Lo cierto es que una ciudad y su gente a mí me resultan de lo más inspirador. Yo siempre he sentido esa alucinación de los no urbanitas por las ciudades. Siempre he vivido en pueblos no muy grandes cercanos a ciudades no muy grandes. Pero el hecho de acercarme a alguna de ellas, las ciudades, o de residir en alguna me hacía sentir distinta, mejor. Las ciudades siembran en mí la semilla del arte y de la superación intelectual. Algo que no es que me abandone cuando me voy de ellas pero que mientras estoy en ellas la semilla brota y brota hasta ocupar todo mi ser y llenarme de inquietud.
En los tres grandes viajes que he hecho en mi escasa pero disfrutada vida viajera, siempre he ido acompañada de una libreta que he ido garabateando con letras y textos a veces sin sentido. Lo cierto es que desde el mismo momento en que el viaje tomaba forma los pensamientos no me dejaban tranquila y por ello tenía que dar salida a esa bomba a presión. Y el detonador de esta cadena era el simple hecho de observar. Observar a gente desconocida por completo, que viene y va, personas con las que a veces, por azares mágicos que te brinda la ciudad, te cruzas dos veces en tu viaje a las grandes Bruselas, Viena o Ámsterdam.
Observar las casas desde la calle, las ventanas sin esas persianas tan molestas que impiden que el interior despliegue todo ese encanto que deposita en tu cabeza un pequeño germen para que nazca una historia. Cotillear de la manera más sana las escenas diarias de una pareja o una familia en un salón amplio, en una pequeña cocina, ese hombre que se fuma un cigarro en su pequeña ventana. Desde luego observar es imprescindible para escribir y, en esta actividad de observación, para cualquiera que se quiera apuntar a ella, las ciudades son mucho más generosas.