La ciudad inhabitada

Publicado el 21 junio 2012 por Carmentxu

Ayer compré un pequeño regalo, un detalle que tiene como destinataria a la que durante este próximo fin de semana me va a dar cobijo y tres comidas al día, además de coca de Sant Joan. Esa mujer, madre de una de mis mejores amigas (aquí no hago ránkings porque sería injusto y ya he tenido que ampliar el podio en varias ocasiones para que quepan todos apretujados), rezó por mí cada día cuando estuve en paro para que encontrara trabajo ¡y vaya si lo encontré! Ella siguió rezando igualmente para que durara. A las pocas semanas, le hice saber por su hija que ya era suficiente, que su Dios había escuchado sus súplicas y yo no daba abasto. Yo también esperaba que ella oyera las mías.

La tienda elegida, ubicada en pleno centro, tiene un outlet no muy lejos, pero había decidido que la ocasión merecía acudir a los complementos de temporada. Un día es un día. Estaba vacía y lo que podría ser un espacio cálido se me antojó lúgubre, como si se hubieran dejado de sustituir las bombillas fundidas. Tres dependientas se afanaban en parecer ocupadas y colocaban las perchas a una distancia equidistante entre sí y ordenaban en vano la ropa que ya lo estaba. Tras elegir parsimoniosamente el regalo en cuestión, contagiada por el aquel mundo que se había parado, salí a la calle. Atardecía. La gente se apresuraba por las aceras para ser engullida por las fauces del metro.

Con mi pequeña bolsa nueva, sus esquinas perfectas, todavía tieso el papel, apreté el paso hasta la estación. Me crucé con otras personas también con bolsas más ajadas en las que se intuía en su interior un tupper ya vacío. No vi durante un buen rato ninguna bolsa recién estrenada y poco a poco empecé a sentir que la rara era yo, que había hecho algo prohibido, por encima de mis posibilidades o de las del resto. “Aunque yo pueda comprar este pequeño regalo, España no puede”, pensé. Enfilando Passeig de Gràcia, me tranquilizó ver alguna bolsa parecida a la mía en manos de otros consumistas descerebrados. Sus dueños, sin embargo, no eran como yo: eran inusualmente altos, la piel de color rosa, casi quemada por el sol, ropa playera, rubios en su mayoría. Los había también morenos de pelo liso y ojos rasgados. Hablaban lenguas extrañas y parecían caminar sin destino, ajenos a las prisas y el mal humor del resto. Muchos de ellos llevaban colgando al cuello complicados artilugios para inmortalizar esta España de la crisis, la ciudad abandonada por sus habitantes, las tiendas semivacías sólo ocupadas por bárbaros y por algún autóctono que todavía no se ha enterado de la que está cayendo. Click. Un fogonazo. Otro click. El momento ya es historia. Click. Ya está olvidado. Bastará formatear el disco duro de la cámara y la historia volverá a repetirse.