La ciudad y la lluvia

Por Verdi0381


Bajo la égida del azar emprendemos viajes a través de la ciudad. Pero a medida que vamos trazando el periplo, ésta se nos presenta con distintos rostros, como una proteica sustancia, asaz conocida, pero que no adivinamos por completo. Soleada en la mañana, de repente, las nubes grises, siempre presentes, coronando los cerros de Bogotá, desde antes de ser ella misma, empiezan a envolverlo todo, a difuminar su perfil en el horizonte de plomo. La lluvia desdibuja los perfiles y altera la bitácora de viandante. Los edificios, automóviles, personas, recuerdos de sitios ahora solo existentes en la memoria, pierden su sustancia. La niebla enrarece los ánimos, hace taciturnos incluso a los ladronzuelos de tres al cuarto, que parecen hibernar del frío que ahora se precipita sobre las calles. Buscamos el calor en un licor que nos devuelva la tibieza, que ha huido entre el trazado de la lluvia. Nos embriagamos en un recinto hospitalario y salimos a buscar el hogar. Llueve. Parece que nunca ha dejado de ejercerse ese acto abstracto, extraño y hostil, fascinante y misterioso. Bajo un diluvio feroz, nos parece inútil la huida de esa extraña presencia que lo penetra todo. Al amanecer, al ver por la ventana, el cielo gris, oceánico, con la intransigente llovizna, nos confunde en una suerte de bilocación geográfica: ¿Es Londres o Bogotá? Aquí la lluvia se obstina en ser una con la melancolía.