Cádiz es una provincia afortunada. No se conformó con ser bañada por un mar y encargó aguas a un océano.
El Campo de Gibraltar es el punto de partida de un itinerario empapado por la luz, las olas y el agua salada. La comarca que dibuja el Peñón y la Bahía está protegida como espacio natural. Tierra adentro los bosques se multiplican.
El Parque Natural de los Alcornocales llega hasta sus orillas y aprisiona en sus límites pueblos de singular encanto como Jimena, Castellar de la Frontera y más al norte Alcalá de los Gazules, ya próxima a la ruta del toro bravo.
De Algeciras parte la carretera que baja hasta Tarifa. Es serpenteante y telúrica. A un lado se alzan los primeros molinos de viento que se instalaron en España para aprovechar la fuerza de los vientos.
Las montañas que flanquean la punta más septentrional de Europa están tapizadas por una vegetación rastrera y almohadillada, arbustos y árboles de poca altura debido a la persistencia de los vientos que azotan el Estrecho a levante y poniente.
Puede que Tarifa sea una de las localidades más blancas de cuantas posee Cádiz. A sus casas, sus calles y sus plazas níveas se contrapone la aspereza parda del Castillo de Guzmán el Bueno que se alza frente al puerto, como testimonio de un pasado belicoso y amenazador entre ambas orillas.