Bruno Sgarzini
Otra vez se rompieron las quinielas, otra vez se pensó que con discursos bonitos bastaba, otra vez se negó la realidad hasta que tocó la puerta. Como si fuera el día de la marmota, los comentarios se repitieron, las expresiones de miedo se remarcaron y el clima de un futuro incierto se volvió a respirar.
Jair Bolsonaro ganó las elecciones y Fernando Haddad las perdió en esta primera vuelta. La Brasil universitaria y rica, más del 50%, eligió una “barbarie” que militantes, sociólogos, políticos e intelectuales se apresuran a entender para descifrar el momento que se viene, secuestrados por la dictadura de la coyuntura.
Los ciudadanos escolarizados durante Lula, los evangélicos ascendidos socialmente en el mismo tiempo, y la clase media casi en pleno, eligieron a quien les proporciona un arma para defenderse de los pobres.
Ni más educación, ni más Estado, ni más inclusión social. Bala y muerte segmentada para atajar a los pobres que se quieran meter en las zonas donde Bolsonaro promete orden y control, a cambio de desguazar a cielo abierto al propio Estado.
La palestinización de la vida diaria con ciudades ocupadas y militarizadas por un ejército que sustituye a la criminalidad en el ejercicio del delito y la seguridad, como hoy ocurre en Río de Janeiro.
Tropa de Élite para todos y todas.
Un modelo de futuro que fue calando en los brasileros a medida que los mitos de la democracia representativa,
considerada como un mal sistema por el 92% de los brasileros, y el de un Brasil potencia, se caían a la par en uno de los países más desiguales del continente.
Una vez derrumbados estos mitos, constitutivos de los Estados modernos y de Derecho, cualquier régimen de excepción, o dictadura en transición de poder blando a poder duro, es tolerable si a la parte comprometida con el “cambio” se le promete la concreción de un deseo gaseoso de orden con los corruptos presos, los delincuentes muertos y las minorías a raya.
En criollo: Bolsonaro, el proyecto de los militares brasileños y estadounidenses, en realidad es un molde para administrar una sociedad cuyos velos sobre el ejercicio del poder cada día pierden más sentido, desnudando la sustancia pura y dura de lo que lo sostiene: las añejadas botas militares, la interesada justicia, la pertinaz bala en el pecho y el “necesario” shock económico.
Así, el acoso y derribo de Michel Temer tiene a quien darle una posta que, en vez de quemar, promete dar un piso de gobernabilidad mínima solo aderezada para la base que votó al ex capitán.
Lo piden los grandes bancos, lo festeja la bolsa. Bolsonaro viene a asegurar los negocios de una forma violenta y desajustada a un Estado de Derecho que se muere por sus dificultades para administrar una sociedad que se canibaliza por las necesidades del mercado.
Hay que vender Petrobras, hay que recortar los salarios, las prestaciones, hay que resolver el crimen, hay que congelar los programas sociales, hay que pagar y pagar porque si no el país se cae al abismo. Todos deberes dados por el mercado que neutralizan un Estado robusto que pueda financiar derechos, desarrollo y orden. En ese contexto, la corrupción sobresale como la culpa de todos los males, y el mejor argumento para justificar el alejamiento del Estado de la vida social.
Enfrente, el progresismo latinoamericano se rompe la cabeza para identificar si Bolsonaro es fascista, populista o todo eso junto, un debate más que pertinente en el ágora de las redes sociales donde la irrelevancia y la falta de sustancia, barnizada de conocimiento, campea a sus anchas.
Quizás sea un error tratar de entender un electorado que como cualquiera desea un mínimo de orden antes de comprender la dimensión del proyecto de poder que representa Bolsonaro. Sobre todo porque el resultado de las presidenciales, hoy más que nunca, son una expresión del ejercicio del poder en otras esferas que el progresismo responde tarde y mal, en un permanente papel de víctima.
En términos simples, como se ha dicho mil veces en esta tribuna: el poder administra sus formas en el siglo XXI mientras que a éste se le responde como si se estuviera a mediados del siglo XX.
Por eso se entiende que el PT de Lula esté inmerso en una crisis, que no es suya sino de todo el campo del progresismo regional, donde promete una inclusión social que se muestra imposibilitada por el mercado, un regreso a un estadio de igualdad de oportunidad de los años de bonanza, cuando el campo de batalla está en unas instituciones que lo aprietan sin que pueda deslegitimarlas, para no parecer fanáticos, ni alejar a los adversarios políticos que antes le dieron un golpe. Esto nos obliga a preguntarnos si acaso el PT piensa que si Bolsonaro accede al poder, va a soltarlo por vías democráticas.
En esa línea vale recordar la frase del ex presidente hondureño Mel Zelaya, despojado de su presidencia en pijama y por la noche: los “golpes dejan chichones”, porque también hace preguntarse cuántos más morados hay que tener para darse cuenta de la peligrosa curva por la que está agarrando el continente.
Porque Bolsonaro puede ser misógino, homofóbico, retrógrado, antidemocrático, pero tiene una estrategia de poder que el progresismo no tiene, ni discute, por estar negando una realidad que, valga la redundancia, le golpea en la cara cuando se producen unas elecciones, cada vez más reducidas a un mero formalismo.
El peligro es que en este peligroso momento el progresismo latinoamericano, por falta de inventiva y pensar a los países sin anteojeras ni idealizaciones, desde su sustancia profunda, quede obsoleto como forma de administrar las sociedades latinoamericanas, como sucede con la socialdemocracia europea que la influencia.
Sobre todo cuando a los nuevos problemas, derivados de la lucha del poder, responde con políticas de identidad, minorías, sin masticarlas nacionalmente dejando de lado los verdaderos temas de fondo que hoy nos hacen ir en un auto, que en corto y seco, se va a un despeñadero sin que sus puertas de destraben para saltar de él.
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