En 1896, el socialista Jean Jaurés denunció en la Cámara de Diputados francesa el silencio cómplice de la gran prensa ante las masacres de armenios, porque sus principales directivos eran beneficiarios de empresas otomanas y los diarios llevaban adelante su campaña antisemita, preludio europeo de la Shoah, difundiendo el invento de Los Protocolos, encabezados por el delirante Edouard Drumont y Charles Maurras, que terminaría imputado como ideólogo del régimen vergonzoso de Vichy.
Recientemente Umberto Eco reconstruyó esos años en su novela El cementerio de Praga. Por ende, no hablamos de nada nuevo aunque, como es natural, la criminología mediática actual tenga características propias.
Después de hacer hincapié en el punto de vista académico, el fascículo 16 de La cuestión criminal introduce la variable mediática. En líneas generales, la nueva entrega de la colección a cargo del Dr. Eugenio Raúl Zaffaroni y colaboradores analiza la construcción del discurso eminentemente televisivo que en Argentina incluye a “una imaginaria matrona de barrio, en batón y con ruleros e incapaz de cualquier pensamiento abstracto: doña Rosa”.
A continuación, los puntos destacados de este capítulo…
Las personas que a diario transitan las calles y toman el ómnibus y el subte junto a nosotros tienen la visión de la cuestión criminal que construyen los medios de comunicación (en otras palabras, se nutren –o padecen– de la llamada “criminología mediática”). Ahora bien, ¿por qué aceptan o están indefensas ante esta construcción de la realidad? Porque de ese modo bajan el nivel de angustia que genera la violencia difusa.
La criminología mediática siempre apela a una creación de la realidad a través de información, subinformación y desinformación en convergencia con prejuicios y creencias, y basada en una etiología criminal simplista asentada en la “causalidad mágica”. Aclaremos que lo mágico no es la venganza, sino la idea de una causalidad canalizada contra determinados grupos humanos, que en términos de la tesis de René Girard se convierten en chivos expiatorios.
Esta característica es inalterable. En cambio, varían mucho la tecnología comunicacional (desde el púlpito y la plaza hasta la televisión y la comunicación electrónica) y la personificación de los chivos expiatorios.
El aspecto central de la versión actual de la criminología mediática proviene del medio empleado: la televisión. Por eso, cuando decimos “discurso” es mejor entender “mensaje”, en consonancia con la imposición de imágenes.
Los críticos más radicales de la televisión son Giovanni Sartori y Pierre Bourdieu. Para el primero, una comunicación por imágenes siempre se refiere a cosas concretas, pues eso es lo único que pueden mostrar las imágenes. En consecuencia, el receptor es instado en forma permanente al pensamiento concreto, lo cual debilita su entrenamiento para el pensamiento abstracto.
El gancho de la comunicación por imágenes está en que impacta en la esfera emocional. A veces la imagen ni siquiera necesita sonido (la del 11 de septiembre era muda), sólo hablaba el intérprete. Por otra parte, tampoco informa mucho porque prescinde del contexto: es como si nos cortaran pedazos de películas y los mostraran aislados del resto del film.
Además, no siempre se percibe lo que se mira. En el libro El gorila invisible (sin ninguna alusión política) dos psicólogos norteamericanos demostraron que, puestos a ver la filmación de un partido para contar el número de pases, el 50% de los participantes en el experimento no registró que una persona disfrazada de gorila entraba al campo de juego y saludaba.
Además la interpretación recurre a un lenguaje empobrecido (se dice que la TV no usa más de mil palabras, cuando podemos llegar a usar unas treinta mil), y también a veces a contenidos implícitos (porque la corrección política impide que sean explícitos). En este último caso se insinúa mucho, dando la impresión estudiada de que se deja ver, lo cual halaga la inteligencia del destinatario que cree deducir el contenido implícito (¡qué vivo soy!) cuando en realidad es víctima de una alevosía comunicacional.
La criminología mediática crea la realidad de un mundo de personas decentes frente a una masa de criminales identificada a través de estereotipos. Así configura un ellos separado del resto de la sociedad, por ser un conjunto de diferentes y malos. Este ellos perturbador se construye por semejanzas, para lo cual la TV es el medio ideal pues juega con imágenes.
El mensaje es que el adolescente de un barrio precario que fuma marihuana o toma cerveza en una esquina mañana hará lo mismo que el parecido que mató a una anciana a la salida de un banco. Por ende, hay que separar de la sociedad a todos ellos y si es posible eliminarlos.
Este ellos se construye sobre bases simplistas, internalizadas a fuerza de reiteración y bombardeo de mensajes emocionales mediante imágenes: indignación frente a algunos hechos aberrantes (no a todos, sino sólo a los de los estereotipados); impulso vindicativo por identificación con la víctima (no con todas las víctimas, sino sólo con las de los estereotipados y si es posible ajenas a ese grupo, pues en tal caso se considera una violencia intragrupal propia de su condición inferior: se matan porque son brutos).
La criminología mediática no la emprende contra asesinos, violadores y psicópatas, pues éstos siempre fueron y serán condenados a penas largas en todo el mundo. Su objetivo es el ellos poroso de parecidos, que abarca a todo un grupo social joven, adolescente y, en el caso de New York, negros.
Identificados ellos, todo lo que se les hace es poco. Es más, según la criminología mediática, no se les hace casi ningún daño: todo es generosidad, buen trato e inútil gasto para el Estado, que se paga con nuestros impuestos.
Implícitamente este discurso reclama muerte. De vez en cuando la exigencia se hace explícita cuando algún desubicado viola los límites de la corrección política (aunque es rápidamente disculpado por el “exabrupto emocional”).
La criminología expresa su necrofilia en su vocabulario bélico, instigando a la aniquilación, que en ocasiones se concreta con fusilamientos policiales. Cuando se pretende encubrirlos, se esgrime en forma automática los supuestos datos del estereotipo: frondoso prontuario, cuantiosos antecedentes, drogado .
La efebofobia se manifiesta en todo su esplendor. En nuestra región, escuadrones de la muerte y vengadores justicieros completan el panorama de las penas de muerte sin proceso. Basta mirar las estadísticas para verificar que son muchos los países donde hay más adolescentes muertos por la policía que víctimas de homicidios cometidos por adolescentes.
La criminología mediática naturaliza estas muertes; incluso llega a disfrazar a los fusilamientos de enfrentamientos. Los presenta como episodios bélicos contra el crimen, donde el cadáver del fusilado es mostrado como signo de eficacia preventiva, como el soldado enemigo muerto en la guerra.
La criminología mediática asume el discurso de la higiene social: ellos son las heces del cuerpo social. Continuando el razonamiento –que aquí suele interrumpirse–, resultaría que este producto normal de descarte debe canalizarse mediante una cloaca: el sistema penal.
En cualquier cultura la causalidad mágica es producto de una urgencia de respuesta. Esto no obedece a desinterés por la causalidad, sino justamente a la urgencia por hallarla. En la criminología mediática sucede lo mismo: debe responderse ya; lo opuesto es prueba de inseguridad.
De esta manera, la criminología mediática reclama una respuesta imposible, porque nadie puede impedir lo ocurrido. Frente a la inevitabilidad del pasado la única respuesta es la venganza. Como es intolerante, la urgencia no admite la reflexión y ejerce una censura inquisitorial, pues cualquier tentativa de invitar a pensar es rechazada y estigmatizada como abstracta, idealista, teórica, especulativa, alejada de la realidad, ideológica, etc.
Esto se compadece a la perfección con la televisión, donde cualquier comentario más elaborado en torno de la imagen se considera una intelectualización que quita rating.
La urgencia de respuesta concreta y coyuntural lleva a dos grandes contradicciones etiológicas, pues por un lado atribuye la criminalidad a una decisión individual y por otro estigmatiza a un conjunto con caracteres sociales parecidos. Además, proclama una confianza absoluta en la función preventiva disuasoria de la pena, pero al mismo tiempo promueve la compra de todos los medios físicos de impedimento y defensa.
La criminalidad mediática nos convierte a todos en consumidores de la industria de la seguridad y en pacíficas ovejas que no sólo nos sometemos a las vejaciones del control sino que incluso las reclamamos.
Para el pensamiento mágico de la criminología mediática, la guerra contra ellos choca con el obstáculo de los jueces, su blanco preferido. De hecho, se da un banquete cuando un excarcelado o liberado transitorio comete un delito grave, lo cual provoca una maligna alegría en los comunicadores.
Las garantías penales y procesales son para nosotros, y no para ellos, que no respetan los derechos de nadie. Ellos, los estereotipados, no tienen derechos porque matan. No son personas: hay que dejarlos adentro.
Los politicastros sin muchas ideas impulsan juicios políticos contra los jueces para obtener su espacio gratuito de publicidad reforzando la causalidad mágica. Ésta misma también impulsa las reformas legales más desopilantes, porque la imagen transformada en ley también es una cuestión mágica.
La criminología mediática se alimenta de noticias, pero principalmente de entretenimientos que banalizan los homicidios y de la idea de un mundo en guerra. En un día de televisión vemos más asesinatos ficcionales que los que tienen lugar en la realidad durante un año en todo el país. En la pantalla son cometidos con una crueldad y violencia que casi nunca se da en la realidad.
Además, siempre hay un héroe que termina haciendo justicia, por lo general dando muerte al criminal, y que cualquier psiquiatra lo calificaría de psicópata. No tiene miedo, es hiperactivo, ultrarresistente, hiposensible al dolor, aniquila al enemigo sin trauma por haber dado muerte a un ser humano, es hipersexual, impone su solución violenta a expensas del burócrata que obstaculiza con formalidades (un juez, un fiscal o un policía prudente).
Estas series trasmiten la certeza de que el mundo se divide entre buenos y malos y que la única solución a los conflictos es la punitiva y violenta. No hay espacio para reparación, tratamiento, conciliación; sólo el modelo punitivo violento es el que limpia la sociedad. Esto se introyecta tempranamente en el equipo psicológico, en particular cuando el televisor es la baby sitter.
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La versión completa de este fascículo se encuentra aquí.