La clase de baile
Los señores Moreau, como cada tarde desde hace cuarenta y tres años se sientan en la mesa siete de la vieja cafetería Berlín, que es como el Gijón pero sin literatura ni literatos. Solicitan un par de refrescos. Hace años que no pueden comprar un par de cigarrillos debido a la prohibición, a pesar de lo cual siguen disfrutando ese rato de asueto. Les gusta esa mesa por su cercanía al cuadro que preside la estancia. Una clase de baile que perdura en el tiempo. En realidad, no es el original, es una de las muchas reproducciones que realizó en su día el falsificador Elmyr de Hory, y que el señor Dupont, propietario del local, ganó en una timba de póker. Cuentan los parroquianos, que más de una vez han visto deambular entre las mesas a las bailarinas, pero que nadie les ha hecho caso. Ellos nunca han sido testigos del fenómeno, pero no fallan a su cita. En secreto sueñan con poder contemplar el espectáculo.
—¿No ves algo extraño en el cuadro? —pregunta el sr. Moreau a su señora.
—No encuentro nada anormal, la verdad —responde ella mirando el cuadro con suma atención.
—Yo veo algo raro.
La mujer aprieta los ojos hasta convertirlos en una línea de viñeta, como si el achicarlos le proporcionara una visión en panorámica.
—Ahora que lo dices —concede a su marido. Ya sé. No está monsieur Pierrot. Mira —dice ella señalando el lugar en el que habitualmente se aposenta el viejo apoyado en su bastón.
—Es verdad. ¡Ha desaparecido!
Mientras ambos contemplan atónitos el cuadro, la del lazo verde y larga trenza se da la vuelta, y enseña unos inmensos ojos castaños. De una zancada sale del cuadro rozando frenéticamente con ambas manos los brazos.
—¡Qué frío! —exclama al lado de la mesa de los señores Mureau.
—Sí. Estamos en invierno y su vestido no es muy apropiado para estas temperaturas –dice Madame Mureau.
—¿Quiere acompañarnos? —pregunta Monsier Mureau mientras retira una silla para que la joven tome asiento.
—Muchas gracias —suspira mientras se tira sobre la silla. Estoy agotada de estar de pie. —¿Quiere usted tomar algo?
—Un chocolate caliente no estaría mal, y si pudiera ser con un trocito de esa estupenda tarta de almendra que tienen ¡genial! —sonríe la muchacha.
—Son famosos por su tarta sí —contesta Monsieur Moureau
—Yo tengo suerte de tenerla de espaldas, de frente me costaría controlarme.
Otra joven sale del cuadro desperezándose como si se acabase de levantar. Las chicas se saludan, hace tiempo que no hablan. Ésta también acepta un chocolate, aunque declina la invitación a silla, dice estar cansada de permanecer repantingada rascándose la espalda, y ante los atónitos ojos del matrimonio enlaza un satué y un frappé seguidos de no saben ya qué pasos.
—¿Sabéis que nosotros llevábamos tiempo esperando vuestra visita?
—¿Siiiiii? —preguntan las chicas emocionadas. Nosotras procuramos tener cuidado cuando salimos, pero a veces las pequeñas se alteran y juegan a fantasmas, creemos que las han visto los viandantes más de una vez.
—Me temo que si —ríe Madame Moureau. ¿Lleváis un orden de salida?
—Salimos cuando Monsieur Pierrot no está.
—Generalmente un par de días a la semana sale con la señora de al lado —irrumpe la compañera.
El matrimonio mira el cuadro de la derecha, y efectivamente, comprueban con asombro que el niño está solo, y la primorosa silla de madera vacía.
—¿Y adónde van?
Ambas niñas se encogen de hombros.
—Sabemos que cuando salen de día tardan poco.
—Por eso en las salidas diurnas salimos por turnos. Para colocarse en la misma posición a veces es complicado con las más chiquitas.
—Y Pierrot se fija en todo.
—Si ustedes son —comienza a decir la sentada...
—No abuses Regina.
—¿Cómo sabes lo que iba decir?
—¡Un siglo aguantándote y no lo voy a saber?
—Diga señorita diga —demandan al unísono el anciano matrimonio.
—Las niñas se pondrían muy contentas si les llevamos unas tacitas de chocolate.
—Eso está hecho.
—¡Bien! —aplauden las dos chiquillas con ojos brillantes de emoción.
—Camarero, camarero—solicita Monsier Moureau alzando la mano.
—Por favor, que traiga vasos de plástico, la última vez fue horrible limpiar los restos del suelo —solicita Regina.
Monsier Moureau cumple las órdenes de las muchachas. Ordena un par de jarras y muchos vasos de plástico. El camarero no parece sorprendido. Cuando llega el pedido todos ayudan a repartir el brebaje.
—Cuidado con engordar Mariana —dicen ambas a la niña de lazo azul y brazos en jarras, quien las mira con reproche.
—Tiene facilidad para engordar y cuando una es cuadro hay que tener mucha imaginación para arreglar vestidos.
—¿Y cómo es eso de estar un cuadro?
—Al principio es desagradable —contesta Regina.
—Estar tanto tiempo quieto debe de serlo, además de difícil –conceden los señores.
—No, lo desagradable es tener a todos los ojos pendientes de nosotras hasta el mínimo detalle.
—Fíjense hasta nos llevaron a una máquina de esas para ver todo lo que teníamos dentro, y descubrieron a la Angelina y Desiderata.
—¡Con lo que costó que Edgar nos pusiera a nosotras las primeras! —dicen las niñas a coro.
La conversación se interrumpe bruscamente, con un ligero ruido de pasitos no acompasados. Todas vuelven a su sitio, las chicas se despiden ligeras con un gracias, y un abrazo con más vuelos que los tutús que lucen.
Los señores Moureau, ya pueden morir tranquilos. ©Mª Luisa López Cortiñas
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