No soy muy dado a los musicales, en parte porque soy el equivalente humano a un caminante blanco, pero sobre todo porque considero que una imagen es capaz de decir mucho más que una canción, y de forma más natural. Tampoco soy muy fandel cine clásico; salvo excepciones, veo tales películas como un producto desfasado: comprendo su importancia histórica y fílmica, pero me cuesta empatizar con unas fórmulas tan obsoletas, lo cual no puedo evitar por mucho que lo intente. Y en cuanto al jazz, me considero un auténtico pagano a pesar de que me fascine su ritmo y su sonido. Así pues, ¿soy el más apropiado para hacer una buena crítica sobre La ciudad de las estrellas (La La Land)? Probablemente no, pero es lo que toca.
La ciudad de las estrellas (La la land) es la nueva película del director Damian Chazelle, autor de Whiplash.Más allá de los premios, esta era la razón por la que esta cinta me producía una gran ilusión. Whiplash sorprende por la sencillez de su historia y la complejidad de su ejecución, con la que Chazelle es capaz de asfixiarnos hasta el último segundo, al igual que a su protagonista. La ciudad de las estrellas (La la land), obviamente, va por otro sendero completamente opuesto: es dinámica y colorida, menos opresiva y más alegre que su predecesor, pero aun así no puede evitar compartir ciertos rasgos que se han convertido ya en marca de la casa, empezando por el jazz. Es el hilo conductor más reconocible dentro de la escueta filmografía del de Rhode Island y se nota que, junto al cine, es su mayor pasión; no hablamos sólo a nivel musical (una vez más, Justin Hurwitz hace una labor encomiable), sino que a través de sus películas podemos entrever un noble intento por mantener el jazz vivo. Chazelle quiere dar a conocer los entresijos de este estilo musical: cuenta anécdotas, muestra cómo funciona, transmite su valor y pretende transmitir su amor al público para que el respetable se interese por él.
Si en Whiplash el jazz tendrá un papel prominente, ahora el cine clásico y el género musical tendrán un rol igual de importante, pero en este aspecto Chazelle descarta el fin social que tenía para con el jazz. En cierto sentido, es lógico tomar esta actitud, no estamos ante un film reivindicativo, y la popularidad del cine le ha permitido gozar de un sinfín de iconos. Por tanto, las referencias fílmicas de La ciudad de las estrellas (La la land) quedan relegadas al guiño ocasional y a la mención, pero el guión y la forma también se benefician de la revisión de los clásicos, ya sea en los números musicales – desde el claqué hasta el baile multitudinario y coreografiado de obras como West side story –, en la fotografía y los colores vivos, en la puesta en escena teatral de muchas escenas y planos y, como no, en el guión, cuyo referente más evidente es Casablanca. Es en este punto donde entran en juego sus protagonistas y su relación. Si Sebastian representa al jazz, Mia (Emma Stone) representa al cine y al espectáculo. Su trama no deja de ser una historia clásica de amor: no hay giros sorprendentes ni terceras vías, lo cual resulta en un guión bastante predecible. No obstante, no olvidemos que La ciudad de las estrellas (La la land) no es un musical más; es un homenaje, una carta de amor al pasado, y si bien se hubiera agradecido algo más de creatividad a la hora de elaborar el guión, Damian Chazelle lo compensa con una ejecución impecable en la que mezcla a la perfección musical, guión y expresividad, siendo sus imágenes y puestas en escena una miscelánea impecable de algunas fórmulas clásicas y lo aplicado en Whiplash, como la opresión o la agilidad de los conciertos.
Volviendo a la historia, la película narra el romance entre Mia, camarera y actriz en potencia, y Sebastian, un virtuoso pianista cuyo amor por el jazz torna en un idealismo difícilmente defendible. Como en cualquier película del estilo, ambos personajes persiguen sueños arduos de conseguir: ella quiere ser actriz y él quiere tener su propio club y vivir del jazz. Además, que el musical transcurra en Los Ángeles y no en Nueva York, como acostumbramos, es ideal, pues es la ciudad donde los sueños se hacen realidad. Pero tales deseos no son tanto el fin de la trama, sino sí un medio por el cual su autor pretende hablar de la madurez y el idealismo, el ser fiel a uno mismo o sacrificarse por tu bien o el de los tuyos. A grandes rasgos, se podría ver La la land como un símbolo del paso de la juventud a la madurez. Chazelle no crea nada nuevo bajo el sol, pero su historia resulta efectiva porque son conceptos universales con el que todos empatizamos; esta es la clave del cine clásico. Teniendo en cuenta esto, que la película se ancle temporalmente en nuestro presente es una maniobra bastante interesante. Parte de su atractivo proviene del aura de nostalgia que emana y que le proporciona un toque añejo. Pero más allá del estilo, la razón de tal decisión está en relación con la decadencia que quiere transmitir de forma pasiva. Las antiguas formas han muerto. Hoy en día muy poca gente vive el jazz y el cine clásico, a pesar de su condición de icono, es percibido como un remanente del pasado, una pieza de museo. Sólo queda renovarse o morir y, en última instancia, esa idea de cambio está presente a lo largo de toda la trama.
Para explicar esta evolución, Damian Chazelle divide su obra en cinco actos, que coinciden con las estaciones del año (de invierno a otoño y de nuevo a invierno). El estado de la relación de sus dos protagonistas será lo que marque el cambio de estación (por ejemplo, el invierno destaca por la frialdad entre ambos y la primavera por el florecer del amor). Chazelle adapta el tono de su dirección a cada momento con mano experta, sabiendo cuando mostrarse vivo y alegre y cuando rebajar el tono para enfatizar el drama. Sin embargo, estas dos ideas entran en conflicto entre sí, lo cual puede resultar algo extraño. Es normal que el comienzo de una película como esta deba agradar y divertir al respetable para quedarse con él, pero la viveza de los bailes y la alegría general choca en mi mente con la idea de invierno. Sería muy ruin achacar esto como un fallo porque, de nuevo, Chazelle es muy decoroso a la hora de unir la secuencia con su tono correspondiente, pero es una nota discordante que mi mecánica mente no termina de asimilar (seguramente por que soy un maniático).
No obstante, a pesar de todas las virtudes de esta película (de las que me dejo un montón en el tintero), no termino de ver a La ciudad de las estrellas (La La Land) como una película brillante. Todo el recital de premios que, a lo largo del año pasado, han ido desfilando hasta las manos de Damian Chazelle y los suyos no ha logrado convencerme, quizás porque mi ilusión por esta película provenía de Whiplash y no de las críticas que, con tanto esfuerzo, he procurado evitar para llegar libre de prejuicios. La ciudad de las estrellas (La La Land) es francamente destacable en todos sus aspectos, pero su guión no termina de darme el impacto necesario para quedarse conmigo. Un musical de estas características pide a gritos un toque subversivo, algo más trascendente que un mero homenaje al pasado. La táctica de Winding Refn no sirve aquí: no vale una historia clásica realizada de forma extraordinaria porque las bases de esta película requieren una mayor profundidad en sus temas si se quiere alcanzar la perfección. De nuevo, es una película excelente, muy disfrutable y altamente recomendable, pero siento que no termina de alcanzar las estrellas a las que quiere apuntar.
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