Llegaban estas fechas y con ellas las fiestas. Papá siempre dijo que eran las falsas, las creadas para los veraneantes, porque antes dónde se había visto que el apóstol Santiago fuera el patrón del pueblo, que las de verdad, aunque pocos lo sabían -sólo los genuinos, los oriundos del lugar tras sangres de generaciones-, eran en febrero. Claro que a ver quién llevaba al niño a montar en los caballitos en el febrero de antes, que no en el de ahora, en el que las cigüeñas ni habían llegado a remozar el nido del año anterior y se veía en la torre de la iglesia la rueda desnuda de su base... Ahora es que la cigüeña ya es de aquí, también de sangres de generaciones.
Eso, que llegaban estas fechas y eran en la adolescencia -la mía no muy incómoda para los otros, creo: apenas algo autodestructiva y pesimista- la llamada a la libertad. Una falsa libertad, claro, porque esa sólo se logra cuando el dinero del bolsillo del pantalón es propio y no ajeno, pero esa es una ilusión -"sí, ya ve, se lo va a pagar de su hucha, ¿sabe?", como si la hucha esa y su contenido no vinieran, en el fondo, del bolsillo paterno.
La libertad comenzaba cuando, por fin, papá -que no mamá, a la que nunca le importaron mucho mis entradas ni salidas- permitía ir al recinto ferial, por supuesto bajo la promesa, incumplida siempre a lo largo de una semana intensa, de volver a casa acompañada por un chico del grupo. Evidentemente, ninguno se avenía a doblegarse a los deseos de papá, cuya autoridad se veía limitada, aunque él nunca fue consciente, a la frontera invisible de los metros cuadrados del salón de casa. No tengo muy claro si la libertad esta procedía, pues, del dinero del bolsillo -cuidadosamente invertido, porque debía durar toda la espléndida semana con sus siete días, mañanas, tardes y noches- o de poder volver sola a casa.
Lo que hoy es aceras y luminosidades y un camino que se puede hacer en diez minutos, se me antojaba por aquel entonces, en mis espléndidos y deprimentes quince años, un camino de oscuridades y movimientos sin cortapisas, que comenzaba con la larga espera a la pandilla en la plaza y terminaba, a una hora más o menos prudencial, con la vuelta al hogar. Vuelta que se hacía, por supuesto, sin las farolas de ahora, sorteando coches y charcos de barro y esperando el gran momento de la última noche, los fuegos artificiales y el chocolate con churros de madrugada, expresión culmen de esos siete días libres.
Hoy, no sé si porque la cigüeña se mantiene desde hace años en la torre de la iglesia, sin moverse, o porque el dinero es mío -y por lo tanto, la libertad, muy controlada-, o porque ya se ha perdido el misterio de las calles oscuras y el ir cada vez más despacio para paladear el poder llegar tarde a casa, que de la feria, lo único que me interesa es que se acabe pronto y todo vuelva a su normalidad silenciosa.