Son las siete de la mañana. Enciendo la radio en busca de esas voces informativas que sintonicen mis bostezos con la vida que hay despierta más allá de las paredes del hotel. Estoy en Lexington Avenue con la 49. La nomenclatura de las calles y su división cuadriculada posibilitan que hasta un pato mareado, como esta que les escribe, pueda aplacar su torpeza orientativa. Ni el jetlag ni el cansancio impiden apreciar los detalles de esta ciudad que es cine en estado puro. Nueva York, sin quererlo, es un lugar común y todos pertenecemos a ella. Es como si de pronto uno hubiese entrado por la pantalla de su televisor y pudiese habitar esa cultura tantas veces aludida a través de las películas. Creo que ésa es una de las razones por las que Nueva York es tan maravillosa e impactante. Que ¿por qué resulta fabulosa? Porque no decepciona. Es justamente como te la esperas: La nieve negruzca amontonada en las esquinas, las humeantes alcantarillas, los puestos de Hot Dog que perfuman la calle seduciendo a tu apetito. Son también esos ortopédicos y rectangulares taxis amarillos que Robert de Niro condujo en el 76 y, de algún modo, casi te convences de que encontrarás a una jovencísima Jodie Foster de faena por las esquinas. Tambien, al transitar la 5ª Avenida, parece que Audrey Hepburn esté todavía frente a la puerta de Tiffany´s tomando su desayuno antes de conocer a Hannibal, el de El Equipo A, pero cuando aún no tenía un puro en la boca, ni la cabellera cubierta de canas, ni se le había relajado su porte seductora. Y llegas a entender por qué sobre la moqueta de esa joyería, Holly Dougherty sentía que el miedo se había escurrido en alguna alcantarilla muy lejos de allí.
Sí, Nueva York es éso: la gente comiendo noodles con palillos chinos, los transeúntes bebiendo por la calle su café recién comprado en los cientos de Starbacks que dominan cada rincón comercial. Son las pistas de hielo y los enamorados dibujando sus I love you sobre la superficie cristalina de un 14 de febrero. Son los cegadores carteles luminosos de Times Square, la omnipresente publicidad, es Frank Sinatra cantando eternamente su New York, New York y es Petula Clark invitándote a ir al centro de la ciudad con su Downtown, allí donde la luz es más brillante, allí donde todo parece suplicarte que gastes ese puñado de billetes de un dólar que te llenan los bolsillos y con los que finges una opulencia que sólo es aparente. Son los majestuosos edificios que brotan de todas partes y que fomentan un persistente dolor de cervicales en los turistas. Es el Subway con sus elegantes y clásicas entradas y son las iglesias con coros gospel animándote a tener fe, a creer que quizás sí, de este modo, uno puede encontrar ese sentido de trascendencia que tantas veces se agarrota. Hasta nosotros, los atolondrados visitantes, somos parte de la imagen de esta ciudad, retratándonos en Wall Street, conmoviéndonos a orillas del río Hudson, apabullados bajo la inmensidad de la Estatua de la Libertad, pasando al lado de ese grupo de asiáticos con cámaras que lo mismo alucinan ante el David de Miguel Ángel como ante el primer letrero que Pepsi colocó en Estados Unidos.
Pero lo que mas me enamora de esta ciudades es su afán de compensar con toda clase de luminarias, esa luz natural que comienza a apagarse hacia las cinco de la tarde. Hasta los tejados brillan con un esplendor tan artificioso como seductor, señalándote su fabulosa construcción, recordándote que el vértigo parece menos pronunciado si uno enciende sus sentidos y los deja volar.
Lo cierto es que uno acaba atesorando tantas imágenes sobre Nueva York, que de vuelta, apenas logra diferenciar cuáles le son propias y cuáles no. A estas alturas del rascacielo de mi memoria, parece que lo único que persiste con asombrosa certeza es ese tenaz gusanillo buscando regresar al ombligo de su gran manzana.