¿La ciudad vencida?: Los Hermanos Musulmanes y la ruralización de Egipto

Publicado el 15 enero 2013 por Vcm @vcmundo

La revolución egipcia significó un triunfo de lo urbano, pero la contrarrevolución mira al invencible medio rural para reforzarse.

Hani Shukrallah / SInPermiso

 

Revolución – Egipto

El Cairo, Al-Qahira, significa, literalmente, “el vencedor”, o la ciudad vencedora. Max Rodenbook, en el título de su fascinantes historia de la capital egipcia, lo recuerda,  El Cairo: Ciudad Victoriosa. Y durante una gran parte de su milenaria historia, los egipcios han equiparado El Cairo con el nombre árabe de todo el país. El Cairo fue Misr, y fue umm el-donia, o la “Madre del Mundo”, que proporcionó el título de otra maravillosa historia de la ciudad, del difunto Desmond Stewart: Gran Cairo: Madre del Mundo. Por su parte, Andre Raymond tituló su brillante historia académica de la capital egipcia: El Cairo: Ciudad de la Historia.

Aunque El Cairo no recibió su nombre actual hasta el año 969, bajo los fatimíes, que también fundaron la universidad de Al-Azhar (972), ha sido siempre el centro administrativo del país, y su corazón comercial e intelectual, desde la conquista musulmana de Egipto al mando de Amr Ibn al-As en el año 640, y su fundación por al-Fustat dos años después.

La primacía de lo urbano en los 5000 años de historia de Egipto es generalmente reconocida, ya sea cuando el principal centro urbano del país estaba en Memphis, Tebas, Alejandría, o – en los últimos 1.400 años – en el espacio urbano que llamamos El Cairo. Aunque tal primacía ha dado lugar a un montón de tonterías sobre las sociedades hidráulicas, y una de las expresiones más absurdas del orientalismo europeo del Siglo XIX, a saber, la teoría del Despotismo Asiático o del estancamiento asiático. 


Tengo que añadir también la reserva de que la historia es siempre escrita por los más poderosos, bien ese poder se derive del conocimiento, la coacción o de ambos. Inevitablemente, esto tendería a sesgar nuestra perspectiva moderna de la historia social y política de Egipto a favor de la población urbana y en contra de la población rural. Las historias heredadas de Egipto, que nos han transmitido luminarias tales como al-Maqrizi (1364-1442), Ibn Ayas (1448-1523) y hasta al-Jabarti (1753-1825) eran fundamentalmente historias urbanas de Egipto.

A pesar de este sesgo, no hay vuelta atrás en la primacía de lo urbano en la historia de Egipto, por lo menos cuando se compara con la de Europa durante los largos siglos del Oscuro Medievo.

Incluso cuando el centro de atención de la historia pasa del poder y la coerción a la resistencia y la revolución, sigue siendo en la ciudad.

En la era moderna, las revoluciones y las insurrecciones egipcias han sido fenómenos fundamentalmente urbanos, aunque en muchas ocasiones el apoyo y / o la participación de los campesinos fue crucial para su supervivencia. Se extiende desde los dos levantamientos de El Cairo contra la conquista napoleónica (en 1798 y 1800, respectivamente), hasta la revolución egipcia de enero/febrero de 2011: los grandes movimientos de rebelión egipcios comenzaron siempre en las ciudades, con El Cairo como su corazón.

Y, sin embargo, por muy matizada que sea nuestra perspectiva sobre la historia moderna revolucionaria de Egipto, sigue siendo innegable el hecho que no hemos conocido el tipo de revoluciones campesinas que triunfan cercando las ciudades, tan familiar en las experiencias revolucionarias de gran parte de América Latina y el Sudeste de Asia durante los siglos XIX y XX.

Y en esta primacía de lo urbano es en la que ha residido, y reside aún hoy, tanto el poder como la debilidad de la revolución egipcia.

Es la que explica, al menos en parte, la gran paradoja de una revolución que es capaz de sacar a cientos de miles de personas a las calles, una y otra vez durante casi dos años, pero no es capaz de traducir en las urnas tal preeminencia.

Se explica así el notable genio ilustrado, la modernidad y la creatividad de una revolución que habla de libertad, democracia y derechos humanos, de tolerancia e igualdad para todos los egipcios, independientemente de su sexo o creencia religiosa, y de justicia social con libertad.

Y por encima de todo, ha sido, y sigue siendo, una revolución que santifica el derecho a la rebelión, glorifica el coraje personal, tiene la “obediencia” en el más profundo desprecio (ergo, la calificación de los partidarios de los Hermanos Musulmanes de “ovejas”), y proclama la libre expresión del individuo, incluso antes que de la masa, como un valor supremo (basta observar la explosión de graffitis y pancartas pintadas personalmente a medida, que han sido una característica única y dominante de la revolución egipcia).

No sólo la revolución egipcia ha sido un fenómeno mayoritariamente urbano (con el campo, básicamente, al margen). Sino que, como ha demostrado una votación tras otra desde la Declaración Constitucional de marzo de 2011, hasta el último referéndum de diciembre, el campo ha actuado como un baluarte o reserva estratégica para la contrarrevolución, que ha sido capaz de enfrentar lo electoral a la “legitimidad” revolucionaria, mientras hacía malabares con los dos, de forma arbitraria y caprichosa.

No le den más vueltas. El proyecto de los Hermanos Musulmanes es nada menos que una contrarrevolución en toda regla. Si tienen alguna duda, sólo tienen que leer la constitución redactada exclusivamente por ellos y sus aliados salafistas, o mejor aún, ver al líder salafista Yasser Borhami en YouTube tranquilizar a sus seguidores en el sentido de que los artículos sobre las libertades civiles en la Constitución no son más que una fachada, poniendo de relieve los artículos pertinentes deliberadamente redactados para mutilarlas.

Mientras tanto, se nos promete una nueva ley, que será promulgada por el -electoralmente “legítimo”- Consejo de la Shura, aunque sólo un 5% del electorado participó en la votación de sus miembros “electos” y el presidente nombró a otro tercio, aumentando si cabe su mayoría islamista, y con una sola mujer copta como dudoso edulcorante.

La legislación prometida está pensada para prohibir de manera efectiva las manifestaciones y huelgas (e incluye la extraña y original estipulación de que una huelga no debe detener la producción). Estos dos instrumentos básicos de protesta son, no hay ni que decirlo, los derechos básicos conquistados por la revolución, por no hablar de que fue gracias a ellos como Mubarak fue derrocado, el Sr. Morsi salió de la cárcel, y llegó al palacio presidencial de Heliópolis, adornado de graffitis como no podía ser de otra manera.

Es verdad que “ruralización” es un término raro, una especie de trabalenguas. Pero -y esto para beneficio de la masa de mis e-críticos HM, que no pueden contener ya sus dedos para informarme eruditamente que no existe tal palabra- es un adverbio que se encuentra en la mayoría de los diccionarios contemporáneos.

(La e-turba de HM e-anglófonos, que parece tener preferencia por el uso de seudónimos europeos, recientemente decidió corregir mi referencia, en un artículo a la Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbon, informándome eruditamente que era de hecho El auge y la caída del susodicho imperio, resultado, a la vez, de la pereza y muy probablemente de una educación en Estados Unidos, porque dudo que haya un solo graduado de escuela secundaria británica que no esté familiarizado con la famosa obra).

El vocablo árabe taryeef ha estado con nosotros desde hace algún tiempo. Muy a menudo, se ha utilizado para referirse al proceso de urbanización desordenada que siguió a la derrota de junio de 1967, y que ha operado sin trabas desde los años setenta. A medida que el estado egipcio renunció, un gobierno tras otro, a sus funciones básicas, a excepción del saqueo y la represión, la migración rural hacia los centros urbanos del país fue creando en todas partes nuevos asentamientos urbanos en expansión que, física, culturalmente y en términos de estilos de vida, parecen enormes pueblos henchidos trasplantados al paisaje urbano.

Fueron esos asentamientos los que proporcionaron el caldo de cultivo de los jihadistas de los años 90, y lo continúan siendo para los salafistas y otras tendencias más retrógradas y extremas del islamismo egipcio.

Tampoco es enfrentar lo rural y lo urbano algo terriblemente novedoso en Egipto. El presidente Sadat, ante el reto cada vez más potente de la izquierda liderada por los movimientos estudiantiles y obreros, que se hacía llamar “el presidente fiel”, pidió el retorno a “los valores del pueblo” e incluso ordenó a sus lacayos inventar una nueva legislación represiva que fue llamada “la ley de la vergüenza”. Conscientemente elegante, el amplio guardarropa del difunto presidente incluía de manera prominente unas túnicas magníficamente cortadas a la medida, propias de un (muy) rico campesino egipcio.

En términos electorales, pucherazos aparte, el campo egipcio ha sido durante décadas una herramienta extraordinariamente flexible del poder. Que votaba casi siempre en proporciones mucho más altas que sus contrapartes urbanas, con las mujeres rurales votando de manera señalada en proporciones aún mayores que los hombres. El electorado rural del país es, literalmente, conducido como ganado a las urnas, e invariablemente entrega sus votos al cacique en vez de a la política.

Este patrón sigue siendo tan cierto después de la revolución de 2011 como antes. He señalado que las revoluciones triunfantes tienden a arrastrar a los rezagados. Más específicamente, las revoluciones urbanas, como la variedad egipcia, están obligadas a ganar el apoyo de los campesinos para poder sobrevivir, y lo hacen actuando para satisfacer sus necesidades más urgentes, es decir, un mayor y más justo acceso a la propiedad nominal o efectiva de la tierra que labran.

Los dirigentes de los Hermanos Musulmanes, habiéndose ellos mismos “ruralizado”, parecen plenamente conscientes de la fuerte dicotomía rural-urbana, que ha llegado a su máxima cristalización después del triunfo de lo urbano encarnado en la revolución egipcia. Incluso antes de la revolución, la tendencia reformista dentro de la Hermandad había advertido de la ruralización de su movimiento que, estaban convencidos, era y debía ser fundamentalmente urbano y moderno. Esta ruralización, argumentaban, fue la que finalmente permitió la hegemonía completa del movimiento por los sectores más reaccionarios, los Qutbis y los salafistas.

En un artículo de 2008 (que apareció en la traducción en Inglés que se cita a continuación, en Al-Ahram Weekly de 23 de octubre de 2008), el fallecido Tammam Hossam escribió: “Los Hermanos Musulmanes solían ser un grupo urbano en su composición y funcionamiento. Pero ahora sus patrones culturales y sus lealtades son cada vez más rurales … En los últimos años, la Hermandad se ha llenado de elementos rurales. Su tono es cada vez más patriarcal, y sus miembros comienzan a mostrar ante sus superiores el tipo de deferencia asociada con las tradiciones del campo. Se refieren a sus altos funcionarios como el “tio hajj”, “el gran hajj”, “nuestro bendito”, “el hombre bendito de nuestro círculo”, “la corona de nuestras cabezas”, etc A veces, incluso se besan las manos y las cabezas de los líderes”.

La retórica utilizada por la Hermandad y sus aliados salafistas contra sus oponentes es igualmente reveladora de una manipulación deliberada, consciente de la dicotomía urbano rural. Los dirigentes del Frente de Salvación Nacional son caricaturizados como parte de una próspera, incluso licenciosa “elite” urbana, más preocupados por salvaguardar sus “cómodos” estilos de vida, sus bares y clubes, que por la suerte del hombre común, este último invariablemente descrito como socialmente conservador y culturalmente reaccionario, temeroso de Dios y obediente, es decir, un aldeano arquetípico.

Lo más destacable ha sido el hecho claramente observable que, a fin de poner en práctica sus planes más perniciosos y fascistas, como los ataques de los matones de sus milicias contra manifestantes pacíficos, el liderazgo de la Hermandad no podía depender de sus afiliados urbanos, sino que siempre ha tenido que traer en autobuses de las provincias vecinas a estos aspirantes a jóvenes hitlerianos.

Tanto en las elecciones presidenciales como en el reciente referéndum constitucional, las grandes ciudades de la nación, con El Cairo al frente, votaron a favor de la democracia y de la revolución, el campo a la contrarrevolución. Fue dolorosamente obvio en las elecciones presidenciales, y no menos cierto, aunque menos fácilmente observable, en el referéndum constitucional reciente.

Si se separa en la última votación el resultado de los principales centros urbanos del país de sus alrededores rurales, o ruralizados, casi siempre se encontrará un claro “No” en las ciudades y un voto “Sí” en el campo.

Sin embargo, y por el momento, la correlación de fuerzas en el país es muy equilibrada. Egipto sigue siendo un país profundamente dividido. Constitución o no, la Hermandad y sus aliados salafistas no son capaces de llevar su proyecto autoritario a buen término.

El Egipto de 2012-13 es una sociedad mayoritariamente urbana (con una proporción urbano-rural alrededor de 60- 40%). El hecho de que aún no se exprese en las urnas depende de un número de factores, incluyendo la existencia de grandes mayorías a favor de la democracia en las ciudades en comparación con abrumadoras mayorías pro-autoritarias en el campo; el transporte en autobuses, camiones o tractores de los votantes rurales – en masa – a los centros de votación, en comparación con el voto individual, muchas veces descontento, desconfiado y fácil de perder, de los ciudadanos urbanos.

En efecto, la Constitución fue aprobada no sólo en virtud de un abrumador “Sí” en el campo, sino también porque una gran parte del potencial “No” urbano se abstuvo. Agréguese un cierto puchezaro, intimidación y disuasión ante las urnas del voto de protesta y el resultado 64-36% parece inevitable.

Por su parte, la estructura de poder sigue estando profundamente fracturada. La gobernante Hermandad no tiene control ni del ejército ni de la policía. Y no por falta de ganas, pero todavía tienen que conseguir poner de rodillas a la administración de justicia del país.

Pero igualmente están fracturadas  la revolución y la causa de la democracia en Egipto; la revolución sigue estancada y secuestrada y una auténtica democracia egipcia sigue siendo un sueño inalcanzable.

Y seguirá siendo así mientras el Egipto rural sea una reserva de la contrarrevolución. Ni los programas de entrevistas en TV ni las conferencias de prensa cambiaran este hecho, ni tampoco decenas o cientos de miles de manifestantes en las calles de las ciudades, una y otra vez.

Los campesinos son suspicaces por naturaleza. Como debe ser. Han sido oprimidos, abandonados y engañados demasiadas veces y durante demasiado tiempo por sus gobernantes urbanos de todo tipo. Para ganar su confianza, para romper el monopolio del patrocinio estatal y religioso sobre su voluntad política, hay que ir a la puerta de sus casas. Y hay que hacer que la revolución y sus objetivos democráticos sean relevantes para sus vidas.

Los treinta años de autoritarismo de Mubarak ya no pueden servir de pretexto para el persistente amateurismo político de las fuerzas revolucionarias y democráticas. Cuando el Frente de Salvación Nacional finalmente consensuó llamar a la gente a ir a las urnas y votar “No”, lo hicieron como si les sorprendiera su fracaso anterior de boicotear, con toda legitimidad, la votación de  un  borrador de constitución completamente ilegítimo.

Sin embargo, debería haber sido una hipótesis de trabajo, incluso la eventualidad más probable, para la que debían haberse preparado lo mejor posible desde el comienzo.

Y ya es hora de romper el prisma distorsionador de la dicotomía fuerzas “cívicas” frente a  fuerzas islamistas, que en el Alto Egipto se traduce en ateos y coptos contra el Islam. Una crisis revolucionaria es el momento de la primacía de la política, desde luego no de la ideología. El hecho de que del islamismo egipcio, desde el corazón mismo de la Hermandad, este surgiendo una tendencia democrática cada vez más fuerte es algo que debe ser acogido y apreciado, no despreciado y marginado.

La revolución no es sólo protestar, por muy brillantes y valientes que hayan sido y sigan siendo las protestas. Se trata también de astucia política y capacidad organizativa. Se trata de capacidad para traducir los objetivos de la revolución en estrategia y táctica, y crear las múltiples formas de organización política y popular capaces de llevarlas a la práctica.

A medida que nos acercamos al segundo aniversario de la revolución egipcia, ¿no es también hora de que los objetivos de la revolución se traduzcan en propuestas concretas y exigencias programáticas, a corto, medio y largo plazo?

La justicia social no es solamente un sentimiento noble a satisfacer de manera repetitiva. Es y debe significar un conjunto concreto de propuestas para el aquí y ahora, para los pobres y los desposeídos, tanto de la ciudad como del campo.

En fin, ya es hora de que la revolución y las fuerzas democráticas del país se pongan manos a la obra.

Hani Shukrallah es el editor en jefe de Ahram Online.

Traducción para www.sinpermiso.info: Gustavo Buste


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