Podría decir que estoy tan maravillado como sorprendido, pero no sería verdad: de Manuel Moyano ya no me sorprende absolutamente nada. La primera acomodación al asombro se produjo cuando, tras admirarlo como cuentista, advertí que era también un excelente novelista; la segunda, cuando comprobé que igualmente se revelaba como un prodigioso microrrelatista; la tercera, el día en que lo descubrí ensayista; la cuarta (o la quinta, o la sexta, o la séptima, yo qué sé: perdí la cuenta), al encontrarme disfrutando sus libros de viajes, sus brillantes retratos antropológicos, sus versos. Y lo último ha sido comprobar que escribe para niños con la misma solvencia y con el mismo atractivo que despliega en sus páginas para adultos (inolvidables sus Aventuras del piloto Rufus). Lo acabo de refrendar leyendo esa pequeña joyita que lleva por título La colina del árbol hueco. Y a mí, qué quieren que les diga, me parece un abuso. Manuel Moyano debería tener la decencia discreta de hacer algo mal en el mundo de las letras, siquiera fuese por consideración hacia el resto de los restantes mamíferos que escriben. Digo yo.
En esta propuesta (que ilustra Francisco Javier García Hernández y que publica el sello Alfaqueque) nos encontramos con un grupo de niños que, tras la aparatosa caída de un rayo sobre un árbol hueco, comienzan a vivir una anómala aventura en la que quedan separados de sus sombras. Pero que nadie sospeche que tales excentricidades han surgido de la mente del escritor cordobés. Ni mucho menos. Él se limita a poner palabras al relato oral (absolutamente verídico) que le hizo don Ismael Marmitón, una tarde de invierno, mientras bebía una taza humeante de té hindú en su casa. Permítanme que no les revele más detalles.
Si tienen hijos, léansela en voz alta por las noches (un capítulo cada día: es lo que yo estoy haciendo ahora con los míos). Si no los tienen, léansela a ustedes mismos y volverán a la infancia. Disfrutarán, se lo aseguro, como enanos.