La ciudad subterránea de Río Tinto

Publicado el 22 diciembre 2011 por Jordiguzman

Bajo el suelo de Río Tinto, en Huelva, un reactor de microorganismos parece estar detrás de la elevada acidez y las altas concentraciones de hierro que caracterizan a este río único en el mundo. Científicos del Centro de Astrobiología acaban de comenzar una campaña de perforación para saber quiénes son y cómo trabajan estas misteriosas bacterias subterráneas. Quizá guarden algún secreto del subsuelo de Marte.

Zona de perforación cerca del nacimiento del río Tinto. Imagen: SINC.

“Hemos llegado a los 270 metros de profundidad y hay indicios de una falla por la que probablemente corre el agua”, dice Ricardo Amils durante la reunión matinal de hoy que, como cada día, celebra con su equipo en un pequeño hotel de Nerva (Huelva). El investigador concluye como siempre: “A por ellos que son pocos y cobardes”. No se refiere a enemigos humanos, sino a los microorganismos subterráneos de Río Tinto, unas bacterias que viven ocultas del sol y del oxígeno.

“Estos microorganismos necesitan dos cosas: agua –y parece que esta mañana hemos tenido evidencias de su presencia–, y los sulfuros metálicos que les sirven de alimento, en especial la pirita (sulfuro ferroso)”, me explica Amils antes de salir a trabajar con el resto del grupo, unos 15 investigadores.

Son los integrantes del proyecto IPBSL (Iberian Pyrite Belt Subsurface Life), liderado por el Centro de Astrobiología (CAB, INTA-CSIC), y financiado con 3,4 millones de euros por la Fundación Europea para la Ciencia. El objetivo es estudiar la vida en el subsuelo de la Faja Pirítica Ibérica, la mayor concentración de sulfuros metálicos del mundo producida por la actividad hidrotermal.

Se trata de un territorio de 250 km de largo y 50 de ancho que se extiende desde Portugal hasta la provincia de Sevilla, aunque el equipo se ha centrado en una zona próxima al nacimiento del río Tinto. Hacia allí nos dirigimos, a través de un paisaje rojizo marcado por las cicatrices que ha dejado la explotación minera desde hace 5.000 años.

Algunas zonas se asemejan a los paisajes marcianos, como Las Zarandas, aunque el parecido más importante es a nivel del subsuelo. De hecho Río Tinto está considerado uno de los mejores análogos de Marte desde el punto de vista geoquímico. Lo que ocurre aquí abajo puede ser similar a lo que se esconda bajo la superficie del planeta rojo, sobre todo si se llega a encontrar agua líquida.

Aprender para las misiones a Marte

“El proyecto IPBSL nos enseñará a saber cómo dirigir la búsqueda en Marte”, dijo el director del CAB, Javier Gómez-Elvira, cuando vino a presentar la campaña de perforación el 14 de diciembre. Por cierto, que me comentó que en tres o cuatro meses probarán en vuelo el sensor de presión del instrumento REMS, la pequeña estación medioambiental que viaja hacia Marte en el rover Curiosity de la NASA.

Pero de momento seguimos en la Tierra. Los pinares, el cielo azul y los paisanos paseando por la carretera nos lo recuerdan. Cuando atravesamos el río Tinto nos detenemos un momento para observar su característico color rojo. No puedo evitar sumergir unos instantes la mano, aunque seguramente no es buena idea. Estas aguas están cargadas de hierro y otros metales pesados –algunos  tóxicos como el arsénico o el cadmio–, además de ácido sulfúrico. Su pH es poco más de 2.

Los científicos han descartado que estas características extremas se deban a las actividades mineras, y parece que son las bacterias las que están detrás del proceso. “Desde hace tiempo se piensa que existe un reactor subterráneo, donde los microorganismos en contacto con la pirita y el agua ponen en marcha el proceso de quimiolitotrofía, es decir, la obtención de energía a partir de minerales”, comenta Amils. “Con el proyecto IPBSL trataremos de confirmar esta hipótesis”.

El equipo ha instalado el sistema de perforación cerca de Peña de Hierro, una antigua mina a cielo abierto a la que llegamos ahora. La elección no ha sido casual. Se ha realizado un estudio geofísico previo que aconsejaba taladrar en este lugar. El informe también revela a qué profundidad hay mayor conductividad, sobre los 300 m (donde se aproximan ahora), 400 y 600 m. Esto se relaciona con una mayor probabilidad de encontrar la pirita y el agua con los iones que generan los propios microorganismos. En cualquier caso está previsto profundizar hasta 1 km si hiciera falta.

La extracción de los testigos de roca

El ruido es ensordecedor. El tubo de una máquina acaba de extraer del subsuelo un cilindro de roca de varios metros y dos operarios lo colocan sobre un canal. El geólogo David Fernández decide por dónde partirlo para conseguir los mejores  “testigos” de piedra. De ellos se toman las muestras, y el resto se envía al Instituto Geológico y Minero de España (IGME) para su conservación. A esta institución pueden dirigirse aquellas empresas mineras que quieran conocer y pagar por su contenido.

Aunque el interés del equipo IPBSL es científico. La investigadora Miriam García y su compañero Pablo, por ejemplo, están perforando con una taladradora estéril uno de los testigos para recoger el polvillo y realizar estudios físico-químicos: “Uno de los análisis fijos es el del bromuro. Lo añadimos como marcador al agua de perforación, y si aparece en las muestras es que se han contaminado”.

Por su parte, el biólogo Víctor Parro comenta que con un cromatógrafo iónico también se pueden detectar sulfatos, nitratos, acetatos y otros iones relacionados con el metabolismo de los microorganismos. Pero con las muestras que se tiene más cuidado son aquellas destinadas a detectar la presencia de las bacterias o  a su cultivo. En  estos casos se introducen en bolsas herméticas a las que se retira el oxígeno, un veneno para los microorganismos anaeróbicos de del subsuelo.

Seguimos en coche el recorrido de este material, que se lleva hasta los dos laboratorios situados en el Museo Minero de Riotinto. Uno está en el interior de un camión militar para analizar las muestras que requieren un ambiente más controlado o son más urgentes. El otro está en una sala del interior del propio museo. La Fundación Río Tinto ha facilitado todo.

Primero subimos por una pequeña escalera al camión. “Vaya, no aparece ADN ni ARN”, se lamenta dentro el investigador Fernando Puente tras mirar la pantalla de un sistema portátil de electroforesis. “Lo más difícil de este trabajo es tratar con muestras rocosas, donde hay poca vida y además está muy incrustada”, me explica. De hecho hasta ahora el equipo no ha detectado ni una sola bacteria, aunque todavía es demasiado pronto.

La campaña de perforación empezó a finales de noviembre y se prolongará hasta febrero o marzo del año que viene. Después se analizarán las muestras durante meses, incluso años. Está previsto que el proyecto finalice en 2014 con la instalación de sondas en los dos tubos de perforación –hay previsto instalar un segundo a 100 m del que hemos visitado–, para monitorizar en tiempo real la actividad de las comunidades microbianas subterráneas.

Algo está pasando ahí abajo

Los científicos sospechan que ahí abajo está pasando algo. El proyecto IPBSL continúa la tarea de otro anterior denominado Marte, con el que ya demostraron la existencia de las bacterias subterráneas hasta una profundidad de hasta 160 m. Ahora se trata de saber quienes son, como trabajan, donde se aglutinan estos seres del mundo oscuro. “Las villas o pueblos diseminados de los microorganismos son interesantes, pero para aprender mejor sobre ellos hay que ir a la gran ciudad, donde están todos”, comenta Amils.

La gran ciudad sería el reactor de microorganismos que mueve la actividad del subsuelo. Probablemente no es un lugar físico único, si no toda la Faja Pirítica Ibérica. Dentro de ella, donde haya agua y mineral, los microorganismos van tener actividad. Eso sí, a un ritmo lento, geológico, pero sin detenerse año tras año. Tan solo alguna variación estacional por las fluctuaciones en el nivel del agua.

El biólogo Francisco López de Saro me recuerda que las bacterias del subsuelo son mucho más numerosas de lo que pensamos: “Hay estimaciones que indican que su biomasa total podría superar al de las plantas, además del enorme volumen que ocupan bajo la ‘piel’ de la Tierra”.

Al salir del camión cruzo el patio del museo y me cruzo con Enoma Omoregie, uno de los dos distinguidos becarios Marie Curie con los que cuenta el proyecto. Este especialista en microorganismos sulfatorreductores, se esfuerza en estos momentos en alimentar a sus microbios insuflándolos metano e hidrógeno en varios tubos.

Al fin entro en el Museo Minero. No hay tiempo para admirar su impresionante reproducción de la mina romana ni los ferrocarriles victorianos de la época de esplendor británico en Río Tinto. Pasamos directamente al laboratorio donde en un espacio reducido trabajan codo con codo el equipo de investigadores.

El marcador de una campana herméticamente cerrada marca 0:0. No indica el contenido en alcohol, sino el de oxigeno. Las muestras deben manipularse en este ambiente anaerobio como en el que proliferan las bacterias bajo tierra. Dos Mónicas manipulan el material en su interior mediante unos enormes guantes de plástico.

Buscando las pistas de los microorganismos

Monika Oggerin va a estudiar la diversidad  microbiana de todos los testigos amplificando su ADN. Por su parte, la geóloga Mónica Sánchez, experta en los procesos de biomineralización de minerales carbonatados (indicadores de la presencia del agua y relacionados con el origen de la vida), analizará los compuestos sulfatados característicos de estos suelos.

Otros investigadores también realizan ensayos para buscar signos que delaten a las bacterias, y algunos introducen datos en el ordenador. Por su parte, la investigadora Sagrario Arias-Rivas se despide porque se va a Alemania. Allí analizará parte del material en el Centro Helmholtz de Investigación de Infecciones. Su objetivo es extraer el ADN de las bacterias para crear librerías metagenómicas, colecciones de genes que ayudan a encontrar nuevas actividades enzimáticas.

En cualquier caso la mayor parte del material se analizará en el Centro de Astrobiología en Madrid, en un proceso lento y laborioso. “Los cultivos de estas bacterias en el laboratorio son muy difíciles –sólo el 1% es cultivable– y pueden tardar meses, incluso años, hasta que surge una actividad que se pueda medir”, reconoce la microbióloga Nuria Rodríguez.

La científica también tratará de detectar uno de los compuestos clave en los estudios en Marte: el metano. “En la Tierra la mayor parte del metano lo producen los microorganismos y las sondas que orbitan el planeta rojo han detectado la presencia de este gas en su atmósfera”, me comenta Amils antes de que nos interrumpan.

De repente se forma un pequeño revuelo en el laboratorio. El geólogo David Fernández huye de sus compañeros protegiendo con sus brazos su tesoro: un testigo con pirita, el alimento de los pequeños habitantes de la ciudad subterránea. “Es mío”, bromea, aunque realmente no lo suelta. Parece que es un avance significativo en el proyecto.

“Esta es la señal que daba la geofísica y a la que queríamos llegar”, exclama Amils. “Se trata de la primera evidencia seria de la presencia masiva de pirita, de la que las bacterias obtienen su energía”.

Los investigadores están satisfechos: ya han encontrado el agua y ahora el alimento de los microorganismos. El siguiente paso será descubrir los productos de su digestión: el ácido sulfúrico y el ión férrico. La mesa está puesta. Ya solo falta que aparezcan los esperados comensales del mundo oscuro.

Artículo publicado en Servicio de Información y Noticias Científicas (SINC), su autor es Enrique Sacristán.