El maestro se levantó del corrillo y tuvo una idea para iniciar la clase al aire libre. Tomó un folio, lo plegó por la mitad, después hizo lo mismo en el sentido contrario y siguió doblando el papel hasta que compuso la pajarita. La dejó sobre una de las rocas y preguntó a los alumnos a qué se parecía. La interrogante recibió varias respuestas. Una paloma, aseguró Pablo, el más pragmático del grupo. Un águila, dijo con voz firme Agustín, el hijo del alcalde. A Rosita le pareció más un loro, lo que provocó las risas del resto. La chica, compungida, agachó la cabeza aguantando las lágrimas. Daniel, el de la última fila, lo tuvo claro: un halcón. El aplauso fue unánime. Don Anselmo, sin pronunciarse, aunque encantado, mandó callar a la muchachada. Hecho el silencio, miró durante unos segundos el Atlántico y lanzó la pajarita con todas sus fuerzas. La hoja comenzó a mover las alas y voló hasta perderse por el horizonte, impulsada por el Xilsa. Los alumnos no salían de su asombro. El maestro, con los ojos húmedos, cogió otro papel y se dispuso a dar forma a un segundo animal. Terminada la papiroflexia, repitió la pregunta. Un papagayo, un buitre, un azor, un pelícano, un flamenco, una cigüeña… Los niños gritaban y saltaban sobre los riscos cercanos al acantilado. Entonces Don Anselmo arrojó de nuevo la figura blanca, que se elevó hacia el cielo y se unió a una bandada de gaviotas patiamarillas rumbo a la isla de San Martiño.