales de la psicología, medicina, etología y neurobiología entre otras ciencias han estudiado en las últimas la naturaleza esta relación. Los hallazgos coinciden en esta conclusión: nada más nacer todos los bebés esperan ser queridos. En las primeras horas y semanas de vida se producen acontecimientos extraordinarios desde el punto de vista de la química cerebral que nunca más se repetirán. El amor en los primeros momentos de la vida no se parece a una película romántica sino más bien a una droga dura. Es tal la intensidad que a veces asusta. Las sensaciones de placer, unión, entrega y transcendencia se mezclan entre los efectos que llevan a la construcción del apego. La neurobiología del apego ha demostrado como en condiciones idóneas las hormonas del amor (como la oxitocina) invaden el cerebro de la madre y de su bebé y dirigen la orquesta durante los primeros años de la vida. A más hormonas de amor, más receptores en el cerebro del bebé, más conexiones neuronales, más crecimiento en las áreas de la empatía y la sociabilidad, más inteligencia y también mayor tendencia a la bondad.
Lo que la ciencia del apego nos enseña es fácil de resumir: hay que cuidar a las madres para que puedan vincularse eficazmente con sus bebés. Cuidar a las madres significa respetarlas, escucharlas, sostenerlas. Pero ese respeto a las madres que debería ser el punto de partida todavía brilla por su ausencia en muchas facetas de nuestra sociedad, incluida la ciencia. A lo largo de décadas las madres y sus experiencias han sido desautorizadas, ninguneadas o incluso culpabilizadas desde la psiquiatría, la psicología, el psicoanálisis o la medicina. En vez de ser tomadas en cuenta como verdaderas expertas y conocedoras de sus hijos han sido excluidas, privadas en ocasiones incluso del contacto con sus hijos o bebés, tachadas de inmaduras o inconscientes e incluso maltratadas.
Desde que inicié mi formación profesional como psiquiatra infantil me resultó chocante esa actitud despectiva hacia las madres en el entorno médico y psiquiátrico. “Esa madre es una histérica” era una sentencia habitual. A lo largo de la historia de la psiquiatría a las madres tristemente se les culpó de enfermedades tan graves como el autismo, la esquizofrenia o la anorexia nerviosa. Esta actitud persiste en muchos ámbitos y a veces reaparece disfrazada. No es de extrañar que el sentimiento de culpa sea tan frecuente entre muchas madres occidentales.
Tuve la suerte de ser madre mientras me formaba como psiquiatra. Y aunque me encontraba lejos de mi familia y de mi ciudad de origen o tal vez por eso mismo recurrí a un grupo de madres, Via Láctea, que me enseñaron y me cuidaron de muchas formas. Inicialmente fue la ayuda que me brindaron con la lactancia. Pude comprobar que las madres sabían mucho más de lactancia que la mayoría de los médicos. Pero este conocimiento no se refería sólo a la lactancia o a la crianza. Con mi maternidad y el apoyo de estas madres expertas cambió mi manera de percibir a las madres. Lo que me habían enseñado como médico y como psiquiatra no me cuadraba con lo que vivía con mis hijos o con lo que me contaban otras madres. Empecé a ser consciente de hasta que punto se ha excluido a las madres o despreciado su experiencia en muy diversas áreas.
Me siento ilusionada y fascinada por los hallazgos, maravillada por la fuerza de la vida que percibo a diario en mi trabajo con los más pequeños y sus familias. Pero por otro lado me preocupa comprobar cómo a pesar de la enorme evidencia científica que hay ya sobre muchas de estas cuestiones se sigue haciendo un enorme daño a madres, bebés e incluso a los padres en nombre de la medicina. Siento la urgencia de compartir algunas de las cosas que aprendí en este camino, las preguntas que me voy haciendo y las pequeñas respuestas, consciente de que sigue siendo poco lo que sé. Todavía queda mucho por hacer.
Ahora parece una anécdota recordar como a mediados de los años cuarenta del siglo pasado cuando Bowlby era un joven psiquiatra infantil en formación en el Instituto Psicoanalítico de Londres su supervisora, Melanie Klein le prohibió que hablara con la madre del niño de tres años que estaban psicoanalizando al considerar que eso no era relevante (Bowlby 1987, citado por Bretherton). Afortunadamente Bowlby optó por romper con ese tipo de abordaje que excluía a las madres y escuchó libremente su experiencia. Junto con Mary Ainsworth y un amplio grupo de investigadores Bolwby comenzó a observar la relación entre madres e hijos y a compararla con lo que sucedía en otros mamíferos. Durante años acudió semanalmente como observador a un grupo de apoyo para madres recientes en Londres y esa experiencia le ayudó a elaborar posteriormente la teoría del vínculo.
Pero el pensar como hacía Melanie Klein que las madres no son interlocutoras válidas en lo que concierne a las emociones o a la salud de sus hijos ha sido tristemente frecuente en la medicina moderna. Basta recordar la dramática historia del cuidado de los recién nacidos prematuros. Durante décadas se excluyó a las madres –y a los padres- prácticamente del cuidado de los bebés nacidos antes de tiempo. Estos eran mantenidos aislados del mundo durante sus primeras semanas e incluso meses de vida en incubadoras que cada vez se volvieron máquinas más sofisticadas. Fue así hasta que los doctores Edgar Rey y Héctor Mártinez, pediatras colombianos agobiados por la carencia de incubadoras tuvieron la genial idea de dejar a los bebés prematuros semidesnudos sobre el pecho de sus madres la mayor parte del tiempo.
Observaron con asombro como estos bebés evolucionaban francamente mejor que los que estaban en las incubadoras. Este hallazgo dio pie al llamado “método canguro”. Comenzó así la nueva manera de cuidar a los prematuros sin separarlos de sus madres que ha supuesto toda una revolución en el cuidado de los recién nacidos más vulnerables. Revolución no sólo porque ha mejorado notablemente la supervivencia y el pronóstico de los prematuros, sino porque las investigaciones que se han hecho a partir del método canguro han permitido dar un salto de gigante en la comprensión de los mecanismos por los que se establece el vínculo en los primeros momentos de la vida. Ahora se llama “método canguro” al abrazo prolongado entre madres y recién nacidos que fue la norma a lo largo de la mayor parte de la historia humana, pero esta etiqueta afortunadamente ha generado un enorme volumen de investigaciones y un cambio profundo en la comprensión de la necesidad de amor que tienen todos los bebés. La medicina ha empezado a reconocer que las madres son las que mejor pueden cuidar a sus bebés y por fin la ciencia está empezando a escuchar lo que las madres tienen que decir.
Los resultados de las investigaciones recientes son preciosos y nos enseñan la importancia de respetar la fisiología del vínculo, es decir, permitir o favorecer que cada madre y cada recién nacido se encuentren en condiciones ideales. ¿Cuáles son esas condiciones?
Probablemente sea menos lo que sabemos que lo que ignoramos. Nos parece que hemos progresado mucho y que los humanos que vivimos ahora sabemos o somos más avanzados que los que nos precedieron. Pero una característica muy humana es la osadía con que el hombre se ha puesto a manipular procesos naturales sin conocer las consecuencias a largo plazo de estas manipulaciones. Resulta chocante el paralelismo entre el trato que hemos dado a la naturaleza con el que se ha dado durante décadas a parturientas y recién nacidos. No es de extrañarentonces que conforme crece la preocupación por el futuro de nuestro entorno y avanza el movimiento ecologista también sean más las voces que reclaman un mayor respeto a la fisiología de la reproducción y la crianza. Nuestra relación con la naturaleza es un reflejo de cómo tratamos nuestra propia naturaleza y fisiología, de cómo tantas veces manipulamos los procesos naturales sin tener idea de las consecuencias a más largo plazo. Sólo ahora estamos empezando a intuir la importancia del periodo perinatal. Cuando Bowlby desarrolló la teoría del vínculo no tuvo en cuenta las circunstancias que habían transcurrido en torno al nacimiento. Tampoco en los primeros estudios sobre el apego y la separación se recogió la información sobre si los bebés habían sido separados de sus madres rutinariamente al nacer o si habían sido amamantados a demanda.
En medicina, en psicología, en psiquiatría, todavía es difícil encontrar el respeto profundo a la vida y a la maternidad. Cuando he intentado avanzar en el estudio y la comprensión de la psicología del embarazo o de la fisiología de la crianza me he encontrado con que en textos célebres y clásicos (casi siempre marcados por el psicoanálisis) se sacan conclusiones seudocientíficas basadas en las interpretaciones de algunos autores que sostenían sin rubor afirmaciones francamente misóginas, como detallaré en los siguientes capítulos. Estos autores que han marcado el desarrollo en algunas de estas áreas también percibían a los bebés como seres “manipuladores” “egoístas” o como simples “espejos” de las proyecciones y deseos de sus madres, que para los mismos investigadores a menudo se caracterizaban por su inmadurez y dificultad para diferenciar la fantasía de la realidad. La sensibilidad y la capacidad no sólo de recibir sino también de dar amor de los bebés ha sido frecuentemente negada; el amor materno objeto de sospechas cuando no de juicios.
Mientras tanto a lo largo de los últimos sesenta años se ha deshecho lo que la naturaleza llevaba miles de años perfeccionando. La revolución industrial culminó con la industrialización de la crianza y el resultado último fue la destrucción de cultura de la lactancia y la separación rutinaria y sistemática de madres y bebés. Pero si queremos comprender la fisiología del vínculo no podremos partir de estudios hechos con bebés que han sido separados repetidamente de sus madres o que no han sido amamantados. Lo lógico sería estudiar inicialmente a bebés criados en las condiciones mas fisiológicas posibles, es decir, tal y como se crió la especie humana durante miles de años. Aunque se necesitan más estudios transculturales que comparen el desarrollo cognitivo y emocional de los bebés criados de distintas maneras parece haber suficiente evidencia desde la antropología y la etnopediatría de que los bebés que son criados de manera más fisiológica (cuyos nacimientos no son perturbados con sustancias químicas, que crecen sin ser separados de sus madres durante los primeros meses o años de vida, amamantados a demanda durante los primeros años, etc) no sólo crecen más sanos y enferman menos: son también más alegres, más empáticos, más amorosos. Además los pueblos que crían de manera más fisiológica son también más pacíficos y se caracterizan por desarrollar una relación con su medio ambiente natural mucho más sostenible y equilibrada que la del mundo occidental. Una relación que no está marcada por la dominación ni la destrucción de la naturaleza.
Las ciencias del inicio de la vida nos llevan no sólo a profundizar en la relación entre madres, padres e hijos. También nos hacen reflexionar sobre el vínculo que los humanos establecemos con la naturaleza. La experiencia es la madre de la ciencia y afortunadamente cada vez son más las madres que están construyendo en el campo de estas ciencias de la vida.
Madres que combinan el rigor científico con su experiencia maternal contribuyendo a sostener una nueva mirada respetuosa y equilibrada con la naturaleza. Como pequeña muestra baste mencionar a Gro Nylander (madre noruega que tras criar a sus cinco hijos estudió obstetricia y se convirtió en una de las mayores expertas en lactancia materna a nivel mundial), a Kristen Uvnas-Moberg (otra madre, esta vez sueca, que intrigada por lo placentero que le resultó amamantar a sus hijos pasó a liderar la investigación del reconocido Instituto Karolinska sobre oxitocina), o a Vandana Shiva, madre y física que lidera el movimiento ecofeminista.
La ecopsicología, la rama más joven de la psicología, se muestra crítica con la psicología tradicional que, argumenta, ha despreciado la necesidad profunda que tenemos los humanos de relacionarnos con la naturaleza. Los ecopsicólogos han comenzado a tratar el dolor y el sufrimiento que sienten muchas personas por la destrucción del medio ambiente. Afirman que para revertir el cambio climático es preciso conocer mejor el vínculo que los humanos establecemos con la naturaleza. Simultáneamente algunos pediatras también empiezan a utilizar el mismo lenguaje que los ecopsicólogos. El neonatólogo Nils Bergman, uno de los principales investigadores sobre el método canguro, recupera los términos “hábitat” para describir el ambiente en el que espera encontrarse el bebé (el contacto piel con piel con la madre) y “nicho”para la lactancia (o comportamiento pre programado para ese hábitat). También Bowlby utilizó estos términos y recurrió a la etología para entender algunas conductas de los bebés. Bergman  afirma con rotundidad “lo peor que le puede pasar a un recién nacido es que le separen de su madre”. Sin embargo los efectos de esa separación temprana y repetida, las secuelas que la pérdida de la lactancia o del contacto piel con piel pueden dejar en los más pequeños y el cómo esto afecta al crecimiento cerebral sólo son en parte conocidos, aún queda mucho por investigar.
La medicalización de la infancia es consecuencia de esta manipulación temeraria de la crianza humana. La epidemia de niños medicados por hiperactividad y déficit de atención es sólo la punta del iceberg. Hace ya décadas que estamos alterando las circunstancias que marcan el desarrollo cerebral de nuestras criaturas cuando todavía no conocemos en profundidad cómo se desarrollan la atención o la orientación sexual entre otras muchas cosas. Tendremos que comenzar a investigar los efectos que produce la falta de oxitocina natural en la crianza o cuáles son las consecuencias del uso de oxitocina sintética en los partos (en los estudios con otros mamíferos como los ratoncillos se ha visto que puede cambiar la conducta sexual y reproductora en la edad adulta). Habrá que preguntarse por qué algunas madres tras una cesárea programada sienten que no quieren a su bebé y si esto tiene que ver con la falta de las hormonas del parto.
Las ciencias del apego y muy especialmente la neurobiología del apego están investigando en torno a estas cuestiones.
La naturaleza ha previsto una crianza fácil y gozosa pero son tan pocos los adultos de hoy en día que han sido criados de manera absolutamente fisiológica y respetuosa que todavía no podemos hacernos a la idea del potencial que tenemos todos y cada uno de nosotros. Cuando leemos a autores que estudiaron las costumbres de los pueblos primitivos con una crianza más fisiológica encontramos que entre ellos los adultos no conocen el término depresión o incluso ni siquiera tienen la idea del “trabajo” como algo opuesto al ocio (así lo recoge Jean Liedloff en sus observaciones de una tribu amazónica). Dormir con un bebé, llevar en brazos a un niño de dos años, amamantar a una de cuatro, y pasar la mayor parte de la infancia jugando libremente junto a los adultos son prácticas fisiológicas en la crianza de los humanos. Pero respetar la fisiología no significa volver a las cavernas sino entender las necesidades de los más pequeños para así poder colmarlas. Curiosamente colmar esas necesidades afectivas del bebé también influye en la salud de madres y padres para bien, incluso a largo plazo como iremos viendo.
Tal vez una las cosas más bonitas que tiene la vida sea la oportunidad que la maternidad o la paternidad nos ofrece de reparar las propias heridas. En ese dar a los más pequeños (que en ocasiones además son los más heridos, si hablamos de niños adoptados tras un abandono o maltrato) el adulto recibe más de lo que imagina y puede sanar las heridas de una infancia a veces más o menos traumática. Respetar el vínculo permite criar y crecer con amor y gozo, no sólo a los niños, también a sus progenitores y o cuidadores.
Se necesita una aldea para criar a un niño, dice el proverbio africano. Sostener y proteger a la díada madre bebé no es tarea exclusiva del padre sino que debe ser una prioridad de toda la sociedad. Mi intuición es que nacemos para amar y que amando podemos crecer hasta lugares insospechados pero que intuyo gozosos, creativos, llenos de alegría y tan ricos en matices como un paisaje de naturaleza virgen.
(Las negritas son mías. IMH)