Los políticos españoles suelen disfrazarse de demócratas para después comportarse como tiranos. Gobiernan habitualmente a favor de sus propios intereses y en contra del bien común y disimulan esa fechoría comprando voluntades, sometiendo a medios de comunicación y utilizando buena parte de los recursos públicos en propaganda y en difundir falsedades.
Saben, por ejemplo, que las autonomías son la tumba de España y del bienestar social de los españoles y que su existencia, un inmenso error atribuible a los constituyentes de 1978 y al gobierno de Adolfo Suárez, solo beneficia a los políticos, que las utilizan para construir en ellas auténticos reinos de lujo, despilfarro y amiguisimo. Son nidos de corrupción y desde su nacimiento son fuentes de disgregación y separatismo, que rompen la unidad de España y la igualdad de los españoles, un sagrado principio constitucional sobre el que escupe a diario la clase política española.
Ya son muchos los políticos que reconocen que las autonomías son insostenibles económicamente y que fué un error crearlas. Sin autonomías, el 40 por ciento de los impuestos podrían eliminarse.
Más del 60 por ciento de los ciudadanos, según encuestas que nunca se publican, rechazan las autonomías y votarían por su eliminación si fueran convocados a referéndum, mientras que el número de adversarios de los reinos de taifa no para de crecer. Pero ese referéndum, el más lógico y necesario en el panorama español, no se convoca porque los políticos, habituados ya a cuidar sus propios intereses y relegar el bien común, no quieren acabar con un sistema autonómico que para ellos es la gallina de los huevos de oro, ya que les permite gobernar como monarcas en sus feudos, gastar, endeudarse, practicar la corrupción protegidos, desarrollar clientelismo y atiborrar el Estado de enchufados y parásitos inútiles e innecesarios.
El drama catalán nos ha hecho ver de cerca las barbaridades que pueden hacer los políticos autonómicos en nuestra nación. Los dirigentes catalanes han puesto a la nación al borde del colapso y de la guerra, sin que les temblaran las manos, aplastando a una ciudadanía que está desolada y asustada por la división, la marginación de los españoles y el odio.
Pero en otras autonomías, sus dirigentes, sin apenas controles y con demasiados recursos y poder en sus manos, han disparado la corrupción, incrementado brutalmente los impuestos, degradado los servicios básicos, intervenido desproporcionadamente en la economía y en ámbitos de la sociedad civil, beneficiado a los suyos, marginado a los que piensan diferente y desplegado una interferencia en las vidas de sus ciudadanos que las asemejan a repúblicas soviéticas.
De la durísima experiencia catalana, la sociedad española debe emerger con una lección bien aprendida: hay que implicarse en la política, como manda la democracia, y jamás dejar el destino de la nación en manos de una clase política poco fiable y devaluada por la corrupción, el abuso y la ausencia de valores.
Si no aprendemos esa valiosa enseñanza, el futuro de España, en manos de partidos corrompidos y escasamente democráticos, siempre estará en peligro.
Francisco Rubiales