En primer lugar, los seres humanos son parte de la Naturaleza (la única Sustancia), son parte del Todo, y no algo separado, desgajado, independiente y autosuficiente. Y en la Naturaleza hay una peculiar primacía de la “necesidad” -de la ley y el orden- sobre la pura “libertad”, y esto tiene que reflejarse en el territorio mismo de la moral; una prueba indirecta de que en efecto así es la encontramos en lo siguiente: cuando alguien justifica retrospectivamente una conducta suya suele decir: “tuve que actuar así”, es decir, argumenta que su acción estuvo movida, en última instancia, aunque fuese “acto libre”, realizado sin coacción, por la “necesidad”.
Como autor racionalista Spinoza afirma que la conducta moral implica un conocimiento ético, es decir, supone que los seres humanos tienen “ideas”, unas veces se trata de ideas adecuadas, claras y verdaderas, y otras de ideas inadecuadas, confusas, falsas (en el caso de la moral estas ideas se refieren a fines, metas, propósitos). ¿Qué defiende, en general, una ética racionalista? Que los seres humanos actúan racionalmente, según la guía de la razón, cuando apoyan sus conductas en ideas morales adecuadas, claras, verdaderas.
Es importante destacar que a juicio de Spinoza, las acciones humanas, sus conductas, tienen su raíz en las pasiones, en los impulsos, en los apetitos. Cuando se niega esto, como ocurre a veces, la ética se vuelve quimérica y dañina por perder su suelo (lo pasional en el ser humano no puede ser extirpado salvo al precio de la infelicidad completa, como sucede con el puritanismo represivo de los impulsos vitales). En los seres humanos, pues, el deseo es el motor de las acciones, su fuerza motivadora, el resorte que las espolea. Sucede entonces que, desde las pasiones, en ellas y con ellas, se concreta, define y distingue el bien y el mal, la felicidad y la desdicha. Por extraño que parezca a primera vista la ética racionalista es una ética de las pasiones, y lo es porque la “esencia” de los seres humanos está en su “deseo” (en latín, “conatus”).
El primer impulso, el instinto básico, es del de la autoconservación, lo que Spinoza llama “perseverar, cada uno, en su ser”. Pero esto no es todo: el ser humano no sólo puja por sobrevivir, anhela algo más elevado y más complicado de conseguir, aspira a la virtud, al bien, a la felicidad. Y la clave de su logro o consecución está en una equilibrada combinación entre lo pasional y lo racional. Las pasiones básicas son las alegres, por un lado, y las tristes por otro. Ellas son los indicativos, respectivamente, de la felicidad y de la desdicha. Pero ¿en qué consiste, según Spinoza, la felicidad anhelada y perseguida por la vida humana? El ser humano es feliz con el incremento de su potencia de actuar, con la expansión de sus capacidades; la infelicidad, al contrario, está en la disminución de su poder de acción, por eso las pasiones tristes son, en el fondo, provocadas por la impotencia, por “no poder hacer algo” que nos motiva y estimula. La tarea principal de la vida moral se concreta, pues, en último término, en lo siguiente: el desafío está en que las pasiones alegres (el amor, en definitiva) sustituyan y desplacen a las pasiones tristes (el odio, el resentimiento, la frustración). Este es, afirma Spinoza, el único camino racional hacia la felicidad, el bien, la perfección. Un camino arduo, difícil, pero el único que conduce a una vida plena.
Un último detalle para concluir. Puesto que el poder de actuar, la capacidad de acción, está vinculada con el conocimiento del mundo en todos sus aspectos, facetas y dimensiones, la vida feliz, la vida virtuosa, según Spinoza, es la vida del sabio, en cambio, la vida desdichada es la vida del ignorante, del inculto, del necio. Spinoza retoma de esta manera la conexión clásica procedente del mundo griego entre la virtud, la felicidad y la sabiduría.