La ciudad atestada de luz de marzo, de camarones primeros en la terraza del Café Atlántico, de chicas sentadas en ese charco inmundo de mohos amarillos y verdes y de señoras con cholas para guiris comiéndose un helado en la plaza de La Candelaria.
La ciudad en las ondas de Radio Club, en los pasos de los caminantes por la Avenida de Anaga y en las terrazas del Náutico, donde los señores llevan un polo que dice RCNT por si alguno no se había dado cuenta dónde estaba.
La ciudad en una escultura de Juan de Ávalos o de Claude Visieux, la ciudad de los hierros de Pepe Abad y del Guerrero Goslar cagado por las palomas de las Ramblas y los grafitis y pintadas de los quinquis.
La ciudad en un paseo de Minik por la Rambla con El País bajo el brazo, o en el café de Sánchez Ortiz en El Águila. La ciudad llena de progres llenos de soberbia que escriben en periódicos, de papel o de pantalla, o en libros que todos compran y nadie lee de lo aburridos que son, pero que tienen unos títulos sugerentes, como la ciudad.
La ciudad que no lo es. La ciudad bella y resplandeciente por fuera, la ciudad podrida por dentro.