A veces la vida te lleva por caminos raros. O, como prefieren decir algunos, los caminos del Señor son inescrutables. A los amigos de la casualidad les encantará saber que el fin de semana que debíamos pasar en Dallas fue el mismo fin de semana en el que se produjo una nevada histórica en el estado de Texas. Imposible volar a la tierra de George Bush. Atascados en Philadelphia, víctimas de una burocracia que no entiende de anhelos.
Nueva York era entonces un faro en medio de las tinieblas, un clavo al que agarrarse para evitar la solución más dolorosa: volver a España como un ejército derrotado antes de entrar en combate. El vuelo a La Guardia en un avión que era más un autobús borreguero que otra cosa fue un vuelo de caras largas, de decepciones, de cansancio mezclado con una frustración que dejaba un sabor agrio en la boca. Nueva York, la ciudad anhelada, la ciudad que debe ser la culminación del éxtasis del viajero urbanita, se presentaba con un poso amargo que la alejaba de ser el destino deseado. Lo más importante de un viaje son las circunstancias.
Pero en algunas ocasiones la noche se lleva los malos pensamientos, y cuando el día se levanta trae consigo una agradable sensación de paz. Una sensación de que todo vuelve a estar en su sitio, de que estamos realmente en el lugar donde debemos. De que la vida te lleva por caminos raros, sí, pero que esos caminos no son siempre una vuelta atrás, sino solamente una curva (más o menos pronunciada) que hace la trayectoria más emocionante. ¿A quién le gustan las líneas rectas?
Nueva York, a partir de ahora New York, desplegó su amanecer con nieve en las cunetas. El temporal de días atrás (el mismo que ahora estaba en Texas haciendo historia meteorológica) se había convertido en un simple vestigio de lo que fue en su momento. La nieve lo cubría todo, pero no había en ella nada de inhóspito ni de desolador. Más bien al contrario, un sol radiante iluminaba el blanco y gris del hielo y contrastaba con el tono parduzco de la herrumbre que caracteriza a Queens. New York tiene un color especial, el de una ciudad que ha crecido demasiado deprisa y se ha dejado muchas cosas por el camino.
Nueva York, repito que desde ahora New York, tiene para el que la visita por primera vez una gran desventaja. Es una ciudad que, aunque no se haya estado nunca en ella, se la conoce mejor que al propio hogar. El problema de New York es estar a la altura de las expectativas, de responder a los tópicos sin caer en lo pintoresco mal entendido. Su problema es intentar no defraudar a quien espera ver en ella un escenario viviente de una película de Scorsese o Woody Allen. Es ahí donde la desventaja viaja en un doble sentido, puesto que el visitante se acerca a New York con el prejuicio de creer que lo sabe todo sobre ella, de que no hay nada que no haya visto en miles de películas o reportajes. De que nada le puede sorprender.
Por suerte, esto no es cierto. O al menos no lo es del todo. New York responde a muchos tópicos, es verdad. Existen los autobuses escolares amarillos, el flujo intenso de taxis por las calles de Manhattan, los cubos de basura alineados en la acera y los buzones con el periódico del día que puedes conseguir por unas monedas. Pero no todo es previsible en New York. La gente no va corriendo de un lado a otro sin pararse a mirar a su alrededor. Por el contrario, la gente es amable. Con esa amabilidad paternalista que les da el sentirse partícipes de la urbe más importante del mundo. Pero amables al fin y al cabo.
Una cosa sí es verdad: en New York no hay neoyorquinos. El neoyorquino como tal no existe. O, si queremos ser más exactos, todos somos neoyorquinos. Sólo hay que poner un pie en el Metro para darse cuenta de ello. New York es un antídoto contra la estrechez de miras que inconscientemente se nos instala en nuestro día a día de un modo lamentable y provinciano. Y no se trata de frases grandilocuentes como "crisol de culturas" o "convivencia en armonía de civilizaciones". Es mucho más que eso. New York iguala como ninguna otra ciudad del mundo al yuppie de Wall Street con el negro del Bronx, el chino, el latino y el turista. Todos juntos sin un atisbo de miradas recelosas ni comentarios por lo bajo. ¿Es este el verdadero sentido del país de las oportunidades?. Nadie te mira en New York, esa extraña ciudad en la que puedes pasar inadvertido delante de todo el mundo. Tan anónimo es el homeless que duerme bajo cartones en Greenwich Village como la Natalie Portman que compartió visita con nosotros al Metropolitan.
New York es una ciudad de contrastes. Tan pronto te cobran siete dólares por un mísero sandwich como te permiten viajar gratis en el ferry de Staten Island y disfrutar del skyline de Manhattan (la foto más deseada en nuestro mundo occidental) con una indescriptible sensación de libertad con el viento helado soplando en tu rostro. Manhattan es una ciudad vertical, tan absorbente para el turista como invivible (perdón por el palabrejo) para sus habitantes. Times Square, centro neurálgico de la sociedad capitalista, es el kilómetro cero de todo en lo que nos hemos convertido: seres que actúan y se mueven al ritmo del parpadeo de una luz de neón. Pero cuando los rascacielos desaparecen y dejan paso a las casas de dos pisos, entonces New York muta en una cosa totalmente distinta. La deshumanización consumista de Manhattan es ahora la bohemia del Soho, la locura de Chinatown (a medio camino entre la tradición oriental y la modernidad más cruda) o la espiritualidad de Harlem. El humo de los tubos de escape no tiene cabida en la enorme extensión nevada de Central Park. Pero siempre sin perder ni una pizca de glamour. Ya sabéis, eso de responder a las expectativas...
Tres días en New York dan para muy poco. Es una ciudad que te hace sentir partícipe de ella desde el primer momento, pero que a la vez te deja con la sensación de que queda mucho por descubrir. Para ver todas sus cartas hay que jugar una partida muy larga y aguantar hasta el final. Nosotros, al menos, hicimos lo que pudimos, con los ojos bien abiertos y los sentidos receptivos a cualquier estímulo. Lo que al principio fue desánimo y frustración acabó convirtiéndose en el mejor plan B de todos los tiempos, y siempre en la mejor compañía. Casi un día entero de viajes en avión hasta casa contribuyó a aumentar esa extraña sensación de irrealidad que produce el jet lag, de que New York fue en realidad el sueño de una noche de invierno.
Darling, creo que habrá que volver algún día para comprobarlo...