Este pasado jueves llevé a clase de Hispanoamericana mi ejemplar de En agosto nos vemos (Penguin Random House Grupo Editorial, 2024), la novela póstuma de Gabriel García Márquez que se lanzó el miércoles a todos los medios y que ha ocupado mucho espacio en la prensa estos días. Me apetecía compartir un acontecimiento editorial así, relacionado con un protagonista tan notable del contexto cultural que nos atañe en clase, aunque en este curso no haya ninguna obra suya programada. Todavía no había leído la novela; pero sí el «Prólogo» que firman los hijos del escritor, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, en el que justifican lo que llaman «un acto de traición» al padre que había dicho: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo»; y también la nota del editor, Cristóbal Pera, sobre algunas circunstancias antetextuales. Pero lo que más me interesó compartir, aparte la novedad, fue la posibilidad de una propuesta para un trabajo de fin de estudios sobre esa vida póstuma de algunas obras literarias; abrir una vía, no tanto de investigación, sino de elaboración de un estado de los estudios —para un trabajo de fin de grado— sobre los problemas de carácter filológico que se dan cuando en lo que leemos no consta la última voluntad definitiva del autor. Anoté para la clase algunos casos, como el de Lagartija sin cola (2007), de José Donoso, cuyo texto fue establecido por el crítico Julio Ortega a partir del original descubierto por la familia del escritor; o el de la obra diarística póstuma de Alejandra Pizarnik y el estado de los diversos escritos hoy conservados en la Universidad de Princeton. Me acordé de la posteridad de Ricardo Piglia y de su taller secreto —al que Tinta libre dedicó unas provechosas páginas de su primer número de este año 2024—, y de la novela póstuma Aquiles o el guerrillero y el asesino (2016) de Carlos Fuentes. A Roberto Bolaño sí lo tenemos en el programa del curso —Estrella distante— y su caso sigue siendo notorio, no solo por el abultado corpus de su obra póstuma desde su muerte en 2003, sino por la pura gestión de su memoria. Hace unas pocas semanas, en su columna de El Cultural, Ignacio Echevarría se lamentaba («Páginas en blanco», 2 de febrero de 2024, pág. 32), de que en algunas recientes antologías de la poesía chilena y mexicana la publicación de los poemas de Bolaño había sido vetada por la «dura custodia que la agencia y la heredera de Roberto Bolaño ejercen sobre su obra», según se puede leer en la explicación de Rubén Medina, el editor de una de esas publicaciones, Perros habitados por las voces del desierto (México, Aldus, 2014), que recoge la obra de diecinueve poetas infrarrealistas. Rastrear estos y otros casos de la literatura iberoamericana y comprobar el eco crítico que han tenido, sin entrar en los turbios y desagradables pormenores del círculo de los herederos legales —más legales que literarios— de un autor, podría ser un modo atractivo de iniciarse en una investigación y un análisis básicos en la culminación de los estudios de grado o de máster. Como el título de Donoso que dicen que descartaron para la novela de 2007, la cola de la lagartija sigue moviéndose separada del cuerpo, como las obras póstumas por manos distintas a las de quienes las escribieron. La publicación de En agosto nos vemos me llevó a pensar esto en voz alta en la clase del jueves, y hubo cierto interés. Ahora, leída ya la novela, y aunque sea difícil abstraerse de otras motivaciones del lanzamiento editorial, creo que su publicación es un regalo, pequeñito, mera muestra de lo que podría haber sido otra cosa, pero suficientemente evocador —y añorante— del grandioso narrador García Márquez, lo justo para reencontrarse —aunque sea con la levedad de lo breve— con un modo reconocible de presentación de los personajes en el tablero amoroso tan del gusto del colombiano, con puntadas de su inventiva, de su humorismo, y la habilidad en el uso de lazos narrativos como el del billete de veinte dólares lleno de carga argumental capítulos antes, a su debida y calculada distancia, en la propina que la protagonista da a un peluquero, advirtiéndole feliz: «Úselos bien […]: Son de carne y hueso» (pág. 56). Es poco, un sorbo solo para probar; pero suficiente para no sentirse ufanamente defraudado después de tanto ruido.