Ayer observaba a unos conocidos que estaban inciando una relación. Me pilló de sorpresa, llegados de vacaciones, morenos y con sonrisa permanente, sus movimientos eran una perfecta coreografía de que 'algo' ocurría en su espacio vital que había cambiado por completo su forma de comportarse.
Me gusta mucho analizar la forma en que nos comunicamos: entre nosotros y con el entorno; de manera consciente e inconsciente; y esta fue una de tantas ocasiones en las que los códigos corporales decían mucho más que las palabras.
De aquí arrancó mi reflexión sobre esos primeros momentos en los que dos personas empiezan a compartir un espacio común. Sin darse cuenta, la distancia se vuelve otra completamente diferente. Es como si una fuerza tirase el uno del otro para estar continuamente próximos. Los minutos separados se convierten en zonas de mucha distancia y, tratando a veces de disimular (porque el comportamiento romántico en público se ajusta a ciertos límites), es muy fácil observar cómo los cuerpos de los enamorados tiendenden a acercarse el uno al otro sin que exista razón alguna. Se cruzan mucho más cerca, se tocan una mano sin que se note... Las miradas confluyen o se evitan con media sonrisa... Y el resto del mundo parece existir en un segundo plano, casi molesto, como si sobrase.
Me gustan los primeros momentos de una relación. Me gusta recordarlos y saber que el ser humano es capaz de recuperarse de baches afectivos y volver a dejarse arrastrar por esa fuerza del interés, el deseo y la aventura. También me gusta ver cómo surge el amor en lugares insospechados: una clase, una actividad colectiva, un trabajo... Creo en ese tipo de atracción por encima de cualquier otra porque se da en contextos donde la afinidad surge poco a poco. Y vivirlo produce adrenalina, endorfinas y qué sé yo. Por eso me alegro cuando veo una coreografía similar y me devuelven la fe en estas historias.
Veo personas diferentes, de edades diferentes, con bagajes diferentes... Y por encima de las diferencias, algo, un detalle, que une, que acerca y que invita a experimentar y atreverse.
Luego la química y la euforia del amor hacen el resto y por eso vemos a los enamorados dando vueltas uno en torno del otro, chocándose, acercándose y robando centímetros a un espacio que se les queda grande cuando lo único que les pide el cuerpo es estar muy juntos.